Discos
50 novias para 50 hermanos
Raúl González Arévalo
Antonio Salieri se está reivindicando como compositor con cada nueva grabación que sale al mercado. Ciertamente la calidad de algunas (Axur, re d’Ormuz) le hacen flaco favor; otras (algunos Falstaff) no carecen de interés. Pero cuando por medio hay un trabajo serio de recuperación de sus obras y un director de la talla de Rousset, especialista en reivindicar grandes obras olvidadas, el italiano está resultando una apuesta más que segura. Ya ocurrió con La grotta di Trofonio -no por casualidad recuperada por el director galo- y ocurre de nuevo con estas Les Danaïdes, que mucho más que la mordaz Tarare posterior, revela la capacidad del compositor no sólo para componer una obra digna, sino una auténtica obra maestra del género, en este caso la tragédie lyrique francesa, que rezuma personalidad propia por todos lados.
Efectivamente, uno de los prejuicios habituales sobre Salieri es que, además de ser un compositor de segunda fila -¡él, que obtuvo reconocimiento en toda Europa!– en sus momentos más inspirados no pasa de ser una pálida sombra de Mozart. Por esa regla de tres, la historia que hay detrás de la composición de estas Danaïdes le convertiría en un imitador de Gluck. Su viejo maestro le pidió que asumiera la composición del nuevo encargo en París, que sin embargo presentó como propia para proteger a su pupilo de las veleidades del público parisino. Sólo después de confirmado el éxito de la obra escribió al Journal de Paris para revelar que el verdadero autor de la nueva ópera era Salieri.
Cualquiera que conozca las tragédies lyriques de Gluck sabría inmediatamente que la música no es suya. El dúo de los protagonistas que cierra el primer acto tiene una línea melódica muy italiana, aunque se adecúe a la situación dramática. Los coros, trágicos, grandiosos, apuntan con fuerza al clasicismo de Idomeneo de Mozart, obra que también bebe de los logros dramático-musicales de Gluck. Pero si las tragédies del alemán culminan la evolución de una línea netamente francesa que se remonta a Lully y Rameau, este Salieri funde a la perfección el Clasicismo vienés con el estilo galo, conjugando la cantabilidad italiana en las arias -algo a lo que renunció Sacchini en su Renaud, por ejemplo, por citar la otra grabación maestra de Rousset con Ediciones Singulares- con recitados trágicos. En este sentido, estas Danaïdes de Salieri son un precursor claro del eclecticismo europeo que alcanzó con Meyerbeer -otro gigante caído en desgracia- su máximo exponente medio siglo más tarde.
La trama se adaptaba perfectamente a los temas mitológicos frecuentados en la Académie Royale, centrada en el matrimonio de las cincuenta hijas de Dánao con los cincuenta hijos de Egipto para poner fin a la guerra que enfrenta a ambos hermanos. La tragedia se desata cuando Dánao ordena a sus hijas que asesinen a sus maridos la noche de bodas durante la celebración para consumar su venganza. Todas obedecen menos la primogénita, Hipermnestra, que salva a su marido Linceo. Como puntilla, no hay final feliz.
Christophe Rousset está inmenso, como acostumbra. La tragédie lyrique no tiene secretos para él, capaz no sólo de poner en valor los puntos fuertes de la obra, sino incluso de hacerla mejor de lo que es. Antes he dicho que cualquiera que conozca las óperas francesas de Gluck reconocerá inmediatamente que la obra no es suya. De la misma manera, no hay melodías inolvidables, y el mejor Salieri brilla muy alto, pero por debajo del mejor Gluck. Con todo, el ritmo dramático de la obra, la tensión de su desarrollo, son magníficos, acentuados por una dirección siempre teatral, sostenida por un coro y una orquesta realmente soberbios. Había grabaciones anteriores de estas Danaïdes, desde la primera de Gianlugi Gelmetti (Emi 1992) con Margaret Marshall y Raúl Giménez estupendos pero menos idiomáticos de lo deseado, hasta la anterior en el tiempo y posterior en publicación con Montserrat Caballé como gran reclamo (Dynamic 1983), aunque nunca haya sido una tragedienne nata. El renacimiento silencioso del compositor y la obra lo confirma una tercera grabación que no conozco en Oehms Classics. Pero dudo de que iguale esta de Ediciones Singulares, referencia absoluta a mi entender.
Judith van Wanroij está fantástica en un papel de enormes exigencias dramáticas, en el canto y en el recitado, con los momentos más comprometidos de toda la partitura. No hay que evocar ningún gran nombre del pasado -apenas, permítanme, la inalcanzable Crespin- pues las condiciones vocales son extraordinarias por pujanza, capacidad de penetración en los agudos, espesor vocal en el centro, claridad de dicción y fraseo. Para muestra la escena del cuarto acto, una sucesión de recitativo, arioso y aria, una serie alterna de momentos dramáticos realmente duros. A su lado el Linceo de Philippe Talbot responde igualmente con medios sobrados para la parte, que no se corresponde exactamente con el agudo haut-contre de Rameau y Gluck. Como Dánao, Tassis Christoyannis resulta menos atractivo, es un barítono claro de voz áspera, aunque refleja bien el carácter brusco e inflexible y las ansias de venganza del personaje.
¿Para cuándo Les Horaces?
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