Discos

Un Henze para perdurar

Paco Yáñez
lunes, 25 de enero de 2016
Hans Werner Henze: 10 Sinfonías. Rundfunkchor Berlin. Rundfunk-Sinfonieorchester Berlin. Marek Janowski, director. Stefan Lang, productor. Thomas Monnerjahn y Henri Thaon, ingenieros de sonido. Cinco CDs DDD de 297:12 minutos de duración grabados en la Philharmonie, en la Jesus-Christus-Kirche y en la Haus des Rundfunks de Berlín (Alemania), en noviembre de 2006, febrero de 2007, noviembre de 2008, enero y septiembre de 2010, junio y agosto de 2012, y junio de 2013. Wergo WER 6959 2
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A pesar de la existencia en el catálogo de Hans Werner Henze (Gütersloh, 1926 - Dresde, 2012) de algunas partituras de compleja categorización, como la heterogénea y poliestilística Voices (1973), la mayor parte de su obra responde a los grandes modelos formales de una tradición de la que Henze fue uno de sus más conscientes y renombrados continuadores en la segunda mitad del siglo XX, rodeado en la avantgarde de un entorno tantas veces hacia él hostil. Es así que en su recorrido musical, amplio y generoso, el catálogo de Henze está repleto de óperas, cuartetos de cuerda, conciertos, cantatas y toda suerte de atisbos formales del pasado buscando su actualización; capítulos entre los que ese antoja esencial su corpus sinfónico.

Si hasta el momento las sinfonías de Henze se nos habían presentado discográficamente de un modo disperso (con destacadas lecturas a cargo del propio compositor, de Simon Rattle, o de Ingo Metzmacher), a partir de ahora contamos con una integral que une bajo un mismo director, una misma orquesta y un enfoque interpretativo unitario la summa sinfónica del compositor de Gütersloh, servida con una excelencia y una calidad encomiables ya desde el primero de sus compactos, haciendo posible esa alquimia tan bien dominada por Henze de sintetizar tradición y modernidad, ¿polos? que afloran una y otra vez en sus partituras, algunas de ellas sorprendentes en manos de Marek Janowski, director de un ciclo sinfónico que me sigue pareciendo (ahora más) entre lo mejor de Hans Werner Henze, sin duda llamado a perdurar entre los grandes ciclos del siglo XX (en mayor grado, considero, que su producción operística, donde sí pondría mayores reparos a los giros y dejes estilísticos del alemán).

Por otra parte, en esta integral sinfónica del sello Wergo, la Rundfunk-Sinfonieorchester Berlin pone sobre sus atriles las últimas revisiones efectuadas por Henze de sus partituras. Así, en el caso de la Sinfonía Nº1 (1947), mientras que en las grabaciones del propio Henze con Berliner Philharmoniker (Deutsche Grammophon 479 1522) y Rundfunk-Sinfonieorchester Saarbrücken (RCA 74321 73657 2) escuchamos la revisión de 1963, Janowski nos sirve la de 1991 (existe una postrera revisión del año 2005, para quince músicos, de ahí que ni sinfonía la denominara ya, sino Kammerkonzert 05). Esta página primeriza, de los tiempos en los que un veinteañero Henze era alumno de Wolfgang Fortner, llamará la atención a más de uno por su madurez, por su uso libérrimo del dodecafonismo, por su aliento expresivo: fruto inequívoco de la revisión del año 1963, tras la experiencia acumulada en las cuatro sinfonías subsiguientes, lo cual prácticamente supuso la recomposición de la partitura, y es por ello que la obra acaba teniendo cercanía con una Sinfonía Nº5 (1962) 'en teoría' 15 años posterior (para estas cuestiones, es muy recomendable la lectura de Die Sinfonien Hans Werner Henzes, de Benedikt Vennefrohne)-. Partitura de cámara sobre la que gravitan improntas de Mahler, Schönberg y Stravinsky, la última revisión procede a remarcar tempi con un carácter propio, a extender ciertos pasajes, a añadir o suprimir otros, de forma que la tensa relación de Henze con esta pieza finalmente obtiene aquí una mayor unidad y un encanto que bascula entre lo lírico y lo soñado. Es por ello que, si bien el ciclo dirigido por Janowski tiende a un tempo ligero, siendo en la mayor parte de las sinfonías más rápido que las versiones de otros directores, en esta Primera su versión alcanza los 20:49 minutos, frente a los 17:17 de Henze en DG (1964) y 16:43 en RCA (1976), debido a los cortes, ampliaciones y nuevas fluctuaciones metronómicas. Con todo ello, y con una orquesta portentosa, firma Janowski una versión que se recomienda sola y se disfruta de principio a fin.

Frente a la tan revisada Primera sinfonía, la Sinfonía Nº2 (1949) nos parecerá una obra de factura más convencional, ya desde su sombrío arranque en trombones y arpa, así como en sus desarrollos, o en los ecos de un clasicismo que se nutre igualmente de un compositor al que creo especialmente cercano estas sinfonías seminales: un Karl Amadeus Hartmann a través del cual se injerta Henze en la fronda de la música germánica. En un momento, la segunda posguerra, en el que, como nos decía Helmut Lachenmann en la entrevista que con el alemán mantuvimos, los compositores de la avantgarde pretendían atemperar emociones y equilibrar tensiones dinámicas y estructurales, sinfonías como la Segunda de Henze se mueven por derroteros completamente antagónicos, a pesar de articularse por medio de una serie dodecafónica de nuevo libre y personal, en la que melodías y elementos tonales reaparecen constantemente, dándole su carácter polimorfo, dentro de lo unitario. Es así que Henze vuelve a operar la alquimia de sintetizar una passacaglia, retrogradaciones rítmicas, o citas de la Quinta sinfonía (1808) de Beethoven y corales litúrgicos, sin despreciar el conducir las emociones generadas por sus melodías y estructuras hacia clímax de una intensidad y un dramatismo de dejes románticos; todo ello con maestría y resultados de verdadero calado artístico (además de históricamente referenciados -por el propio Henze- al estado de golpeo, shock y trauma que supuso la entonces reciente Segunda Guerra Mundial). De nuevo, es el experto henzeano Benedikt Vennefrohne quien nos suministra algunas claves para la inclusión del coral Wie schön leuchtet der Morgenstern, para él referenciado, tanto por su momento de inserción en la sinfonía como por la tonalidad a éste asociada, con una reivindicación de la belleza; una belleza de la que Henze pone a Bach como máximo exponente, y de cuya pervivencia duda, con los desastres de la guerra aún en la retina. Todo ese universo crepuscular es recogido por Marek Janowski con total empatía, en una lectura que no rehúye la violencia ni la angustia, y que resulta especialmente acertada en su exposición de capas y planos, de la arquitectura de una página exitosa desde su nacimiento.

A pesar de usar muy conscientemente el término sinfonía, Henze mantiene aún a finales de los años cuarenta un distanciamiento y una cierta lucha por desmarcarse de la asimilación de sus primeras páginas sinfónicas a lo que entendemos por repertorio canónico de los siglos XVIII y XIX; de ahí que en otras ocasiones hable de sus primeras cinco sinfonías como de piezas orquestales, más que de sinfonías al uso. La Sinfonía Nº3 (1949-50) agudiza sobremanera esta disyuntiva, al tiempo que, tal y como señala Thomas Schulz -remitiéndose al ensayo de Henze Über Instrumentalkomposition-, pone la música del alemán en directo diálogo con un teatro del que proviene su inspiración, así como con lo meridional: ámbito que tan poderosamente llamaría a Henze y que se asoma ya a una tercera entrega sinfónica cuyos movimientos nos remiten a apolos, ditirambos y danzas. A mayores, el poliestilismo se agudiza, y además de ecos formales del dodecafonismo de la Segunda Escuela de Viena, entra con fuerza la impronta de Stravinsky, así como el jazz. Sinfonía pagana, mediterránea y orgiástica -como la define Schulz-, la importancia del ritmo y del color es tal en su desarrollo, que en 1951 Henze la reestrena como obra de ballet, con el título Anrufung Apolls, ahondando en el cambio radical de ambiente con respecto a la crepuscular Segunda sinfonía, prácticamente contemporánea, pero por carácter y dramaturgia perteneciente a una catarsis que en la Tercera parece completamente superada, en busca de aromas mediterráneos de los que Janowski es perfecto diseccionador, ya de su sensualidad en lo rítmico, ya del color, en instrumentos como el saxofón o el vibráfono: ventanas a un tiempo nuevo.

Si complejo es por momentos categorizar formalmente las tres primeras sinfonías de Hans Werner Henze, más aún es hacerlo con la Sinfonía Nº4 (1955), y no porque ésta se circunscriba a un único movimiento (pensemos en la muy anterior Sinfonía Nº7, 1924, de Jean Sibelius), sino por su íntima relación con el teatro musical (en Henze, rotundamente ópera), pues se trata de un fragmento sinfónico extraído del final del segundo movimiento de la ópera König Hirsch (1952-55, rev. 1962). Este pasaje, junto con diversas arias, había sido suprimido en el estreno de la ópera por Hermann Scherchen, que aplicó a König Hirsch numerosos cortes para 'adecuarla' a los 'modos y formas' de la avantgarde. Estamos en un momento en el que Henze huye a Italia, en lo que llega a calificar de exilio buscando un mundo antiguo, además de una posición prácticamente de eremita, lejos de un entorno que se había vuelto hostil hacia él, tanto en lo musical como en lo político. En su incursión en la naturaleza y en la historia trasalpina, que en Italia experimenta como un todo; en su viaje iniciático a un universo meridional que con tanta fuerza ha atraído en diversos momentos a tantos artistas alemanes, de Goethe a Lachenmann, de Schinkel a Rihm, Henze se lleva en la mochila todo un universo germánico al que no puede (ni creo, quiere) renunciar; y, de este modo, tras una sensual y danzable Tercera sinfonía, la Cuarta la considero deudora por antonomasia del expresionismo de Alban Berg, ya desde la propia inspiración temática que nutre la ópera, y que articula una sinfonía en la que Henze compendia la forma sonata, el adagio, un scherzo y un rondo-finale, todo ello íntimamente referenciado a las estaciones del año, pues la ópera se desarrolla en una naturaleza esplendorosa en sus diversos colores y caracteres estacionales. Sinfonía, así pues, muy sólida y unitaria, Janowski la concibe como un eco de lo germánico, que hace brotar con fuerza, situando a Henze como legítimo heredero y continuador del expresionismo bergiano (uno de ellos).

En contraste con la Cuarta sinfonía, la torrencial Sinfonía Nº5 (1962) se puede comprender como un trasunto musical de la arquitectura y el vigor de ciudades como Roma o Nueva York (donde Leonard Bernstein la estrena en 1963, como parte de los fastos de apertura del Lincoln Center). Sin embargo, no sólo la arquitectura nutre esta sinfonía; también lo harán sus habitantes, hasta su forma de hablar: el duro dialecto romano, afirma Henze, poniéndonos sobre la pista de la importancia de la dramaturgia, aquí de los conflictos amorosos, de la fuerza de lo sensual. De hecho, lo que Thomas Schulz dice leitmotiv de la Quinta sinfonía proviene, de nuevo, de una ópera, Elegie für junge Liebende (1959-61, rev. 1987), y funciona como eje estructural para una partitura sinfónica tripartita, con movimiento lento en el centro: un 'Adagio' en el cual resuena de un modo velado 'Farben', tercera de las Fünf Orchesterstücke (1909, rev. 1949) de Arnold Schönberg, con su melodía de timbres y acordes estáticos (según Klaus Geitel, biógrafo de Henze, basados en el poema O rose, thou art sick, de William Blake). El 'Moto perpetuo' final devuelve el frenesí y la movilidad de las urbes contemporáneas a una sinfonía, a pesar de sus referentes, de regusto antiguo (más si la comparamos con la fenomenal página sinfónica que Henze acometería siete años más tarde)...

... la Sinfonía Nº6 (1969, rev. 1994), estrenada con dirección del propio Henze en su segundo viaje en 1969 a La Habana, muestra el compromiso del compositor con el socialismo castrista, así como la enorme apertura y oído de Henze para sintetizar influencias multiculturales, en el caso de la Sexta audibles desde su primer movimiento en los ritmos e instrumentos de percusión. Ello acaba produciendo lo que Henze dice sinfonía luterana con cuerpo pagano, de presión sanguínea y pulso cardíaco negros filtrados a Cuba desde África. Es así que la sinfonía redunda en lo que el compositor definía como «Música impura», producto de un personalísimo mestizaje al que asoma su inserción en el rizoma sinfónico que eclosiona en el siglo XX vía Mahler, y en un universo orquestal que creo -de nuevo- innegablemente deudor de Alban Berg y su más acerado expresionismo, lo que confiere a la obra un poderoso aliento, aún mayor al inyectarse en ella el atavismo percusivo afroamericano. Sin embargo, la Sexta sinfonía sería un ejemplo de una modernidad no siempre asociada a Henze, con sonoridades que lindan la síntesis electrónica a partir de acústicos: unas sonoridades rugosas, de textura indefinida, que tan en boga estarían en décadas posteriores, con la generalización de las técnicas extendidas. A ello se suma la presencia de violín amplificado, órgano Hammond, o guitarra eléctrica; las canciones políticas y los temas populares cubanos agudizando el poliestilismo sincrético; señas de identidad de la avantgarde contemporánea como el trabajo en clústers, cuartos de tono, o aleatoriedad; la división del efectivo en dos orquestas que interaccionan en base a espejeo, canon, eco, variación, intensificación, expansión, etc. Toda esta plétora de elementos diversos, tomados de la música europea y de la cubana, es puesta por Henze al servicio de la revolución hasta su festivo final. En 1994 el compositor revisa su partitura, reordenando parte de sus materiales de forma más clara y concisa, así como eliminando numerosos compases aleatorios, o determinándolos. De ahí los cambios que escuchamos en la versión de Janowski con respecto a la original del año 1969, grabada estupendamente en 1972 por Henze con la London Symphony Orchestra para Deutsche Grammophon (479 1522). La nueva lectura es esplendorosa, un auténtico festín sonoro, de una ferviente modernidad; iconoclasta, sí; pero más unitaria y firme ahora, diría que más basculada hacia la avantgarde europea. Otra página para no perderse en este cofre, verdadero punto álgido.

Catorce años dejó en barbecho Henze el terreno sinfónico hasta que a él retornó con un ejercicio de (auto)afirmación del calibre de su poliédrica Sinfonía Nº7 (1983-84), obra que vuelve sus ojos a la tradición (organizada, por ejemplo, en cuatro movimientos), después de haber llevado la 'sinfonía' lo más lejos que el catálogo henzeano conoció, en su Sexta, una de sus obras más modernas e iconoclastas. Además de a la tradición, Henze vuelve su mirada a lo germánico, como resultado del encargo de la Séptima sinfonía por parte de la Berliner Philharmoniker (orquesta que ya había grabado las primeras cinco sinfonías del compositor). De lo germánico, Henze pone en primer plano la figura y la poesía de Friedrich Hölderlin como motor musical de su obra; de hecho, el cuarto movimiento es un gran recitado orquestal del poema Hälfte des Lebens (recitado que Henze afirma nos conduce a una visión fría y apocalíptica de un mundo sin palabras). Con anterioridad, un primer movimiento en forma sonata, citas mozartianas incluidas y una auténtica apoteosis de la danza (siguiendo la definición que de la Séptima sinfonía, 1812, de Beethoven realizara Nietzsche); un segundo movimiento calmo: oda fúnebre y lamento a modo de lied orquestal; y un furibundo tercer movimiento en forma de scherzo, verdadero clímax de la obra: trasunto de un Hölderlin prisionero en el Authenried Asylum, pasto de tormentos, con descripciones musicales incluidas de los que Henze dice sus «instrumentos de tortura». Se completa, así, una Séptima sinfonía que Henze definía como una puerta a un mundo nuevo para él, más espiritual y abierto; a pesar de que contenga auténticas danzas diabólicas en estilo puramente mahleriano, como ese tercer movimiento de un virtuosismo y una calidad orquestal inconmensurables: pura furia, obsesión y locura. De ello dio fe en 1992 Simon Rattle (en vivo) al frente de la City of Birmingham Symphony Orchestra (EMI 7 54762 2), en una lectura que apostaba por lo rítmico, por buscar los contrastes y recovecos de la obra, con la habitual flexibilidad e ímpetu del británico. La versión de Marek Janowski es más a bloque y estudiada, así como rotundamente germánica, de una fuerza y una lógica estructural aplastantes, con momentos de verdadero impacto, como el citado tercer movimiento, aquí una obra de orfebrería, pese a la endemoniada complejidad del mismo. Tal es la calidad de su lectura, la adecuación a cada movimiento, su respiración poética, que diría que con Primera y Sexta sinfonía, estamos ante el punto álgido de este ciclo henzeano en Wergo.

Casi otra década habrá que esperar para que Henze firme la Sinfonía Nº8 (1992-93), una obra que considero menor frente a las dos grandes sinfonías entre las que se inscribe. Basada en la shakesperiana A Midsummer Night's Dream (1598), la Octava es una obra de nuevo hermanada con la danza y el teatro, repleta de trucos orquestales y magia. En su día conversé con Simon Rattle sobre la que el director británico me decía entonces inminente grabación de la Octava sinfonía con la Berliner Philharmoniker, casi en los comienzos de su reinado berlinés. Años más tarde, y ya en la recta final, parece que el proyecto se ha truncado, perdiéndonos una lectura que mucho prometía, pues la partitura, con sus juegos de variaciones y teatralidad, resulta idónea para Simon Rattle. Nada que reprochar, en todo caso, a ésta de Marek Janowski, especialmente lírica y ensoñadora; tal como la propia sinfonía.

Como parte de la tradición alemana que es, Hans Werner Henze no podía permanecer indiferente ante el guarismo que se asomaría a su siguiente página sinfónica, que además convertiría -digno heredero beethoveniano- en pieza coral: su Novena sinfonía (1996-97), partitura sobre textos de Hans-Ulrich Treichel a partir de la novela Das siebte Kreuz (1942), de Anna Seghers. Para Henze, se trata de una reflexión sobre la patria que vivió y recuerda antes de la Segunda Guerra Mundial, en la que retrata la apoteosis del terror, las persecuciones y sus sombras, que cree se extienden hasta el presente; de ahí que al tiempo en ella muestre Henze su reconocimiento por los resistentes alemanes de todo un siglo. Terror y muerte vuelven a gravitar de forma punzante sobre una partitura de Henze, como ya lo habían hecho sobre el Requiem (1990-92), una de sus obras más logradas. Tanto en el libreto del compacto de Wergo, a cargo de Thomas Schulz; como en el de la edición de EMI, con ensayos a cargo de Christoph Schlüren, Hans-Ulrich Treichel y Hans Werner Henze, se detallan los entresijos de esta sinfonía mortuoria, sombría y delatadora, incluyendo el texto (alemán e inglés) de la obra. La versión que en su día publicó EMI (5 56513 2) ha de considerarse histórica, pues recoge el estreno de la partitura, el 11 de septiembre de 1997, con Ingo Metzmacher al frente de la Berliner Philharmoniker y un Rundfunkchor Berlin al que volvemos escuchar en esta lectura de Janowski para Wergo. Se trata de dos versiones muy similares, de tempi y duraciones prácticamente análogas (algo más lento, Metzmacher). Diría que la de Metzmacher es más oscura y dramática, con más profundidad orquestal (a pesar de una toma sonora bastante peor que la de Wergo). La de Janowski es más de un solo trazo, muy moderna en sonoridades, pero por solistas y dramaturgia, diría que la versión del estreno tiene un plus de enjundia, a pesar de que en esta nueva versión hay momentos verdaderamente espectaculares. El coro, muy beneficiado por la grabación, presta más en la lectura de Janowski.

Cuando el mundo de la música llevaba décadas hablando de la (supuesta) muerte de la sinfonía, Hans Werner Henze pondrá su epílogo a este género en el siglo XX con la postrera Sinfonía Nº10 (1997-2000), cerrando así una centuria que abrían compositores como Mahler, Nielsen, Sibelius o Ives, ampliando las fronteras de lo sinfónico, forma que se expandiría por medio de creadores tan conscientemente volcados en la sinfonía (y dispares entre sí) como Shostakovich, Prokofiev, Martinu, Gerhard, Pettersson, Vaughan Williams, Hartmann, Miaskovski, Segerstam (éste, hasta el infinito, y más allá), Stravinsky, Bernstein, Penderecki y un largo etcétera. Complejo afirmar, por tanto (más si pensamos en creadores que también a este género se acercaron, aunque de forma menos prolífica, como Schönberg, Webern, Zimmermann, Berio o Messiaen), que la sinfonía sea un resto del pasado; el reto, en todo caso, es actualizarla (y su polimorfia ha llegado a extremos que difícilmente se pueden reconocer; pero ahí la creatividad, el talento y el riesgo para redefinir la realidad y sus formas). La Décima de Henze es buena muestra de esa versatilidad, aunque diría que con resultados más irregulares que en sinfonías previas. Partitura homenaje a quien encargara la obra, Paul Sacher, destaca sobremanera su primer movimiento, 'Ein Sturm', un pasaje tumultuoso de sonoridades febriles y explosivas, relacionado con la Séptima sinfonía, y (posible) retrato mental del compositor (reconoce Henze). Un segundo movimiento, 'Hymnus', un tanto plomizo y cansino, da lugar a otro movimiento febril, 'Tanz', mahlerianamente grotesco, vivo y proliferante; para alcanzar en el conclusivo 'Ein Traum' un estado de ensoñación huidizo, progresivamente luminoso, llevando así la sinfonía -siguiendo un modelo romántico- del sombrío color del que emergía directamente de la Novena a un final apoteósico, vívido y positivo (aunque demasiado evidente y convencional; dejando la factura final de la sinfonía un tanto irregular).

En el caso de la Décima sinfonía, sí creo claramente preferible la nueva versión de Marek Janowski por encima de la grabada en 2004 por Friedemann Layer con la Orchestre National de Montpellier para el sello Accord (476 7156). En global, estamos ante una lectura mucho más poderosa en el primer movimiento, técnicamente impecable, además de transmitir más modernidad a una página que, de lo contrario, se achica en exceso. De este modo, y en resumen, nos encontramos con interpretaciones en este cofre referenciales de las sinfonías Primera, Cuarta, Sexta, Séptima, Octava y Décima; mientras que para las restantes páginas, las lecturas del propio Henze (DG) y de Metzmacher (EMI) son (ligeramente) preferibles; sin olvidar a Henze en una Sexta que presenta cambios sustanciales como para conocer ambas realizaciones de la partitura y ambas interpretaciones.

Por lo que a las grabaciones se refiere, no hay duda: estamos ante las mejores tomas de cuantas hemos conocido para las sinfonías henzeanas; así que se trata de uno de los puntos fuertes para redescubrir obras que en no pocas ocasiones son verdaderas filigranas que precisan una presencia como la que aquí nos brinda Wergo. Los cinco compactos presentan ensayos a cargo de Thomas Schulz, realmente brillantes, documentados y conocedores de unas sinfonías que nos van desgranando compacto a compacto, además de recomendarnos pertinentes lecturas de ampliación. Todo ello redondea, junto con una edición muy cuidada, una integral del mejor Henze, de un Henze para perdurar.

Estos discos han sido enviados para su recensión por Wergo.

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