Italia
Graham Vick hace trizas la fiesta de la convención
Anibal E. Cetrángolo

El Festival Verdi de Parma fue inaugurado el día 28 de septiembre con Jerusalem y continuó dos días después con la presentación de una nueva producción de Stiffelio. Esta ópera contiene momentos de música hermosísima y “posiciones escénicas”, como dirá, Verdi, muy logradas. Para mí, Stiffelio, es, de todas maneras, una ópera de resonancias, de queridos recuerdos: algunos momentos del Edgardo en Lucia, las partes finales del barítono en Macbeth, mucho de los dúos de la soprano con el protagonista en Rigoletto, el aria de Maria en Simon. Confieso mi dificultad para considerarlo un melodrama autónomo y es porque no consigo idealizar a ninguno de sus personajes. Stiffelio es un relato sin heroísmos, sin arrojos: cuenta una historia demasiado creíble. Por supuesto, no es que uno se encuentre a menudo con un pastor protestante que es yerno de un castellano, pero la vicenda profunda desarrolla la tragedia cotidiana de cualquier vecino de este edificio en el que me encuentro. Un suegro que piensa en el que dirán, una mujer que se siente abandonada por un marido absorbido por su trabajo. Por supuesto, en esto reside la increíble modernidad de esta obra y también de los motivos fundamentales que han provocado la censura en tiempos de su presentación. Además, el persistente y trasnochado romanticismo que pervive en nuestros tiempos nos hace rechazar aquel final que ve triunfar la vuelta al orden, la “normalidad” de las cosas. Esa normalidad triunfa a condición de que en la puesta no haya alguien como Graham Vick, quien saludablemente hace trizas la fiesta de la convención en el último segundo del espectáculo.
Precisamente la puesta de Vick concentraba la expectativa de esta producción del Festival Verdi que convocó en Parma lo más granado de la crítica musical italiana y no solo italiana. Todo se realizó en el magnífico y, operísticamente complejo, Teatro Farnese y es necesario dedicar a este sitio alguna atención porque el lugar tuvo una importancia radical en esta producción, sobre todo ante la inexistencia de una escenografía tradicional y también ante la ausencia de proyecciones, como en cambio hubo el año pasado en la Giovanna d’Arco debidas al uso y abuso que de ellas perpetró Peter Greeneway.
El teatro Farnese fue construido en 1618 en el primer piso de la sede ducal, el Palacio de la Pilotta y fue inaugurado con Mercurio e Marte de Monteverdi. Se trata de un salón de 87 metros por 32 y sus tribunas en forma de U pueden albergar más o menos 3000 personas, resultando ideal para torneos bajo techo. En el espacio triunfa la madera que está cubierta hermosamente por una decoración en estuco que simula mármol. Se abunda en estatuas mitológicas. La grave devastación que el lugar sufrió en la segunda guerra mundial fue eficazmente sanada en 1956. El lugar antiguo, gracias a su especial conformación, fue sede de la modernidad musical y allí fue representado, tanto en años pasados como recientes el Prometeo de Luigi Nono.
La expectativa no fue desatendida y durante el espectáculo de Stiffelio pasaron muchas cosas, tantas que son imposibles de describir por completo en una reseña y por eso prefiero relatar algunas impresiones con la esperanza de transmitir al lector algo de lo que sentí esa noche de sábado. Hubo entonces numerosos elementos que provocaban estupor y que marcaban lo diferente. Por lo pronto no había asientos. Los espectadores se movían a su gusto por el espacio del teatro. Se entraba a la sala mientras ya sonaba la obertura. A la entrada nos dieron unas cintas con un logo que representaba esquemáticamente a una familia: la pareja de los padres con dos niños, todos tomados de la mano, es decir la imagen que fue distribuida, por lo menos en Italia, para las manifestaciones del Family day en defensa de la familia tradicional. Pensamos que se trataba de un expediente, parecido al que se usa en algunas las discotecas o conciertos de música popular para identificar a los espectadores; no era simplemente así, aquel diseño era un sello ideológico y eso lo pudimos notar cuando en el interior descubrimos enormes carteles que mostraban las polémicas que giran sobre el tema de la familia con textos como «Difendiamo la libertà di opinione», «Famiglia: noi la difendiamo!», «I’m a woman not a womb».
Otra rareza: los celulares, no solamente no estaban prohibidos sino que resultaban elemento necesario: no había proyección de subtítulos, como sucede habitualmente en los teatros, sino que el libreto se seguía en el propio celular. Por supuesto que una vez que el smartphone encendido fue autorizado, el público también se sintió legitimado a sacar fotos y filmar cuanto sucedía entorno. El contacto de los espectadores con los cantantes fue directísimo. Los solistas se exhibían en plataformas que eran empujadas por operadores ad hoc y se desplazaban de una parte a otra del teatro en un efecto que hacía recordar a los pasos andaluces de la Semana Santa. Esto provocaba, como sucede en Sevilla entre los fieles y las imágenes sagradas, una perfecta contigüidad entre los espectadores y el solista, cosa impensable en las situaciones líricas habituales. Fue así que cerca de mí una persona del público, muy satisfecho de la prestación del barítono, después de su aria, lo palmeo en el hombro y lo felicitó con un “bravo”.
No siempre el responsable de la puesta está presente en las representaciones, sobre todo si se trata de un personaje famoso y por eso dudaba si Vick habría de presenciar aquella noche de Parma. Resultó que no solo estaba sino que él mismo fue activo protagonista de la situación: el regisseur operaba entre el público de manera muy dinámica moviendo masas de espectadores para hacer posible el paso de las tarimas. Entre el público circulaban también los figurantes que no eran identificables porque ellos también exhibían nuestra cinta con el logo. Sucedía entonces que uno encontraba que quien hasta hace un momento era su vecino, se desnudaba y entraba en trance.
Cuando notamos que quien parecía espectador en realidad era un actor, tomamos conciencia que también nosotros éramos parte activa de aquello que se develaba mucho más que un espectáculo: nuestros gestos, nuestro deambular por ese espacio, nuestras reacciones jugaban un papel y no podíamos refugiarnos en el recato tradicional de quien se protege en su asiento. Notablemente, una vez entrado en tal dinámica nada parecía simplemente novedoso o simplemente provocador porque todo, en la operación de Vick, tenía un sentido, comprendida una violenta agresión a una pareja homosexual.
El regisseur utilizo de manera eficacísima y novedosa aquel lugar antiguo. La espacialidad del Farnese fue aprovechada de manera magistral. El coro, por supuesto siempre activo, ocupaba generalmente las gradas del teatro y muy a menudo los coristas estaban muy distantes entre sí. Ellos como también los solistas siguieron los gestos lejanos del director de orquesta de manera encomiable: esta difícil labor fue facilitada por la reproducción de la imagen del maestro en diferentes pantallas situadas entre las gradas.
Resultó penalizada la presencia visual de la orquesta que estaba arrinconada. Tal situación resultó una versión curiosa del golfo místico. Tal vez habría gustado a Wagner.
La famosa cuarta pared de la ficción había sido totalmente derribada y a esto contribuía el desenvuelto – demasiado – desplazamiento de los camarógrafos quienes para grabar lo que acaecía desde diferente puntos de vista, se movían con desparpajo entre el público. Lo anómalo de la situación hizo que uno tardase bastante en situarse y en prestar oídos y ojos a lo que Verdi y Piave habían escrito y así fue que un compañero de velada que esperaba disfrutar del solo de trompeta de la obertura, se dio cuenta, ya promediado el primer acto, que el momento que le interesaba había pasado hacía tiempo. Todo esto podría haber hecho añicos la ópera de Verdi, pero resultó en cambio, que después de aquella situación de desasosiego, todo se mostró muy eficaz.
Los espectadores se reunían entorno a Lina para escuchar su aria estupenda o presenciaban la escena violenta entre Sankar y Raffaele con la suspensión al realismo de siempre o aún mayor. No había divos ni solistas, había víctimas de un drama del que se era testigos y por momentos cada uno de nosotros resultaba uno de los feligreses de aquella iglesia protestante. No hubo oropeles ni trajes de escena: la soprano fue presentada de manera tan realista – neo realista, mejor dicho – que la soprano recordaba a la Clara Calamai de Obsesión de Visconti. En primer plano, a nivel de los ojos del público, Lina, con una crueldad tal vez misógina, hubo de mostrar unos tobillos que en situaciones habituales habrían concedido la misericordia de unos pantalones.
El elenco, compuesto de jóvenes artistas fue óptimo. El protagonista Luciano Ganci es un joven tenor muy solvente, estupendo tanto en lo vocal como en el aspecto dramático. Su voz es timbrada y sonora: fue realmente muy convincente incluso en los momentos más comprometidos: eso de empezar a cantar estando solo y sobre una pequeña tarima, rodeado por el público no debe hacer sido fácil.
La soprano Maria Katzarava tiene una voz amplia, mórbida y capaz de gran lirismo y sensualidad. Cantó su bella aria “Tosto ei disse” de forma vibrante. Fue saludada merecidamente con emoción por el público que la rodeaba.
El barítono Francesco Landolfi fue muy expresivo, su emisión no es muy homogénea, pero este artista fue indiscutiblemente patrón de la situación. Sus momentos culminantes como la excelsa aria "Lina, pensai che un angelo", que tiene todas las credenciales para entrar en el álbum de los grandes momentos de dolor paterno de Verdi, fueron presentados, en lo expresivo, de manera inmejorable.
Los otros cantantes fueron muy dignos tanto en lo vocal como en lo escénico y ellos fueron el joven tenor Giovanni Sala que fue Raffaele, Emanuele Cordaro que encarnó Jorg y Blagoj Nacoski y Cecilia Bernini en los papeles de Federico y Dorotea. Todos mostraron una seguridad que fue evidentemente fruto de un intenso trabajo de preparación y ese nivel general elevado resulta requisito imprescindible en una ópera que prevé acciones dramáticas y musicales de conjunto que son exigentes para todos, como el magistral septimino.
Coro, orquesta y el maestro García Calvo fueron componentes esenciales de esta velada. El maestro madrileño realizó heroicamente lo que parecía imposible y consiguió vencer las dificultades espaciales con coherencia; leyó la partitura con autoridad y convicción. Tanto la orquesta del Teatro Comunal de Bolonia como el coro, dirigido por Andrea Faidutti, fueron instrumentos ágiles y cohesionados.
Vick al final dijo la suya, si bien la historia cuenta la victoria del status quo, cuando todo parecía cantar a la misericordia que reacomoda las cosas, los carteles que pregonaban a la familia tradicional se desmoronan. Nada fue destruido. Todo resultó valorizado. La ópera recuperaba sus derechos. El teatro ofreció su arcaica belleza y, Verdi a pesar o gracias a Vick, salió otra vez, inoxidablemente triunfante.
El espectáculo finalizo con ovaciones del público. Aforo completo. Un “bravo” a la gente de Parma. Un festival debe programar estas cosas. Estoy seguro que quien estuvo no habrá de olvidar esta experiencia y habrá de contarlo.
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