Discos

Porque yo lo valgo

Raúl González Arévalo
jueves, 5 de mayo de 2016
The Truly Unforgettable Voice of Florence Foster Jenkins. The Legendary Studio Recordings of the Worst Singer in the World. Arias y canciones de Mozart (La flauta mágica: Der Hölle Rache), Liadov (The Musical Snuff-Box), McMoon (Like a Bird), Delibes (Lakmé: Où va la jeune hindoue?), McMoon (Serenata mexicana), David (La perle du Brasil: Charmante oiseau), J.S. Bach/Pavlovich (Biassy), J. Strauss II (Due Fliedermaus: Adele’s Laughing Song). Bonus: Gounod (A Faust Travesty). Florence Foster Jenkins (soprano), Jenny Williams (soprano), Thomas Burns (barítono), Cosmé McMoon (piano). Un CD (ADD) de 68 minutos de durción. Grabaciones de 1941-44 y 1954. SONY CLASSICL 88985319622. Distribuido en España por Sony Classical Spain.
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Era inevitable: la historia de Florence Foster Jenkins (1868-1944) es demasiado jugosa para que no terminara en la gran pantalla. Como tampoco cabe duda que la versión libre sobre su vida en una reciente cinta francesa (Marguerite) quedará totalmente eclipsada por la más mediática de Hollywood con ese reclamo-monstre que es Meryl Streep, acompañada para la ocasión por el rey de la comedia, Hugh Grant. Vaya por delante que no he visto la película. Aún.

Todavía recuerdo las carcajadas la primera vez que escuché su Reina de la Noche y el “aria de las campanillas” de Lakmé. Y las caras, entre asombradas e incrédulas, de los que la escuchan sin saber quién es esa cantante que por momentos suena como la mona Chita emitiendo grititos. Se trata de un efecto sólo equiparable al que logra la inimitable voz del último castrado (y único grabado), Alessandro Moreschi (1858-1922). En este panteón (involuntario) de horrores fonográficos no me puedo dejar fuera a la portuguesa Natália de Andrade (1910-1999), quizás la menos conocida entre los amantes de la lírica. Pero si les va la marcha no lo duden: les prometo un efecto potente.

Dejando de lado la anécdota de que nuestra acaudalada dama americana descubrió gracias a un accidente de coche que era capaz de emitir un Fa5 que la habilitaba como Reina de la Noche (dudoso que emitiera la nota, y que la reconociera, porque tenía un oído enfrente del otro) y el éxito de sus veladas incalificables, verdaderos acontecimientos de la alta sociedad neoyorkina a la que acudían los críticos más reputados, lo cierto es que la historia de la Foster Jenkins es la de otra pobre niña rica. Su padre cortó de raíz sus veleidades líricas, provocando que escapara para perseguir su sueño. Al fracasar –como era previsible– regresó al hogar paterno, con la prohibición tajante de educar siquiera la voz. Y así anduvo hasta que falleció su padre y su madre le permitió retomar con discreción la afición. Una vez sola, heredera de una buena fortuna, se puso el mundo por montera y comenzó a dar recitales anuales. “Porque yo lo valgo” podría ser un buen lema...

La carrera de la soprano aficionada culminó con un concierto histórico en el Carnegie Hall de Nueva York, y con una serie de grabaciones en estudio, operaciones todas costeadas por nuestra diva. Y son éstas las grabaciones en su día publicadas por RCA, ahora remasterizadas –aunque realmente noto poca diferencia con las anteriores– con ocasión del lanzamiento de la película. El cúmulo de notas desafinadas, tiempos rotos e invenciones varias es tal que resulta casi imposible de describir. Un gato maullando tiene más musicalidad que las imitaciones de pajaritos gorjeando de la señora Jenkins. La grabación se completa además con una ‘Faust Travesty’ en la que Thomas Burns es un digno miembro del club de la Jenkins. Presentado como barítono, ya desde el aria de Valentin (“Ere I leave my native land”) revela un canto siempre estentóreo y forzado, cuya dificultad aumenta en el acercamiento al registro agudo en el aria de Fausto (“Emotions strange”) y el trío final, trasmutado en dúo (“My heart is overcome with terror”) con una Jenny Williams más decente, también en el “aria de las joyas” de Margarita (“O heavenly jewels”), pero en la línea de sus ilustres compañeros.

La entrevista con su pianista de cabecera, Cosmé McMoon, es muy reveladora. Siempre me pregunté sobre la autopercepción de doña Florence, si sería consciente de sus limitaciones musicales y artísticas, pero voluntariosa, más allá de haber grabado las piezas con más de 70 años. Para mi sorpresa, resulta que estaba absolutamente convencida de ser la mejor soprano de coloratura de su generación. Para muestra un botón: ponía a sus visitas la grabación del aria de las campanillas de Lakmé de Galli-Curci y la propia y les pedía que votaran. Naturalmente, todas decían que ella era superior. Y a la que le contradijo en una ocasión le señaló sobresaltada su evidente falta de preparación para reconocer su mayor talento musical ante la evidencia aplastante de la superioridad de la americana. Pobre Amelita. McMoon lo explica por una carencia absoluta de oído, que le impedía darse cuenta de que no afinaba en absoluto. Sólo así se explica que pasara horas deleitándose con la escucha de sus propias grabaciones. Yo me limitaré a hacerlo de vez en cuando, para arrancar alguna sonrisa.

 

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