España - Madrid
Un loco sublime
Jorge Binaghi

De puntillas pasó este Massenet tardío y particularmente magnífico en los tres últimos actos, en la medida en que lo que puede haber de ‘folclorismo’ español a la francesa va dejando paso a la profundidad y serenidad meditativo del maduro caballero. Lo risueño lo es apenas, el color local puede aparecer a veces ajado y muchas ingenuo, pero Massenet -le pese a quienes les pese- sigue siendo un puntal del repertorio francés (y si me apuran, del no francés también). Justamente por no haberlo puesto en escena luce más. Y si bien Piollet empezó como si de Wagner o un vigoroso Verdi se tratara haciendo temer lo peor, al poco tiempo (menos de un cuadro) recondujo, recogió, midió y acompañado por un excelente coro (también un tanto exasperado en las ocasiones ‘fuertes’) y orquesta dio buena cuenta de la partitura sorteando los escollos del color local y el sentimentalismo que, sí, están. Pero no olvidemos que se escribió el protagonista para un Chaliapin al final de su inmenso periplo artístico.
Los cantantes secundarios cumplieron decorosamente, unos más que otros, y en absoluto hay que resaltar el ‘Juan’ de Padullés. Los roles principales son tres. A ‘Sancho’, por si no quedaba claro, le confía un final de acto (el penúltimo) que es un bocado para cualquier barítono. Chama conoce el papel, lo interpreta y dice bien, aunque la voz esté opaca y por momentos deslucida.
Furlanetto tiene aquí un papel a la medida de sus posibilidades actuales, y salvo algunos agudos muy tensos y fijos en los primeros actos, a partir de la escena de los molinos de viento hizo una creación, particularmente notable en el encuentro con los bandidos, en la despedida desilusionada de Dulcinea y en la muerte del final. Fantásticos su articulación y el sentido que supo encontrar para cada frase. Notable protagonista.
‘Un fou sublime’ son las últimas palabras que en escena pronuncia la dama del Toboso, aquí una démi-mondaine más que una Aldonza Lorenzo. Cómo lo dijo, vestida de largo y con una mirada memorable, la Antonacci. Que había empezado bien con su ‘¡Alza!¡Anda!’ y seguido mejor con sus couplets cuyo estribillo regresa al final, desde lejos, para acompañar al de la Triste Figura en su momento de despedida de la tierra. El color cobrizo del timbre, la excelencia del francés, el sentido del matiz, el estilo y el canto de Antonacci hacen de sus apariciones una auténtica fuente de placer y, más, de iluminación a fondo de las partituras que recrea. Como no es una diva al uso, no desplaza millones (de dólares o euros) ni hace acudir a las masas a parques y conciertos gigantescos, no está forzada por ninguna etiqueta ni por publicidad alguna, y el resultado es, una vez más, que para encontrar quien compita con su interpretación -desde otros ángulos- hay que remontarse a Berganza o Crespin. Es una lástima que no abunden las artistas como ella, pero en realidad nunca han abundado.
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