España - Valencia
Manon y compañía
Rafael Díaz Gómez

Cuando, en
la presentación ante la prensa de esta Manon de Massenet con la que ha
arrancado la temporada regular en Les Arts, el tenor Charles Castronovo expresó
que esta es "una de las pocas óperas de su época en las que el hombre es
la víctima", quizás estaba pidiendo a gritos que su compañera de reparto,
Lisette Oropesa, le dejara para siempre con su Des Grieux en la cripta más
profunda de Saint Sulpice rumiando sus oraciones y su desdicha. Gran
profesional, la estadounidense no lo hizo (todo lo contrario: lo arrancó de las
manos de Dios de una forma irresistible).
Claro que
también se me puede alegar que la soprano soltó en la misma comparecencia que
el personaje de Manon es "una moderna Kim Kardashian que quiere llegar al
top". Quiero suponer que tal cosa la diría respecto a esta producción en
concreto. Pero, por si acaso, y sin más dilación, tendré que exclamar ¡pero qué
bien canta usted, señora Oropesa!
Una
representación operística, como tantos trabajos colectivos, es un delicado
juego de equilibrios que de forma siempre admirable se sostiene hasta el acorde
final. Tal engranaje se volvió a ajustar en la función a la que asistí (la
cuarta de una serie de cinco). Pero, entre todas, la pieza de Oropesa fue la
más determinante. Que sí, que Massenet se lo brindó, pero tampoco es que lo
pusiera precisamente fácil. Sin embargo, ella lo materializó con pasmosa
naturalidad.
Oropesa se
encuentra en plena forma. Se adaptó a todos los registros emocionales que
demanda el personaje (inocencia, frescura, picardía, deseo, duda, melancolía,
derroche, miedo, arrebato, orgullo, resignación, consunción...) con unos
poderosos medios vocales y notable presencia escénica. Segurísima en todos los
registros, homogénea, sutil y carnosa, determinante, matizada con exquisitez,
siempre oxigenada, su voz fue un lujo que cubrió todos los rincones de la sala
principal de Les Arts. En algún momento pensé que un bis estaba a punto de
caer. Estas cosas no se sabe bien por qué, a veces pasan y otras no (bueno, en
ocasiones sí que se sabe).
Sin ese
nivel de brillantez, el resto del elenco se desempeñó con resuelta dignidad. Charles
Castronovo comenzó con un canto velado, opacado, sin demasiada convicción.
Auguraba una sumisión retraída que no parecía hacerle muy merecedor de las
atenciones de Manon. No obstante, su implicación fue creciendo y, sin ser un
tenor de los de arrojo embriagador, cumplió con su parte, cosa que el público
le premió con abundancia de aplausos.
Mientras,
Carles Pachon fue un Lescaut bien resuelto técnicamente, pero algo frío en lo
expresivo. Con empaque solventó su parte de figura paterna James Creswell y con
sobrados recursos lo hizo Jorge Rodríguez-Norton encargándose del más que
desagradable Guillot de Morfortaine. Entre los roles comprimarios, muchas voces
del Centre de Perfeccionament, que cumplieron a un gran nivel.
El
coro y la orquesta nos tienen acostumbrados a la excelencia y no defraudaron
(por ejemplo, sólo un detalle, esos violonchelos, ¡cómo acariciaban!). James
Gaffigan al frente moldeó e insufló de carácter, de chispa y de color al tejido
orquestal, aunque también es cierto que, de haber podido, y para tratar de
darle al conjunto un aire más camerístico, yo habría accionado los mandos de
ese ecualizador imaginario que el mundo discográfico nos ha instalado más o
menos inconscientemente en el cerebro. Y es que Gaffigan, en su confesada
intención de "quitarle grasa" a la partitura, quizás hipertrofiara un
puntito su musculatura.
Por
fin, la puesta en escena estrenada en París, no sin problemas, en el año del
confinamiento, oscila entre lo impostado (y forzado) y lo funcional (y
atractivo). Es decir, Vincent
Huguet sale más airoso que triunfante de esa necesidad, al parecer difícil de
evitar, del "a ver qué me invento yo ahora".
Recurre al tópico de la supuesta felicidad de los años 20
para situar la acción y hace de Josephine Baker el modelo en el que se basará
Manon para lograr sus aspiraciones de goce vital. Vamos, como si la
protagonista de la novela del Abad Prévost, que esta sí que tocó tierra
americana en su exilio, hubiera vuelto a París casi dos siglos después
encarnada en una mujer afroamericana epítome de la libertad (libertad que al
menos sí se toma el regista para incluir un par de numeritos musicales de la
Baker entre actos).
Pero la idea no parece que tenga una continuidad bien
resuelta. O al menos yo no sé dónde queda el deseo de liberación de Manon a
través del mundo del espectáculo (de hecho, creo que la puesta funciona mejor
cuanto más se aleja de esa pretensión).
Me queda, sí, el ambiente algo mohoso, pese a lo imponente,
de Saint Sulpice (posiblemente el mejor cuadro de la producción), el colorido
(un poco a lo Moulin Rouge de Luhrmann) en el Hotel Transilvania o la
atmósfera parisina de la buhardilla del segundo acto. En fin, sea como fuere,
más por la forma que por el contenido, la versión se deja ver sin sobresaltos.
Total, que las casi cuatro horas en el teatro bien merecieron
la pena y hasta se hicieron cortas. Punto para Les Arts. Gracias a Manon... y a
los otros.
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