España - Andalucía
El sonido Wiener Philharmoniker
José Amador Morales
La visita de la Filarmónica de Viena
al Teatro de la Maestranza estaba marcada en rojo en el calendario no solamente
de los aficionados sevillanos, sino también de otras localidades andaluzas. No
es para menos ya que la posibilidad de escuchar uno de los conjuntos musicales
más perfectos -para muchos el que más- del panorama sinfónico mundial en lo que
respecta tanto a brillantez de sonido como a virtuosismo y versatilidad técnica,
era francamente única. Ya en 1992, en el contexto de los fastos de la
Exposición Universal de Sevilla de aquel año, la Filarmónica de Viena actuó por
primera y única vez hasta ahora en el Teatro de la Maestranza, entonces bajo la
dirección de Claudio Abbado.
El concierto que comentamos ha
supuesto el final de una gira en la que tras dos pases iniciales en la
Musikverein, la filarmónica vienesa ha visitado Hamburgo, Colonia, Basilea,
Oviedo y Granada donde hacía su debut en el marco del 73 Festival de Música y
Danza justo el día anterior a este. El programa a priori podría
calificarse de sencillo e incluso convencional en su estructura, bien que denso
de contenido y “chicha” musical, así como sumamente bello en sus concomitancias
estilísticas e históricas.
Con el Capricho español de Nicolai
Rimsky-Korsakov descubrimos a un Lorenzo Viotti segurísimo en la ejecución y
muy competente sobre el podio, ante la ausencia de atril y partitura en todo el
concierto. No obstante, la suya nos resultó una versión un tanto precipitada en
términos generales y un punto jaranera de más en la “Alborada”, tendiendo a una
visión un tanto typical spanish, si se nos permite la expresión, no sólo
por ese “olé” al unísono de todo los profesores al comienzo de la “Escena y
canto gitano” como respuesta, eso sí, empastada y precisa, a un solo soberbio
del concertino, sino por una articulación distante de la que precisa la música
popular de nuestro país en la que se basó Rimski-Korsakov.
El maestro suizo, hijo de Marcello
Viotti, bajó un tanto las revoluciones, y logró subir el listón con una Isla
de los muertos de Rachmaninov, otro grandísimo orquestador, más pausada
(23:40) que impactó por su sabia dosificación de la intensidad desde el
parsimonioso e hipnótico 5/8 inicial, sabiendo captar a la perfección la
esencia sombría y melancólica de la obra, más que la dramática, y evocando
vívidamente el paisaje lúgubre y el profundo sentido de desolación de la
pintura de Arnold Böcklin en la que se basó el compositor ruso para este poema
sinfónico sin duda genial. Para el recuerdo los matices dinámicos, la impecable
precisión técnica y la transparencia en las texturas, el lirismo del tema
central o el clímax con la cita del Dies irae antes de la resignada
conclusión final; detalles de una interpretación cuyo calado expresivo sumergió
a los presentes en una suerte de trance musical. Prueba de ello fue el silencio abrumador con el que los
presentes acogieron la bajada de la batuta por parte del director, lo que
permitió saborear los últimos acordes y tomar conciencia de lo percibido.
La fiesta musical continuó en una
segunda parte donde la música de Dvorak centró todo el protagonismo en otra
interpretación para el recuerdo por parte de los músicos vieneses. Aunque
también presenta un continuo tono oscuro de fondo, o tal vez por esto mismo, la
Sinfonía nº7 del compositor checo es una obra sin duda fascinante que
contiene multitud de ideas melódicas que requieren una atención continua. En esta
lectura sevillana, Lorenzo Viotti ofreció su cara más extrovertida, insuflando
una vehemencia y energía generales que ya impactaron en los diversos temas
iniciales que emergen desde las cuerdas. El Adagio se ejecutó con una
delicadeza impecable y la danza el Scherzo supuso una animada transición frente
a un finale de nuevo enérgico y vibrante, con sus sucesivos efectos de pedal y ostinati
que desembocan en una coda brillante como conclusión natural.
Pero, con el permiso del
musicalmente aseado y distinguido señor Viotti, el protagonismo aquí, como en
toda la velada, fue de una Filarmónica de Viena de color apabullante que
impresionó por la maleabilidad y personalidad de sus cuerdas (insólita por
estos lares), por la transparencia y refinamiento de sus maderas, por la brillantez
y sutileza impresionante de sus metales, así como por la límpida y precisa
percusión. Una tan atinada como desengrasante -a nivel artístico- Danza
húngara nº1 en sol menor de Johannes Brahms, fuel el bis regalado ante un
público comprensiblemente enfervorizado tras esta inolvidable experiencia con
el “sonido Wiener Philharmoniker”…
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