Obituario

En recuerdo de Su Graciosa Majestad

Raúl González Arévalo
jueves, 26 de julio de 2007
0,0003579 Hace días que vengo leyendo obituarios, necrológicas y artículos que recuerdan la vida de Beverly Sills, el nombre artístico escogido por esa formidable actriz-cantante (o viceversa, con ella lo mismo daba) nacida como Belle Silbermann. Todos mencionan la formación técnica con una única profesora, Estelle Liebling (discípula, para más señas, de Matilde Marchesi), el sólido matrimonio con Peter Greennough, las dificultades personales derivadas de tener dos hijos afectados de minusvalías, la prematura decadencia vocal tras superar un cáncer y la actividad ligada al mundo de la ópera más allá de la carrera como cantante, desde la presentación de su propio programa de televisión hasta la dirección de la New York City Opera. Son datos que encontrarán en otra parte más desarrollados, la verdad es que prefiero centrarme en su carrera artística a través de su legado fonográfico.

El instrumento


Beverly Sills es una cantante de talla histórica, no sólo porque sus propios compatriotas la nombraran “reina americana de la ópera” y le dedicaran una portada en la prestigiosa revista Time. Lo es por los resultados alcanzados con un material vocal que, de entrada, tendrían que haber restringido más su repertorio.

La voz de la Sills era pequeña, aspecto que se percibe incluso a través de los discos, cálida en un centro de no excesivo espesor vocal y brillante en el agudo. De hecho, la facilidad con la que manejaba este registro (llegaba al Fa5 sin dificultad) era una de las marcas de la casa; el otro era la coloratura. En los pasos de agilidad la soprano americana alcanzaba velocidades vertiginosas (‘Si ferite’ de L’assedio di Corinto es quizás la mejor prueba), las variaciones de las repeticiones eran siempre espectaculares, aunque no siempre estilísticamente adecuadas en su exhuberancia (‘Da tempeste’ del Giulio Cesare in Egitto, por ejemplo). El trino era peculiar en la rápida vibración de la voz.

Pero no sólo por técnica vocal destacaba Beverly Sills. Las crónicas hablan de una enorme presencia en el escenario, y aunque hay que lamentar la relativa escasez de registros videográficos publicados, muestras como el Roberto Devereux dan plena idea en este sentido. Privados de la imagen, lo que se desprende de los discos es una maestría en el dominio insuperable del fraseo, en italiano como en francés, combinados con una capacidad para regular la voz entre pianissimo y fortissimo realmente destacada. Su ‘Dite alla giovine’ de La traviata o ‘Robert, toi que j’aime’ de Robert le diable destacan por derecho propio entre los retratos más acabados que una soprano puede ofrecer, por citar sólo dos de los múltiples ejemplos que podría traer a colación.

Un repertorio inmenso


A pesar de su voz ligera, Beverly Sills abarcó un enorme repertorio que iba desde el Barroco (Händel: Giulio Cesare y Semele) hasta la ópera contemporánea (Douglas Moore: The balad of Baby Doe), pasando por el Clasicismo (Mozart: El rapto en el serrallo, Don Giovanni, La Flauta Mágica) y Verdi (Rigoletto, La traviata). Algunos fragmentos sueltos se encuentran en el antológico Sillsiana, el doble cd de gala con muchas piezas que no grabó comercialmente (procedentes de Semele, El rapto en el serrallo, La flauta mágica, L’elisir d’amore, Ernani, Dinorah, Roméo et Juliette o Lucrezia Borgia). Si tuviera que recomendar sólo dos registros de esta parte no lo dudaría: la ‘Cleopatra’ händeliana que la lanzó a la fama en la nada filológica grabación para RCA (1967) bajo la dirección de Rudel por su asombrosa combinación de agilidad espectacular y patetismo; y la ‘Violetta’ verdiana para EMI (1971) con Ceccato, asombrosa por la infinidad de matices aportados al papel e injustamente ensombrecida por otras grandes más adecuadas vocalmente. Sin embargo, si hubo dos terrenos en los que alcanzó cotas que señalaron un antes y un después son, sin duda, el bel canto y el repertorio francés.

El bel canto: Rossini y Bellini

La ‘Rosina’ del Il barbiere di Siviglia no deja de ser una curiosidad tardía (EMI, 1974-5 ¿por qué diablos no se habrá incluido el aria alternativa para soprano en el segundo acto al pasar a cd?) al lado de ese tour de force que es L’assedio di Corinto. La grabación en vivo desde la Scala (Opera d’oro, 1969) presenta diferencias de edición respecto a la grabación en estudio (EMI, 1974) y ninguna es en absoluto filológica (no sólo porque ambas las cante en italiano, hay material apócrifo como la cabaletta de Costa, e inserciones caprichosas como ‘Si ferite’, procedente del Maometto II). Mejor por condiciones vocales la primera, en ambas ocasiones está acompañada (otra decisión discutible filológicamente) estupendamente por Marilyn Horne y Shirley Verrett, soberbias cada una a su manera. Marcó y aún marca época.

Con Bellini los resultados fueron un tanto alternos: ‘Giulietta’ de I Capuleti e i Montecchi la grabó un poco tarde (EMI, 1976); ‘Elvira’ de I puritani di Scozia (DG, 1973) tiene momentos muy buenos, pero la caracterización, curiosamente, resulta menos conseguida de lo esperado (¿quizás porque, como confesó, le aburría?). Norma (1973) se salía a todas luces de sus posibilidades vocales (seguro que hubiera sido más interesante escucharla como ‘Adalgisa’ junto a la sacerdotisa de Shirley Verrett y no al revés) pese a que en su autobiografía confiesa que es una parte “no excesivamente difícil, muchas de cuyas palabras me han hecho reir”. Basta escuchar el vinilo para no sorprenderse de que en vida haya vetado la publicación en cd, pese a que los aficionados y admiradores lo esperan como agua de mayo.

El bel canto: Donizetti

Es con Donizetti con quien, sin duda ninguna, alcanzó algunas de las caracterizaciones cúlmenes de su carrera y de la historia del disco. Prescindiendo de la desgastada ‘Norina’ de Don Pasquale, en la que lo más interesante es el ‘Ernesto’ de Alfredo Kraus (EMI, 1978), e incluso pasando por alto Anna Bolena (DG 1972), la menos conseguida vocalmente -no en la composición del personaje- de las tres reinas Tudor, hay discos de obligado conocimiento: la sufrida Maria Stuarda (DG, 1971) pasa del vulgar efectismo de ‘Figlia impura di Bolena’ a una ‘Quando di luce rosea’ y una escena final antológicas, prácticamente sin rival en la discografía, si exceptuamos a su gran competidora en este terreno, Joan Sutherland, que resuelve los personajes de manera más abstracta y con un fraseo menos incisivo.

Vocalmente más arriesgada era la ‘Elisabetta’ de Roberto Devereux (DG 1969), que resuelve con una garra inaudita, en la línea de Leyla Gencer (‘Un lampo, un lampo orribile’). Pero también hay sitio para mucho más: la lentitud de ‘L’amor suo mi fe beata’ pone de manifiesto un legato excepcional; todo ello lo combina en el excelente terceto del segundo acto, con una variedad de acentos magnífica, Su Graciosa Majestad en carne y hueso. En mi humilde opinión, es la mejor opción, con y sin el permiso de la Gencer y la Caballé. La grabación en vivo con Plácido Domingo (MELODRAM, 1970) y el vídeo (VAI, 1975) no dejan de ser curiosidades, en las que respecto a la edición de estudio se resiente sobre todo la dirección.

La tercera grabación a la que no se puede renunciar es Lucia di Lammermoor (DG, 1970), con un reparto de campanillas (Schippers dirigiendo también a Bergonzi y Cappuccilli) y la curiosidad de que se recurrió a la armónica de cristal, que no llegó a ser usada en el estreno, como pretendía Donizetti. Aquí se impone (como antes) gracias al acento cuidado, que profundiza en la fragilidad psicológica del personaje, combinado con un dominio del canto y la agilidad llevados a una expresividad extremas: el aria de la locura es el ejemplo más alto. Sin duda alguna, otra de las grandes grabaciones de la historia del disco.

Vive la France!


‘Pamira’, ‘Elisabetta’, ‘Lucia’ y ‘Cleopatra’ encuentran en Manon (EMI, 1970) la última perla que decora la corona que impone a Beverly Sills entre las cantantes históricas del siglo XX. Al prepararla con Rosa Ponselle hizo muy bien en discrepar de su visión verista. Beverly Sills es la ‘Manon’ soñada por la variedad de colores y la luminosidad del canto. La evolución psicológica que traza, desde la salida del convento hasta el final, es admirable y creíble, resulta frívola y caprichosa en la escena de Cours-la Reine y arrepentida en la de Saint-Sulpice, por nombrar sólo dos. Y para qué hablar del resto del platel y de la dirección, insuperables.

Para finalizar, no quiero dejar de nombrar dos grabaciones que, de haberse realizado antes, figurarían al lado de las anteriores: Thaïs (EMI 1976) la estudió con Mary Garden. Pese a la emisión oscilante, el vibrato ancho y las frases calantes, consigue construir un personaje a través del fraseo y la penetración psicológica que le son propias. En peores condiciones vocales aún estaba al grabar Louise (EMI 1977), pero nadie que la haya escuchado podrá olvidar la emocionante escena final, cuando consigue liberarse de la tiranía de unos padres opresores, la rabia al gritar “Paris!” Y es que, quien tuvo, retuvo.

Donde quiera que estés, gracias por tantas y tantas horas de pura emoción, por el virtuosismo tanto como por la caracterización. Y las que quedan.
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