España - Valencia

Vibraciones y emociones

Julián Carrillo
lunes, 20 de septiembre de 2010
José Antonio López © joseantoniolopez.net José Antonio López © joseantoniolopez.net
Alicante, jueves, 16 de septiembre de 2010. Teatro Principal. Josep Puchades, viola. José Antonio López, barítono. Joven Orquestra de la Comunitat Valenciana. Manuel Galduf, director. Programa: Voro García, El rayo que no cesa (memoria de ausencias); Sordas insignias de la sombra; Hijo de la luz y de la sombra. 26 Festival de Música de Alicante
0,0002303 El concierto inaugural de la vigésima sexta edición del Festival de música de Alicante, en esta edición dedicada a homenajear al poeta Miguel Hernández (Orihuela, 1910; Alicante 1942) en el centenario de su nacimiento, tuvo un aire de reafirmación de sus raíces en esta tierra que lo acoge. El programa, un monográfico de autor valenciano, Voro García (Sueca, Valencia, 1970), con obras inspiradas por el poeta y a él dedicadas, e intérpretes de la comunidad como la Joven Orquestra de la Generalitat (entre 1991 y 1998, de la Comunitat) Valenciana), dirigida por Manuel Galduf, el violista Josep Puchades y José Antonio López como solistas.

Abrió programa El rayo que no cesa (memoria de ausencias). Se trata de un obra para tres percusionistas con la que el autor dice buscar un paralelismo sonoro “con la sutileza sonora con la que trabaja la palabra (la luz, la sombra, la memoria) para su posible interrelación en la organización de mi discurso sonoro”, así como una “organización espacio-temporal relacionada con sus artificios retóricos (anáfora y epanadiplosis)”. Efectivamente, multiplicando los instrumentos para los tres intérpretes, El rayo que no cesa usa de ecos y breves repeticiones apenas sugeridas como base de su desarrollo. Pero el mayor protagonismo de su sonoridad lo tienen, a mi juicio, las resonancias: desde la sutileza de las logradas con el uso del arco sobre instrumentos de láminas a la potencia de las producidas en parches y tam-tam, pasando por el resto de instrumentos, incluidos muelles.

En Sordas insignias de la sombra, García plantea un juego de luces y sombras sonoras con el continuo surgir y desaparecer de la viola solista desde y hasta el fondo del cúmulo acústico orquestal. La obra comienza con la creación de un ambiente inquietante por parte de la orquesta del que parece querer huir la viola para proclamar un discurso que reclama ser no sólo escuchado por el auditorio sino, muy especialmente, influir en el de la orquesta. Ésta parece rebelarse con sonoridades percusivas y chirriantes, en un contraste con la viola que aproximadamente en la parte central de la obra parece caminar hacia una avenencia entre orquesta y viola solista. Sordas insignias de las sombras, que es obra de difícil escucha para el gran público por la ausencia de un lucimiento virtuosístico en el solista y en la orquesta, transmite correctamente todas sus tensiones sonoras, más cercanas a una cierta emoción intelectual que a la sensorial. Puchades desarrolló un gran trabajo de arco, con un amplísimo despliegue de timbres y gradaciones dinámicas, siendo en todo momento bien secundado por Galduf y la orquesta.


Momento de la interpretación de Sordas insignias de las sombras
Fotografía © 2010 by Xavi Miró

Y la emoción llegó

Fue en Hijo de la luz y de la sombra. Y lo hizo con toda la reciedumbre de la poesía de Hernández, para saltar con fuerza de las partituras a los instrumentos y del escenario al patio de butacas. En esta obra para barítono y orquesta, García no usa ni un verso del poema homónimo de Hernández, que él considera “símbolo y síntesis de toda la poesía amorosa” del poeta oriolano.

La verdad es que la intención del compositor de “construir un discurso sonoro a través de la deconstrucción del de Miguel Hernández”, así de entrada, asustaba bastante por el abuso que se ha hecho del término y de ciertas técnicas que este describe. Pero el fortissimo inicial de la percusión, los armónicos sobreagudos de los violines y el sonido de los metales y los posteriores pizzicatti de las cuerdas crearon un ambiente sonoro lleno un dramatismo sincero, casi descriptivo, que liberó mi oído de temores que probablemente tenían más raíz mediático-culinaria que musical.

A partir de entonces sólo fue necesario dejarse llevar por la fuerza: la de la palabra, deshecha en sonidos formados por vibraciones dolientes; la de los sonidos, hechos música compuesta por notas como puñales; la de la música, hecha verbo pintado de duelo y de sangre.

El mayor responsable de tanta transformación fue José Antonio López: un barítono cuya gran técnica le permite emitir unos susurros con tal proyección que llegan al último rincón de la sala, emitir unas consonantes nasales que resuenan en la cabeza de quien las oye, o hacer que su voz transite por los terribles cambios y saltos entre registros que demanda la partitura, con esa falsa facilidad que sólo superar las dificultad a base de mucho trabajo bien hecho. Pero, ante todo, capaz de expresar en cada canto, grito, susurro o parlato toda la emoción de una partitura que hunde la áspera gasa de sus notas en las atroces heridas expresivas de la poesía de Hernández.

Manuel Galduf llevó a buen puerto el trabajo de la orquesta, con un buen empaste de sonido en tuttis y por secciones, logrando una buena precisión y encontrando el cabal punto de expresión de cada momento de la obra.
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