Discos
Una ópera americana
Raúl González Arévalo

¿Se acuerdan de Notting Hill? La película trataba de una estrella de cine que había hecho muchos sacrificios para serlo y quería recuperar una parte de la persona anónima que es el resto de la población, con la eterna dicotomía entre el brillo fatuo del Arte y la seguridad, vital y emocional, de la realidad. Julia Roberts encarnaba a la perfección un papel con indudables paralelismos autobiográficos.
Pues Great Scott de Jake Heggie es igual, pero en ópera: Arden Scott es una cantante americana que ha salido de la América profunda y ha logrado convertirse en una gran estrella de la lírica, para lo cual también ha pagado el peaje obligado, los sacrificios realizados en la vida personal en el clásico “todo por y para el Arte”. Aquí no hay película que la lleve al óscar, sino el descubrimiento de una ópera olvidada, Rosa dolorosa, figlia di Pompei de un desconocido Bazzetti, cuya música enamora a la protagonista, de modo que consigue montar una producción que la rescate de modo improbable en su localidad natal.
En las notas introductorias el libretista Terrence McNally, de quien también parte la idea original de la historia, defiende la mayor validez de la producción contemporánea sobre la reposición de obras belcantistas decimonónicas olvidadas y alude directamente a Donizetti. Se trata de un planteamiento erróneo, que solo puede llevar a una polémica falsa y estéril. Las dos operaciones no son excluyentes. Por otra parte, se trata de una perspectiva muy americana, la que en determinados círculos, de modo ignorante, deshecha lo antiguo y reivindica lo nuevo. En este caso, además, se trata de una posición interesada porque en la actualidad Estados Unidos es el único país de Occidente en el que realmente subsiste la producción operística convencida, de forma regular. El eco y las reposiciones que logran los nuevos títulos de compositores americanos tras su estreno no lo tienen los europeos. Para muestra, el estreno de Dead Man Walking del propio Heggie en el Teatro Real de Madrid el pasado mes de febrero. Por más que los medios de comunicación se hagan eco en nuestro país de las representaciones de Ainadamar de Golijov, Gaudí de Guinjoan, El viaje a Simorgh de Sánchez-Verdú o Don Quijote de Halffter.
A diferencia de lo que ocurría con Dead Man Walking (2000) o Moby-Dick (2010), en la que los libros y las películas eran un referente a priori, cuando recibí Great Scott no tenía ninguna idea previa, más allá de las intenciones declaradas en el subtítulo de que se trata de una American opera. Pero claro, los americanos siempre están buscando la gran novela americana. Como la novela, y a diferencia del cine, que han llevado a su máxima expresión artística, la ópera no es un género americano. De ahí quizás la necesidad de reivindicar esta obra de semejante manera. No ha sido el único intento, quiero recordar también el indescriptible pastiche barroco-americano The Enchanted Island, pergeñado por Sams y estrenado en el Metropolitan de Nueva York.
Sin embargo, no voy a fomentar los clásicos prejuicios antiamericanos de un europeo chovinista. Hay que reconocer varias cuestiones: los americanos son los mejores haciendo americanadas. Y no lo digo como crítica, sino como constatación. Sabiendo lo que hay, después uno lo comparte, o no. La historia es un pastelito como las comedias románticas con moraleja con las que Hollywood nos agracia cada año. Pero eso no quita que tenga, objetivamente, el valor intrínseco que tiene, fundamentalmente que está bien hecha: una historia clásica, con personajes clásicos, bien definidos, y una trama bien desarrollada, con momentos incluso creíbles. Y desde el punto de vista musical, un desarrollo amable, tonal, fácil de escuchar, con melodías ciertamente atractivas y cantadas por intérpretes de primera línea. En definitiva, un producto redondo con todos los ingredientes para ser un éxito desde su creación. Un clásico moderno. Una ópera americana, como aspiran sus autores.
El recurso al teatro dentro del teatro es otro viejo clásico que también ha estado presente en la ópera. Dado que McNally aludía a Donizetti, tal vez se haya inspirado en su Le convenienze e inconvenienze teatrali: imposible no recordar aquí cómo el bergamasco ya concibió una comedia sobre los enredos, rivalidades y situaciones inesperadas que surgen en el montaje de una ópera. Convenientemente actualizado, claro, en el lenguaje y el retrato de personajes y relaciones, como cuando la protagonista, después de una rocambolesca cabaletta, suelta sin reparo un sonoro “Wof! This shit is hard” (“¡Uf! Qué difícil es esta mierda”) que provoca las carcajadas del público.
Debido a este planteamiento que busca la complicidad evidente (incluso descaradamente fácil) con el público, hubiera sido más atractivo ver la obra en DVD. A buen seguro se entenderían mejor las carcajadas después de que la protagonista explique que descubrió la partitura que centra la trama de la ópera cantando en San Petersburgo su Rosina –papel fetiche de DiDonato– número 900. En cualquier caso, el retrato entre cómico y veraz de los personajes que pululan por una producción (directores musical y escénico, cantantes o la inevitable patrocinadora americana), así como las situaciones que se dan en los ensayos, entre imprevistos, complicidades y rivalidades, dentro y fuera de los escenarios (imposible olvidar aquí a Ricciarelli y Valentini Terrani, sin ir más lejos), desemboca en una estructura teatral sólida, aun sin mayores pretensiones.
El tema tenía un desafío evidente: conciliar el lenguaje moderno de Heggie, con recursos evidentes y desacomplejados del musical americano, con la recreación de un estilo próximo al belcanto italiano decimonónico del inventado Bazzutti, incluyendo la inevitable plegaria y la escena de la locura. Obviemos, eso sí, el hecho de que, salvo por la Malibrán, referente evidente de DiDonato, en el repertorio italiano de 1835 reinaban sopranos como Tacchinardi-Persiani, Grisi o Ronzi di Begnis y no mezzos. La Pasta, teórica destinataria del papel protagonista, se encontraba en franca decadencia y se retiró solo dos años después, en 1837. Pero frente al logro musical de Hegie no es nada importante. Es más, destaca que el personaje de Tatyana se expresa con coloraturas, notas picadas y trinos en su lenguaje normal, no en la recreación de la ópera del XIX. Me viene a la cabeza como antecedente directo la Cunegonda estrenada por la formidable June Anderson en Candide de Bernstein. La variación/deformación del Himno americano en la inauguración de la final de la Super Bowl al comienzo del segundo acto es alucinante.
En definitiva, solo se puede aplaudir el uso de lenguajes vocales e instrumentales perfectamente diferenciados. No falta el piano, propio de los ensayos e inusual en ópera (imposible no recordar aquí el ensayo de la ariette à l'antique de La fille du régiment de Donizetti). Naturalmente, la trama decimonónica es absurda, una parodia, empezando por el título improbable de la ópera, Rosa Dolorosa, figlia di Pompei.
Todos los papeles están hechos a medida de las posibilidades de cada intérprete y hay que reconocer que Heggie escribe muy bien para las voces. Estrella absoluta de la obra y de la grabación es Joyce DiDonato. La americana explota toda su extensión, con agudos brillantes y graves plenos. Ha llevado su capacidad teatral al máximo desarrollo, capaz de alternar el lirismo de corte belliniano con el dramatismo donizettiano y el lenguaje moderno con aparente facilidad. Lleva y aguanta perfectamente todo el peso de la obra y ciertamente no es fácil. La encarnación de Ailyn Pérez de Tatyana Bakst, ambiciosa soprano rusa que aspira a desbancar a la prima donna en su casa es impecable en el despliegue de agilidades y el toque exagerado que le aporta. Cierra el trío femenino la siempre inolvidable Frederica von Stade, cuya presencia enternece mientras cumple a la perfección su cometido de mecenas de la ópera.
Las voces masculinas son todas secundarias y están convincentemente interpretadas. El mayor peso lo asume, sorprendentemente, un contratenor, Costanzo, en un personaje homenaje a todos los trabajadores invisibles que hacen posible todas las funciones y suponen un apoyo indispensable. Su presencia es como la del papel, constante y con el peligro de pasar desapercibido frente al barítono, Nathan Gunn, que dota del dramatismo justo a Sid Taylor, el amor de juventud de Arden Scott, a la que desencadena los miedos de todo cantante: ser alguien más allá de su instrumento, no perderse en los personajes que interpreta y tener vida fuera de los escenarios.
Por último, coro y orquesta suenan totalmente implicados en el estreno. Patrick Summers busca dar realce a los momentos solistas que hay para distintos instrumentos, a la vez que cuida un discurso musical continuo, sin falla, a pesar de la trampa entre estilo moderno y belcantista. La toma de sonido privilegia ligeramente las voces, probablemente para que no se vieran tapadas, en detrimento del tejido orquestal, que tiende a pasar más desapercibido. En todo caso, rematan una propuesta atractiva para quienes deseen estar al tanto de la producción más actual. Eso sí, que no busquen innovaciones. En todo caso, tampoco se pretende esa vía.
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