Discos
Sólo faltan los mosqueteros
Raúl González Arévalo

Hay obras que, aunque desconocidas, no pueden resultar ajenas. Es el caso de esta Cinq-Mars, ambientada, como la famosa Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas, en la corte de Luis XIII de Francia, cuando el poder casi omnímodo del cardenal-duque de Richelieu llevó a la creación de dos facciones enfrentadas e irreconciliables: los realistas, que querían que el monarca recuperara el gobierno real, y los cardenalistas, al servicio de la eminencia purpurada. Por otra parte, ningún amante del género clásico de capa y espada habrá dejado de leer no solo la famosa obra de Dumas padre (¡y sus continuaciones! Veinte años después y El vizconde de Bragelonne), sino también otras como El jorobado de Paul Féval o, precisamente, Cinq-Mars de Alfred de Vigny (1826). Todas están cortadas por el mismo patrón: romanticismo, exaltación de la patria, damas virtuosas y caballeros de altas miras que se enfrentan a infortunios del destino y designios de clásicos malvados. En esta ocasión la trama gira en torno a la última conspiración contra Richelieu (personaje ausente de la obra pero tan presente como Marlon Brando en El padrino 2)
Si comienzo con el aspecto literario es para que nadie se llame a engaño y se espere con este Cinq-Mars un nuevo Faust o Roméo et Juliette. El estilo del compositor, lógicamente, hace que resuenen ecos de sus grandes obras en algunas frases, particularmente en el modo “a la italiana” de escribir las arias y colocar los agudos o el empleo de los violines. La capacidad melódica de Gounod es digna del gran compositor que es. Pero la inspiración no alcanza las cotas memorables de sus grandes obras maestras, a pesar de la estupenda manufactura. La ópera, recibida en su momento con entusiasmo por los parisinos y alabada por la crítica, no había sido prácticamente repuesta desde el siglo XIX, a diferencia de la anterior La Colombe, que responde mejor en su falta de pretensiones a lo que se espera de ella. Por el contrario, Cinq-Mars, fue concebida directamente para el escenario de la Opéra, dentro de las normas del subgénero que constituía la grand-opéra, ya en su segunda fase, cuando los éxitos clamorosos de los estrenos de Halévy, Auber y, sobre todo, Meyerbeer, no serían repetidos por sus sucesores, de Verdi a Massenet, pasando por Bizet, Thomas o, precisamente Gounod, que cerraría en ella su carrera lírica con la postrera Le tribut de Zamora, ya sin el éxito cosechado por las anteriores y recuperada precisamente por el Palazzetto Bru Zane este año para conmemorar el bicentenario del nacimiento del compositor. De modo que, aunque sin la fascinación de los títulos más populares, la propuesta de Ediciones Singulares es indispensable y no solo por ser la primera grabación de esta ópera, sirve para rendir justo tributo y profundizar en la producción de un autor clave en el repertorio galo del siglo XIX.
Gounod escribió la ópera diez años después de haber compuesto Roméo et Juliette. Tal vez fueran demasiados alejado de los escenarios como para mantener el nivel previo, a pesar de haber aceptado regresar de buena gana de la mano de su viejo amigo Léon Carvalho en lo que a todas luces era un golpe de efecto en su estrenada dirección de la Opéra Garnier, inaugurada dos años antes. Sería injusto no reconocer que ambos eligieron bien el libreto porque tiene un desarrollo dramático adecuado, ofrece situaciones teatrales variadas, que permiten tanto el lucimiento de los grandes números de conjunto como de los más íntimos. Sin llegar quizás al impacto de Meyerbeer o Halévy en su construcción de grandes escenas corales, la escena de la conjura derrocha ardor patriótico y monárquico (lo que causó alguna reticencia en el coro, ya caído el Segundo Imperio), es eficaz y demuestra habilidad en su planteamiento, aunque dramáticamente no alcance el precedente con el que se miden todas, la escena de la conjura y bendición de los puñales de Les huguenots. Tampoco en los números solistas ni en los dúos, de buena factura, hay momentos memorables. Si uno piensa en esa maravilla que es Roméo et Juliette, un dúo en cinco actos, se quedará con un “sí pero no” en el dúo de amor entre Cinq-Mars y Marie al final del primer acto, aunque esté más logrado el del cuarto. Apenas el aria para soprano “Nuit resplandissante” se ha mantenido con dificultades en el repertorio de concierto.
Como protagonista Matthias Vidal está muy comprometido con el papel, fresco de voz y matizado, apenas le falta un punto de vehemencia en el canto para ser más creíble en la indignación cuando le niegan la mano de Marie en el segundo acto, si bien se redime liderando la conjura. Por otra parte, está perfecto en los momentos más líricos y sabe sacar todo el partido posible a su aria del cuarto acto, “A vous, ma mère… O chère et vivante image”, su gran momento solista, cantada con gran dulzura, aunque no alcance los vuelos de Faust, Roméo o Vincent.
Véronique Gens se ha convertido en una fija de la casa, afirmándose como la mejor soprano lírica francesa y del repertorio francés, siguiendo la senda explorada en su trilogía de recitales que bajo el título de Tragédiennes abordaba papeles poco o nada conocidos. Sin una personalidad teatral desbordante, su punto fuerte está precisamente en su sobriedad, el que requiere papeles como Marie de Gonzague. Estrictamente hablando no tiene los medios spinto no ya de Régine Crespin, sino de Françoise Pollet, que también grabó el aria en un precioso disco para Erato. El hecho de que también Magdalena Kozená y Vesselina Kasarova la incluyeran en sus recitales franceses da una idea de la tesitura y el centro que requiere. Gens suena, como no podía ser menos, más ligera que todas ellas y el tempo elegido para el aria es menos autocomplaciente, bastante más rápido que en las otras versiones. La dicción y sobre todo el acento son una maravilla absoluta, que la convierten en una suprema estilista en la manera de decir cantando. Y aunque el papel está un tanto desdibujado desde el punto de vista teatral, la Gens se convierte en protagonista indudable del registro.
Père Joseph, mano derecha de Richelieu en la realidad histórica, tiene un antecedente musical claro en el Gran Inquisidor de Verdi por su faceta política, pero el dramatismo está menos concentrado. El papel está muy bien perfilado especialmente en el tercer acto como auténtica eminencia gris que precipita acontecimientos a partir de su aria y el dúo posterior con la soprano. Andrew Foster Williams elige muy bien las inflexiones y los acentos que imprime a su parte, apenas un poco dura la pronunciación, pero con tenor y soprano es el tercer punto fuerte de la grabación. El otro papel grave, De Thou, es el típico barítono “martin” francés, brillante y agudo, menos joven que el shakesperiano Mercutio y menos impetuoso que el Valentin goethiano. Tassis Christoyannis sabe transmitir toda la nobleza del personaje, que en ciertos momentos (el dúo de amistad con el protagonista y su propia aria) recuerda por su empleo en el desarrollo dramático al verdiano Posa de Don Carlos. Y cerramos el cuarteto de protagonistas principales, todos perfectamente servidos.
La ausencia de la soprano principal en el segundo cuadro del segundo acto (que bien podría haber sido un acto propio, elevando el número a cinco) se suple con la presencia de otras dos figuras femeninas, Marion Delorme (protagonista de una ópera de Ponchielli) y Ninon de L’Enclos. La primera es soprano de coloratura al estilo de Philine de Mignon y Norma Nahoun responde plenamente a la naturaleza del papel, luciéndose en su aria, mientras que la segunda es mezzo lírica (al estilo de la propia Mignon) y Marie Lenormand, con menos ocasiones de lucimiento, le hace igualmente plena justicia.
No es esta la única grabación realizada por la discográfica y el Palazzetto Bru Zane con las fuerzas de Múnich, quiero recordar la excelente interpretación del coro y la orquesta de la radio muniquesa en Dante de Godard. La dicción y el estilo del coro en particular son excelentes, difícilmente se podría negar que es francófono en una audición ciega. La orquesta suena sencillamente brillante. Ulf Schirmer, que también lideró Proserpine de Saint-Saëns para Ediciones Singulares, se revela con cada nueva grabación como un fino conocedor de las necesidades y del estilo del repertorio galo, con un instinto dramático poderoso que le hace sacar el mejor partido de las obras que aborda. Ciertamente la orquestación de Gounod, sin alcanzar la riqueza de Godard, es refinada, con grandes posibilidades de lucimiento. Como todo buen director de ópera, levanta un edificio sonoro sólido, no pierde ritmo, mantiene la tensión dramática cuando la partitura lo requiere, al tiempo que deja respirar el lirismo en los momento más íntimos. Y cuida a los cantantes, por descontado.
Si unimos una presentación de auténtico lujo en las calidades, el libreto con traducción al inglés y cuatro artículos excelentes (en francés e inglés) referentes a la composición de la obra, sus características y modificaciones, y la recepción por la crítica de la época, no solo tenemos una grabación redonda, sino un producto redondo, como todos los que componen la serie.
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