España - Cataluña
¿Ópera sostenible?
Jorge Binaghi

Al parecer estamos ante una especie de ‘Rimski renaissance’. Hace ocho años vi por última (y segunda) vez su penúltima ópera y aparte de haberme perdido la primera presentación de esta producción en Amsterdam parece que pronto se la va a ver en Milán y París. No sé si las grandes bondades de este espectáculo (lo mejor que le he visto, de lejos, a Cherniakov) me harán volver en esas ocasiones, suponiendo que pueda. En mi nota anterior sobre el espectáculo de entonces de Cagliari (un teatro que es hoy menos que la sombra de lo que fue) había dicho algunas cosas que no repetiré y otras que me permitiré citar: “Entre que es larga, difícil, que el libreto no es muy dramático que digamos y que por momentos los diminutivos son un tanto excesivos para los gustos de hoy, sólo le faltaba ser tildada del ‘Parsifal a la rusa' para mantener distante al personal […]. Si es cierto que Rimski cita a Wagner aquí y allá, las cosas acaban ahí. El panteísmo (a la manera en que se concebía a finales de siglo XIX y principios del XX), la ingenuidad, la bondad, incluso la maldad o la traición no tienen nada que ver con la obra de Wagner y sí con la tradición rusa, la fábula, la magia y un cristianismo ‘ingenuo’ que fácilmente coexiste con cultos paganos como el de la madre tierra. Lo mejor del libreto es la fusión de dos leyendas independientes en una sola. Pero es cierto que el primer acto casi no tiene acción y lo mismo ocurre en el cuarto”.
Todo esto me sigue pareciendo cierto, pero en Barcelona sucede que gracias en parte a las ‘similitudes’ con el ‘festival sagrado’ de Wagner hizo furor desde 1926 (se dio todos los años, menos uno, hasta 1936 y luego fue espaciando -1947, 1950, 1954, 1969- hasta esta ocasión, con un total de 48 representaciones). Los motivos de este ‘descenso’ en la ‘popularidad’ pueden ser variados y no es lugar este para discutirlo, aunque pienso que, pese a las excelencias del espectáculo actual, será difícil, si no imposible, volver a verlo muy pronto.
Cherniakov suele explicar por escrito y en dos lenguas (una el inglés) lo que se propone o cómo ve el argumento de las óperas que trabajan. Ha manifestado reiteradamente su predilección por ésta y ya ha hecho dos producciones diferentes (ésta es la última). Que el público aplauda ante el espectáculo de la campiña desolada pese a las espigas y la cabaña humilde de la protagonista al levantarse el telón, o vuelva a hacerlo ante los siniestros troncos del bosque con que comienza el último acto no sólo dan una idea de la calidad del trabajo como escenógrafo sino de este mito no sólo fuera del tiempo o antes del tiempo histórico, sino, como lo dice claramente en su primer texto, cuando el tiempo se ha acabado o se está por acabar.
Esto es lo que queda después de la barbarie humana (y a eso vuelve a referirse el texto y esa especie de feria/bar que se niega a oír las canciones y ruidos amenazadores que llegan cada vez más cerca en el segundo acto). Aunque no se acabe de entender por qué uno de los ‘bárbaros’ (tártaros) en medio de la locura que se apodera de ellos en el tercer acto circule desnudo o qué se esconde detrás de la adicción al cigarrillo del pájaro que anuncia la muerte (Alkonost) estos son sólo detalles dentro de una concepción que logra incluso hacer teatro de la larga escena del primer acto en que Fevronia se ocupa de sus pobres (animales o no) o de la aún más larga del cuarto en el que todos beben, comen y se reconcilian y parecemos llegar al ‘final feliz’ en el más allá (tras el banquete celestial de los justos, la boda mística), pero el hecho es que Fevronia parece haber sufrido una alucinación y termina muriendo sola y en la oscuridad –la misma que se ha tragado poco antes al borracho-Judas, traidor de todo y todos y de sí mismo, irredento porque ‘todavía no es su hora’ (como probablemente no sea la de nadie).
Momento de la representación de 'La invisible ciudad de Kitezh y la doncella Fevronia' de N. Rimski-Korsakov. Dirección musical, Josep Pons. Dirección escénica, Dimitri Cherniakov. Barcelona, Teatro del Liceu, abril-mayo de 2014
© A. Bofill/Teatro del Liceu, 2014
La mayor proeza, sin embargo, es el primer cuadro del tercer acto, en la Kitezh ‘grande’, la capital, la que se vuelve invisible para no caer en manos infieles: una inmensa sala entre hospital improvisado y aula en la que la gran aria de Iuri y los cantos casi rituales del coro quedan provistos de una tensión dramática extraordinaria (pocas veces he visto que apagar físicamente las luces del escenario -que es lo que hace Iuri al final de la escena y antes del interludio- alcance tanto significado y provoque semejante estremecimiento).
Momento de la representación de 'La invisible ciudad de Kitezh y la doncella Fevronia' de N. Rimski-Korsakov. Dirección musical, Josep Pons. Dirección escénica, Dimitri Cherniakov. Barcelona, Teatro del Liceu, abril-mayo de 2014
© A. Bofill/Teatro del Liceu, 2014
Obra dificilísima también desde el punto de vista musical, aunque haya reservas sobre algunos de los cantantes, es sabido que es mejor en esta clase de producciones trabajar con quienes las conocen sobradamente o quienes están dispuestos a extenuantes ensayos. Pero donde la música se hace dueña y señora es en el coro y la orquesta. El primero, para el que se ha contado con el refuerzo de ‘Intermezzo- Coros a la carta’, ha permitido constatar definitivamente el alto grado de perfección que el conjunto liceísta ha alcanzado bajo la dirección del maestro Basso (le queda aún algún espectáculo antes de partir para París, pero esta ha sido una prueba mayúscula suya, definitiva, por las dificultades de todo tipo -empezando por el idioma y siguiendo porque también se les pide actuar y mucho). La orquesta ha permitido asimismo constatar los progresos que ha logrado Pons en una obra que es poco habitual, larga y que ha conseguido, no sólo en el famoso interludio o en las dichosas campanas que tan bien se le daban a Rimski, llevar a buen puerto y con calidad sonora entre apreciable y francamente buena. Si a veces alguna voz ha quedado ahogada no creo que el motivo haya sido la concertación, que no se ha centrado sólo en el foso orquestal.
Lo mejor en lo vocal ha provenido de las voces graves y más veteranas (que a veces han mostrado algún rastro de esa veteranía, sólo para hacer apreciar más sus capacidades técnicas). Halfvarson estuvo estupendo en su Iuri (y no sólo en el aria del tercer acto sino en todo lo que tuvo que cantar e interpretar), y lo mismo, en un rol mucho más corto pero también exigente, Bezzubenkov que (tarde pero seguro) se presentaba así en el Liceu, como la mayoría de sus colegas. Ognovenko hacía un caudillo tártaro tan elegante como viscoso y repentinamente violento. Tsymbaliuk, su par, demostraba tener una voz lozana con tendencia a algunas notas fijas en el agudo. Nekrasova fue la más notable de las intérpretes femeninas e hizo lamentar que su parte fuera corta. Muy buenos fueron los ‘secundarios’ interpretados por Josep Fadó, Álex Sanmartí, Albert Casals y Xavier Mendoza (Fadó, en particular, resultó destacable: es un tenor de canto valiente, como se ha notado en más de un papel).
Momento de la representación de 'La invisible ciudad de Kitezh y la doncella Fevronia' de N. Rimski-Korsakov. Dirección musical, Josep Pons. Dirección escénica, Dimitri Cherniakov. Barcelona, Teatro del Liceu, abril-mayo de 2014
© A. Bofill/Teatro del Liceu, 2014
Tiliakos sigue ofreciendo una voz baritonal interesante, pero es cierto que en su Fiódor reapareció su tendencia a abrir los registros. Aksenov fue un buen príncipe heredero: la voz es bella e importante, pero no sólo a veces la fuerza sin necesidad en el agudo, sino que en otros momentos no se libera lo suficiente. Golovnin compuso un buen Grixka, el personaje probablemente más difícil y de más facetas de toda la obra: pese al repertorio que aparece en su biografía suena como un tenor de carácter de importancia cuando la parte pide un spinto (varias de las notas del cuarto acto, por ejemplo, no hicieron ningún efecto porque casi no se oyeron; no suelo hacer comparaciones por ser desagradables, pero sólo para dar una idea de lo que quiero decir cuando Gergiev llevó la obra en gira, como en la grabación, dio la parte a Galouzin y el impacto era muy otro). No se entiende por qué para el pájaro de la felicidad (Sirin) se escogió a Yudina, cuyos agudos fueron un verdadero suplicio. Las voces de Gortsevskaya e Ignatovich son importantes ciertamente, aunque el ‘típico’ vibrato de las voces eslavas pueda resultar problemático en algunos pasajes, incluso en estas partes, y sobre todo porque en el paso al agudo hay siempre estridencias y asperezas comprensibles en el caso de Fevronia por lo agotador y largo de la parte (lo mejor, como suele suceder, estuvo en el lamento por el prometido muerto en el tercer acto). El público, numeroso y poco proclive a ir desapareciendo a medida que pasaba la representación como en otras ocasiones, saludó a todos con grandes aplausos.
El título de esta reseña utiliza una expresión muy en boga en estos días en el Liceu y círculos afines. Probablemente con criterios puramente de taquilla este sea el ejemplo contrario de una ópera sostenible. Pero si lo que significa esta frase (que hace recordar a los peores eufemismos de la Unión Europea) equivale a hablar de un espectáculo más o menos bueno, más o menos rutinario y mayoritariamente frecuentado sobre la base de títulos conocidos (merecidamente, pero sólo si se los da con todas las garantías, lo que los vuelve también caros) habrá que recordar que la ópera ha sido tradicionalmente deficitaria incluso cuando dependía o depende de mecenas privados. Y probablemente con criterios estrictamente económicos Monteverdi no habría podido componer o presentar ninguna ópera. Tampoco Berg. Tampoco Janacek. Tampoco Britten. Tampoco Verdi. Tampoco Wagner. Y no hablemos ya de los rusos o franceses…
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