España - Canarias
El apartado musical fue otro cantar
José Amador Morales

Estrenada en 1845, Giovanna d’Arco supuso un desafío para Verdi, quien continuaba su profundización en la innovación del formato operístico en la plenitud de aquellos “años de galeras” como él mismo calificó a la etapa comprendida entre Nabucco y la trilogía popular (Rigoletto, Il trovatore y La traviata). La obra se estrenó en el Teatro La Scala de Milán y, aunque las críticas oficiales no fueron del todo positivas, tuvo un éxito considerable de público, permaneciendo en cartelera bastantes años y siendo representada en numerosos escenarios durante el siglo XIX. Después de cierto olvido, en 1951 fue recuperada en Italia de la mano de Gabrielle Santini y Renata Tebaldi y en los sesenta se presentó en Estados Unidos.
En las
últimas décadas, bien que no masivamente, ha ido reapareciendo aquí y allá casi
siempre de la mano de algún cantante de renombre, especialmente sopranos y
barítonos atraídos por sendos personajes de Giovanna y Giacomo, sin duda los
roles que ofrecen más sustancia musical: casos como el de la citada Tebaldi,
Carlo Bergonzi, Matteo Manuguerra, Katia Ricciarelli, Sherrill Milnes, Mignon
Dunn, June Anderson, Mariella Devia, Denia Mazzola, Stefania Bonfadelli, Ramón
Vargas Carlos Álvarez, Lucia Aliberti, Margaret Price, Renato Bruson, o más
recientemente Anna Netrebko, la diva del momento, que protagonizó la
vuelta de este título al Teatro alla Scala ciento setenta años después de su
estreno mundial.
En España,
el éxito inicial llevó a que Giovanna
d’Arco fuese representada tempranamente en el Teatro Real de Madrid en 1846
y en el Gran Teatro Liceu de Barcelona en 1847. En este último teatro, se
volvió a ofrecer en 1996, si bien en versión concierto y en el Palau de la
Música, ya que el edificio del Liceo como tal se hallaba en plena
reconstrucción tras el incendio de 1994. Desde entonces, en 2013 tuvieron lugar
unas representaciones bilbaínas de 2013 dentro del programa “Tutto Verdi” de la
ABAO y con motivo del bicentenario del nacimiento del compositor, tras las que
habría que citar las de 2019 en el Teatro Real, en versión concertante, que
tuvieron como aliciente la presencia de Plácido Domingo como Giacomo; un rol
que el cantante madrileño incorporó rápidamente tras mutar a la cuerda de
barítono, indudablemente atraído por el personaje (Domingo ya había
protagonizado en su juventud la importante grabación en estudio que hoy día
sigue siendo referencia absoluta de este título verdiano junto a Montserrat
Caballé, Sherrill Milnes y James Levine, entonces abordando como tenor el papel
de Carlo VII).
Si de una
parte, probablemente la heroicidad de la protagonista se aviene con mayor
naturalidad al público actual que al decimonónico, de otra tanto el desarrollo
de la trama escrita por Solera -no tanto su estructura formal ni su redacción-
como todo lo concerniente a la figura paternal y el triple salto mortal que
supone a un mínimo sentido común el de todo punto incomprensible repudio a la
propia hija (seguramente todo un ejercicio de autocensura ante lo que podría
suponer representar la historia real en la que la Iglesia acusaba y condenaba a
muerte a la futura santa), son peajes racionales que hoy día hay que pagar en
una representación de Giovanna d’Arco, por otra parte habituales en
otros libretos de la época (pensemos, si no, en Il trovatore por
ejemplo).
Sin embargo,
en términos generales el público actual tiene -o puede tener en mayor medida
que el pretérito- una mayor perspectiva de la obra de Verdi no sólo para
valorar con mayor objetividad la calidad per se de esta su séptima ópera
sino su aportación a las grandes obras que el genio de Busseto iba a ofrecer
posteriormente; no ya obviamente Attila o Macbeth, sino Luisa
Miller, Stiffelio y toda la trilogía popular.
Desde la
inspirada obertura, una de las mejores de Verdi y probablemente la más lograda
de sus años de galeras, los fastuosos coros, hasta los dúos y, sobre todo, la pulsión
dramática que contienen los personajes de Giovanna d’Arco o de su padre Giacomo,
son parte del reclamo que hoy por hoy nos ofrece esta ópera, cuyos mejores
momentos están a la altura del mejor Verdi.
Para estas
representaciones de Giovanna d’Arco, Auditorio de Tenerife ha acudido a
la producción que firmara David Livermore para la Ópera de Roma, que fue
presentada con la inclusión de un único intermedio de veinte minutos, lo cual facilitó
no poco la conexión con la obra y un mayor disfrute de sus virtudes por parte
del público. La propuesta del turinés naufraga por una estética exenta de
atractivo y el estatismo extremo de los personajes. Esto último se intenta
compensar con la proliferación de bailarines -ángeles negros y blancos,
incluido el doble o avatar de Giovanna- y las cambiantes videoproyecciones que,
de manera un tanto snob, se muestran durante toda la obra en el enorme óculo
que preside el escenario a manera de ojo de Mordor tolkieniano. Un escenario
formado por una negra estructura en espiral por la que puntualmente los
personajes recorren sin motivo aparente es el otro elemento destacable de esta
anodina producción.
Advertimos
con preocupación que la rara (o escasa) acústica del Auditorio de Tenerife
impide escuchar con una mínima claridad las voces de los cantantes que
abandonan los dos primeros metros de la boca del escenario adentrándose hacia
dentro.
Afortunadamente,
el apartado musical fue otro cantar, nunca mejor dicho. Y es que la dirección
de Lukasz Borowicz sorprendió sobremanera compensando la falta de movimiento
escénico con una lectura tremendamente ágil, vibrante, con tempi lógicos
y una intensidad orquestal de gran voltaje. Al mismo tiempo, el director polaco
logró acompañar a los cantantes sin desmerecer un sonido orquestal si no
especialmente brillante, sí compacto y maleable que le permitió insuflar una
conveniente tensión dramática en los momentos oportunos. A este respecto hay
que alabar la prestación de una extraordinaria Sinfónica de Tenerife en una
versión inolvidable por su parte. Algo igualmente extensible a un magnífico Coro
de Ópera Tenerife-Intermezzo: afinado, empastado y rotundo en su importante
cometido.
A nivel
vocal, el trío protagonista, nacional para más señas, brilló a un altísimo
nivel y se reveló ideal en cada uno de sus personajes. Fue el caso de una
Yolanda Auyanet a quien, tras el abordaje de Elisabettas, Bolenas, Normas o
Lucrezia en la última etapa de su carrera con las que ha ensanchado
notablemente su voz, vimos especialmente cómoda en una Giovanna que tiene mucho
de bel canto, pero en el que es fácil entrever los grandes hallazgos del primer
Verdi en cuanto a caracterización dramática (Odabella, Lady Macbeth, Amalia…). No
en vano, la soprano canaria obtuvo un importante éxito con esta Giovanna, a la
que dotó de su habitual musicalidad, fraseo de buen gusto y empuje canoro como
pudimos advertir en “Sempre all’alba ed alla sera”, por citar un ejemplo
significativo.
Algo que
también podemos aplicar al Giacomo de un Juan Jesús Rodríguez en estado de
gracia, quien hizo toda una creación de este padre verdiano que vocalmente
anuncia a tantos que crearía el genial compositor italiano. El onubense puso en
valor su timbre personal y atractivo, así como una rotundísima materia prima baritonal
a la que imprimió un fraseo señorial y noble con una entrega incuestionable.
Muy adecuado
nos pareció la elección de Airam Hernández para el personaje de Carlo VII, al
que aportó su grato timbre y refinada línea de canto, si bien resultó un tanto
distante en lo expresivo y sus carencias técnicas en la franja superior del
registro le llevaron a acusar cierta fatiga vocal en el último acto. Por su
parte, muy contundentes las excelentes voces tanto de Vazgen Gazaryan como
Talbot como de Gabriel Álvarez como Delil.
El público, generoso y agradecido -bien que sonoramente tosedor y ruidoso, todo hay que decirlo- aplaudió con entusiasmo durante la representación y en los saludos finales.
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