Argentina
Scherbakov: un pianista descomunal
Carlos Singer
La primera parte, por el contrario, me resultó algo menos atractiva. Comenzando por la obra con la que abrió su actuación, ese ampuloso y bastante estentóreo arreglo que hizo Ferruccio Busoni (¡qué diferencia con la exquisita sobriedad de Brahms!) de la 'Chacona' que Bach incluye en la Partita N° 2 para violín solo, que hace que la página parezca una de esas densas y abigarradas partituras para órgano a las que asimismo gustó transcribir. Scherbakov la tradujo con adecuada elocuencia, vigor y enorme claridad expositiva, sorteando sin aparente esfuerzo sus arduas -y en la mayoría de los casos, innecesarias- complicaciones.
En las tres sonatas de Domenico Scarlatti con las que prosiguió el programa encontré tiempos bien escogidos y gran claridad para exponerlas, aunque con una visión sumamente pianística -empleo, aunque parco, del pedal, más algún rubato así como un fraseo de neto corte romántico- bien alejada de cualquier atisbo de historicidad. Fueron interpretaciones muy correctas, aunque en lo personal yo prefiero siempre un enfoque mucho más cercano a su origen clavecinístico.
La primera parte se cerró con el Andante spianato y Gran Polonesa Brillante de Chopin, un añadido de último momento al programa que no incluía ninguna obra del músico al que está consagrado el Festival. Aquí ya pudimos comprobar que nos encontrábamos ante un pianista de real fuste. Atacó la sección inicial a una velocidad bastante más rápida de lo acostumbrado (al punto que más que ‘Andante’ yo lo llamaría un ‘Allegretto spianato’) pero bien cantada, con una línea melódica en un plano sonoro mucho más destacado que el acompañamiento así como florituras y giros perfectamente delineados. La Polonesa, vertida con gran prestancia y apabullante seguridad, resultó de un poderío dinámico y una contundencia llamativos.
El piano empleado, que nunca me ha parecido especialmente bueno, sonó en las manos de este virtuoso con un brillo y una potencia singular -mucho mayor a la que lograron extraerle quienes le antecedieron- a la vez que con bastante más limpieza de texturas y matices, aunque en el extremo agudo, que en este tipo de programa se vio más empleado de lo habitual, se escuchara metálico y desprovisto de armónicos. Si bien es inevitable que las condiciones acústicas del ámbito -muy reverberante- conspiren un poco contra el resultado final porque tienden a emborronar el mensaje sonoro, la enorme fuerza del pianista y su relativamente conspicuo empleo del pedal derecho ayudaron bastante para que las cosas discurrieran por el mejor camino posible.
La segunda parte del concierto pareció el muestrario de una temporada lírica, abarcando páginas de autores de cuatro diferentes procedencias: Rusia, Alemania, Italia y Francia, todos volcados al teclado con la exuberancia habitual de Liszt. La imponente pujanza y el poderoso impulso rítmico de la célebre Polonesa de Eugene Onegin, aunados a la expresividad y cariño con que expuso las partes centrales, encontraron en Scherbakov un traductor muy elocuente, que de inmediato encaró con enorme hondura y claro conocimiento del estilo y lenguajes wagnerianos el excelso fragmento final de Tristan e Isolda, un momento del recital en el que, además de sus virtudes técnicas, el pianista pudo lucir una gran musicalidad.
La Paráfrasis de concierto sobre Rigoletto, basada primordialmente en ese notable pasaje que es el cuarteto ‘Bella figlia dell’amore’ es una partitura famosa por las dificultades que presenta, las cuales parecieron no ser tales para Konstantin, que las despachó con una limpidez, seguridad, clara diferenciación de planos -que permitieron seguir los motivos melódicos de las distintas voces como si uno las tuviese presentes- así como inusitada potencia.
Como cierre de este espléndido concierto, Scherbakov volvió a poner en evidencia sus enormes atributos técnicos con una brillante recreación del Vals de la ópera Fausto de Gounod, una vez más una palmaria muestra de su habilidad mecánica pero al mismo tiempo de su gran sapiencia para equilibrar las heterogéneas líneas melódicas que Liszt combina con su reconocida destreza.
El público, que lo había aplaudido calurosamente después de la mayoría de sus intervenciones, lo premió al concluir el programa con una cerrada ovación -con buena parte de la asistencia de pie- lo cual el visitante agradeció con dos extras poco usuales: primero un Preludio de Anatoli Liadov (creo que el Opus 11 N° 1 en si menor) sereno y muy cantable, un verdadero remanso de paz luego de tanta demostración de virtuosismo para luego apabullarnos literalmente con una ejecución de extrema pulcritud del ‘Perpetuum mobile’ del Rondó final de la Sonata N° 1 en Do Mayor opus 24 de Carl María von Weber, llevado a una velocidad inusitada, de real vértigo. Un magnífico cierre del Festival.
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