Rusia
Il Trovatore de Domingo
Xoán M. Carreira
Cuando Plácido Domingo salió al foso del Mariinski II fue recibido por una larga ovación con parte del público puesto en pie, lo cual se repitió tras el descanso y sobre todo en su salida final a saludar desde el escenario. Ni siquiera en ciudades en las que se idolatra a Domingo como Viena o Nueva York he visto semejante muestra de respeto y cariño por un artista. Y los peterburgueses no se equivocaron, pues el protagonista de este Trovatore fue Domingo desde el foso, en el que mostró sus extraordinarias dotes de concertador, su mágico fraseo y su infalible sentido musical. Obviamente Domingo no es un director avant la lettre y carece del extremo refinamiento sonoro o el control absoluto de los planos que tiene por ejemplo Gergiev, ya que estamos en el Mariinski. Pero Domingo palia esta limitación idiomática con la sabiduría que le da su exhaustivo conocimiento de las tradiciones interpretativas, así como el dominio de los recovecos más íntimos de la obra, su retórica y su dramaturgia: no olvidemos que “más sabe el diablo por viejo que por diablo”.
La firma de Pier Luigi Pizzi es garantía de solvencia, elegancia, coherencia, discreción y fino humor. En su sombrío Trovatore el pesimismo ofrece destellos de luz en las constantes salpicaduras de cotidianidad. Como botón de muestra, el aburrimiento del verdugo que no sabe en qué consumir el tiempo de espera hasta que el Conde resuelva si tiene que trabajar o se vuelve a casa con el hacha limpia. Pizzi no es ciertamente un posmoderno, pero su pose de clasicista escéptico le hace merecedor de la posición que ocupa en la escena de nuestro tiempo. Dado que los coros del Mariinski siguen siendo tan disciplinados como en la época soviética, y además ahora disfrutan actuando, la confluencia del formalismo de Pizzi y el buen hacer del colectivo garantizan un espectáculo gozoso en el que se sumergen de muy buen grado unos solistas motivados y bien ensayados.
La sobria coreografía de la escena de la fiesta nocturna en el campamento gitano, que rehuye los tópicos al uso, proporcionó una excelente oportunidad de exhibición al cuerpo de baile del Mariinski. Igualmente excelentes fueron los secundarios, premiados con justicia por el público al final del segundo y cuarto acto.
La triunfadora de la noche fue la mezzosoprano Ekaterina Semenchuk, que hizo una Azucena formidable en los aspectos vocal y actoral y le tocó asumir el papel de soporte en los concertantes cuando sus compañeros de reparto flojeaban. Los bravos a la hora de los aplausos no tuvieron nada de hiperbólicos (aunque el ramo de flores que le regalaron sus fans sí fue hiperbólico, no era capaz de sujetarlo en los brazos). Magnífico el Conde de Luna de Alexei Markov, quien asumió íntegramente todos los matices de su complejo personaje y brilló en su redonda escena con Azucena. Irina Churilova salió a escena como una Leonora interesante, pero el interés de su interpretación fue decayendo a lo largo de la representación hasta que en el cuarto acto sufrió un accidente vocal en su aria y terminó con serias dificultades. Hovhannes Ayvazyan cantó con más pena que gloria un Manrico monocromo, cuando no burocrático. Cuando recibió la noticia de la condena a muerte de su madre, Manrico se mostró tan preocupado por preparar su rescate que abrevió y simplificó el aria de la pira, contando con la comprensión del público, consciente de que el deber filial debe primar sobre el virtuosismo vocal. De hecho, nadie osó interrumpir con aplausos su marcha al rescate.
La Orquesta del Mariinski no suena exactamente como una orquesta verdiana, es hija de otra tradición que no deja de sorprender a los oídos acostumbrados a los teatros de Europa Occidental. Algunos, no yo, reprocharán este aspecto de la ejecución musical, pero creo que pocos presentarán objeciones serias a los parámetros interpretativos que por obra y gracia del característico timbre de la orquesta del Mariinki ofrece sugerencias inéditas en algunos momentos del drama, singularmente en el acto tercero.
El siempre cálido público peterburgués aplaudió con afecto durante ocho minutos, dosificando la intensidad de los aplausos, rindiéndose a los pies de la mezzo y elevando a los altares al gran músico que es Plácido Domingo.
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