Entrevistas
El trazo musical de Luis Gordillo
Paco Yáñez
Hay pintores ante cuyos cuadros la palabra nos permite andamiar una estructura de capas y significados que implementan un contenido del que carecen las superficies pictóricas por sí mismas. En otros casos, el verbo amenaza cual bisturí el lienzo, al adentrarse y horadar un lenguaje, el pictórico, ajeno a sus lógicas apalabradas. El pintor andaluz Luis Gordillo (Sevilla, 1934) pertenece, sin ningún género de dudas, a esta segunda categoría, a la de aquellos artistas cuya obra posee una fuerza genésica tal, que toda 'explicación' (no dejen de advertirse las comillas) pervierte la intrínseca vida del cuadro como pintura (cuando no traiciona los significados esenciales -conscientes o no- dispuestos por su creador).
Sin embargo, esa misma palabra que puede desvirtuar un lienzo, conduciendo la mirada en una dirección extraña al mismo, en ocasiones tiende puentes interdisciplinarios que esclarecen la creación de un pintor a la luz de otra carrera artística (por más que desarrollada en otro código). Algo así me sucedió el pasado 30 de junio, conversando con Luis Gordillo minutos antes de la inauguración de su exposición en el Centro Galego de Arte Contemporáneo*, cuando el pintor sevillano me relató la importancia que para él tenía y tiene la música, desvelándome que, de hecho, en su juventud llegó a dudar entre ésta y la pintura como dedicación fundamental, pues cursó estudios de piano y la composición fue uno de los primeros lenguajes artísticos que lo atrajo. Una inmersión en la obra de Luis Gordillo, en cualquiera de sus muy diferenciadas etapas (si bien con una lógica en continuo que se interpela en diversos momentos y vuelve sobre sí misma, reapareciendo transfigurada una etapa en otra cual el también andaluz Guadiana), revela elementos comunes con el lenguaje musical: figuras, ritmos, movimientos, series, colores, etc., que nos hablan de un trazo pictórico, el de Gordillo, en el que fluye una corriente de naturaleza poética (concibiendo la poética como pulso y respiración musical del yo).
Comisariada por Juan Antonio Álvarez Reyes y Santiago Olmo, la exposición Luis Gordillo. Confesión general nos permite realizar un recorrido que abarca siete décadas en la obra del pintor sevillano: desde las pinturas informales del año 1959 hasta sus recientes psicoanálisis pictóricos del 2015. Por tanto, una retrospectiva en toda regla, de lógica estructural muy distinta a la que quizás haya sido la más destacada muestra de Luis Gordillo hasta el presente: la exposición Iceberg Tropical, comisariada por el propio pintor en 2007 para el Centro de Arte Reina Sofía (con posterior estancia en 2008 en el Kunstmuseum de Bonn), considerada en sí misma una obra artística más de Gordillo por su potencia estética y por los vínculos tan personales que en ella desvelaba el sevillano. Aunque, como el propio Gordillo reconocía en la inauguración en el CGAC, Confesión general presenta 'huecos' entre algunas de sus etapas creativas, sin cubrir cada transición o momento de cambio, en global se trata de una antología muy significativa que ha procurado rescatar piezas apenas conocidas para no repetir el hasta ahora trayecto expositivo de Luis Gordillo, ampliando nuestro conocimiento sobre la que es una de las obras pictóricas más importantes en la España contemporánea. Precisamente, algunos de esos 'nuevos' cuadros (novedades para buena parte del público que, sin embargo, cuentan casi seis décadas de existencia) ahondan en la relación entre música y pintura que en este ensayo pretendo evidenciar, conduciendo los vínculos de Luis Gordillo hacia un paralelismo general con un compositor que fascina al pintor sevillano y en cuya música se reconoce (como creemos reconocerlo al contemplar sus cuadros): el húngaro György Ligeti (Dicsöszentmárton, 1923 - Viena, 2006).
Ese paralelismo, no obstante, no podría partir de los años de formación, pues, como ha relatado Luis Gordillo en diversas ocasiones, su paso por la Facultad de Bellas Artes de Sevilla (tras sus estudios de Derecho) no abrió sus ojos ni desarrolló su técnica en la dirección que realmente le interesaba: la de una modernidad en el ámbito de la plástica que conocería en su iniciático e «imprescindible» (así lo define) viaje a París del año 1958 (tras su primer curso en Bellas Artes), siendo deslumbrado por el informalismo francés y reafirmando sus convicciones en la insuficiencia formativa que había padecido en la costumbrista (con contadas excepciones) Sevilla del franquismo. Mientras, el paso de György Ligeti por la Academia Musical Ferenc Liszt de Budapest no podría resultar artísticamente más fértil, bajo la tutela de maestros como Zoltán Kodály o Sándor Veress que lo ponen en contacto directo con la música de quien era entonces punta de lanza de la modernidad húngara: un Béla Bartók que marcó sobremanera la primera etapa de Ligeti, con obras de impronta bartokiana como el Concert Românesc (1951), la Musica ricercata (1951-53), o el soberbio Cuarteto de cuerda Nº1 "Métamorphoses nocturnes" (1953-54); además de la continuación de las investigaciones etnomusicológicas desarrolladas por Bartók, con los registros efectuados por el propio Ligeti en las aldeas de su Transilvania natal.
Ahora bien, tanto Luis Gordillo como György Ligeti comparten en su juventud la asfixiante experiencia de vivir en estados totalitarios (de signo opuesto): dictaduras que limitan sobremanera el mundo de la cultura y el arte, produciéndose una casi simultánea huida para respirar otros aires: en el caso de Ligeti, a finales de 1956, con su marcha a Viena como primera estación en su camino hacia Colonia; en lo que a Gordillo se refiere, con su viaje a París de 1958. La trascendencia de estos viajes en sus evoluciones estéticas es inmediata, a través de las influencias recibidas en dos centros de sus respectivos lenguajes artísticos como Francia, en la pintura, y Alemania, en la música. György Ligeti compondrá en el Elektronisches Studio des Westdeutschen Rundfunks de Colonia dos piezas seminales de cara a su nueva concepción del sonido, como las electrónicas Glissandi (1957) y Artikulation (1958). La traslación de sus principios compositivos al tejido orquestal será Apparitions (1958-59), partitura despojada de los ejes canónicos en la construcción clásica: el melódico-horizontal y el armónico-vertical, sustituidos por objetos sonoros (de marcada inspiración electrónica, ajenos a los principios tonales) que irrumpen y se desplazan en el tiempo como bloques, texturas y masas, de un modo aún no tan plasmático como lo serían las partituras de la década de los sesenta, obras como Atmosphères (1961), Volumina (1961-62, rev. 1966), el Concierto para violonchelo (1966), Lontano (1967), etc. (en ese sentido, Apparitions es más vinculable a Aventures (1962) y Nouvelles Aventures (1962-65), con su acerado trabajo de la irrupción de cuerpos tímbrico-instrumentales y vocales).
En paralelo, Luis Gordillo, durante su estancia en París entre 1958 y 1960, bebe de las fuentes más depuradas del informalismo de la mano de pintores españoles como Manuel Millares y Antoni Tàpies, así como de los franceses Jean Fautrier y Henri Michaux, o del tachista alemán Wols (influencia que considero crucial; aunque no menos importante lo será en este primer momento la de Tàpies, como se puede observar en el rotundo Agujereado (1959), tinta china, barniz y collage sobre papel de Luis Gordillo que es puerta de acceso a Confesión general). Sin embargo, si un cuadro en el CGAC plantea un primer paralelismo con la obra de Ligeti, éste sería la soberbia Abstracción Tobey (1959), tinta china sobre cartulina estrictamente contemporánea de Apparitions. Si en Apparitions Ligeti renunciaba a la construcción melódico-armónica, en Abstracción Tobey Gordillo vive un definitivo momento de emancipación de la tradición figurativa, incluso de la abstracción de las vanguardias, adentrándose en un informalismo gestual prácticamente monocromo (si bien asentado en las escalas de grises producidas por las diferentes acumulaciones de tinta que serían proceso cromático recurrente en estas primeras piezas, de formas y técnicas que reverberan, al tiempo, la caligrafía oriental). Abstracción Tobey es un cuadro poderosamente musical, en el que los cuerpos se desgajan moviéndose por el espacio creando series y patrones de libre asociación en la mirada del espectador, absorto en esa simultaneidad de (también) apariciones que pueblan la cartulina con una apariencia de gestos repetidos de forma obsesiva, pero que una observación atenta muestra que eluden la repetición estricta para adentrarse en otro proceso tan musical como el de la variación (diría que hasta en la imposible fuga de sí mismos: procedimiento que tantas implicaciones de corte subjetivo, existencialista (recordemos que estamos en la Francia de los años cincuenta) y psicológico alberga, en línea con el obsesivo análisis del yo que Gordillo realiza en este periodo -«la autorreflexión en mí es una cosa neurótica», acabará reconociendo el pintor sevillano-). De hecho, la musicalidad en Abstracción Tobey se refuerza por la presencia entre sus apariciones -de gestualidad tan virulenta como controlada- de un elemento figurativo y/o simbólico que surge en la parte inferior derecha de la cartulina: lo que parece un pentagrama conformado por cinco líneas paralelas que quizás prolongan como un eco pictórico la vocación musical de Luis Gordillo: ¿última duda persistente, ya en negro sobre blanco?, ¿formas obsesivas que recrean la desmaterialización de una gran partitura?, ¿desintegración morfológica de las notas y símbolos de la escritura musical?, ¿gran masa central como borrón que amenaza con recubrir y ocultar las figuras-nota deconstruidas?, ¿irrupción autoafirmativa de la pintura sobre la música como vocación?...
...son preguntas que sólo Luis Gordillo puede responder en último término, a través de una prospección en el yo que ha sido recurrente a lo largo de su carrera como pintor: indagación y subsiguiente relación con el material en la que reconoce que en los últimos años se ha reconciliado con muchas de sus etapas y lienzos previos, tomando lo que dice «cariño a los cuadros» a través de una «sensibilidad afectiva». Sin duda, las tintas de esta primera etapa se han beneficiado de ese feliz reencuentro, algo que el espectador reafirmará en la visión de piezas sobre cartulina como los coetáneos Letrismos en francés (1959) o Letrismos con mancha blanca y mancha negra (1959): dos obras, de nuevo, con una gran tensión musical, muy cercana al concepto de cuerpos en irrupción 'desordenada' de Apparitions (aunque aquí bajo ese 'desorden' prime la pauta de la escritura; más acusadamente, en Letrismos con mancha blanca y mancha negra). Como en Abstracción Tobey, percibimos el crepitar de la scriptio inferior del palimpsesto pictórico gordillesco, sus cuerpos en proliferación, su escritura 'automática', y cómo estos se cubren de masas plasmáticas que sobrescriben el informalismo de una capa de expresionismo abstracto. Ese manejo de la masa textural, de perfiles nebulosos y rothkianos, se agudiza en la colección de cuarenta elementos de tinta china sobre papel que conforma la Serie de abstracciones pintada entre 1959 y 1960. Pintura obsesiva y angustiosa, fruto de una profunda crisis existencial, nos fijaremos ahora, para establecer los vínculos con la música de Ligeti, en cómo su trazo reiterativo (sus espirales y curvas obstinadas) consigue(n), desde lo más mínimo, crear, por acumulación y expansión multidireccional de trazos gestuales, una masa que los trasciende en un constructo que se mueve cual organismo textural como sumatorio de sus partes. Es éste un concepto indisociable de la micropolifonía ligetiana de la coetánea Atmosphères y de la posterior Lontano, con sus engranajes de cánones cuya superposición hilvana, a su vez, un constructo despojado de armonía, melodía y/o referencias explícitas a la forma tradicional, que se mueve cual masa plasmática suspendida en el tiempo y en el espacio, con una concepción netamente pictórica (pues si Ligeti ha reconocido en diversas ocasiones que la polifonía medieval era una influencia insoslayable para sus partituras de los años sesenta, no menos lo ha sido la pintura informal y abstracta coetánea; con lo cual, reforzando la tesis de este ensayo, la permeabilidad y la influencia entre la música y la pintura es un proceso de fertilización bidireccional y recíproca). Así pues, estos momentos de 'excarcelación' en Luis Gordillo y György Ligeti de sus respectivos orígenes, asfixiados por la tradición y el totalitarismo político, marcan, a través del informalismo, la liberación de la partitura y del cuadro como espacios para la disrupción de masas texturales: primer punto de encuentro entre la música y la pintura.
No pretendo ni podría, en el marco de un ensayo como éste, recorrer cada etapa y momento en la pintura de Luis Gordillo y en la música de György Ligeti; máxime, cuando hablamos de creadores libérrimos con tal amplitud estilística en su producción. El riesgo, la aventura, la reinvención y la ruptura de sus propios moldes previos ha marcado en no pocos momentos la carrera de ambos creadores, así como sus fuertes contrastes internos. Luis Gordillo ha diferenciado en su carrera tres etapas, que categoriza en: una primera etapa marcada por el informalismo; una segunda etapa de estética pop, improntada por cuanto rodea al artista en su medio; y una tercera etapa que dice de «máximo control», en la que se produce una fértil contraposición de elementos que dan lugar a ese 'rebrotar' de estadios previos reconcebidos (los meandros o sus últimas cabezas psicoanalíticas serían un perfecto ejemplo de ese rebrotar, respectivamente, desde el informalismo y el pop).
De este modo, la transición entre la primera etapa de Luis Gordillo (el informalismo) y su segundo estadio creativo (el pop) se da ya a principios de los años sesenta (1963) y tiene uno de sus frutos más logrados en la Gran cabeza (1965) que estos meses podemos contemplar en el CGAC: óleo sobre lienzo convertido en uno de los iconos del arte pop español, con su rostro central de corte figurativo circundado por rastros de una 'abstracción' (término que con respecto a su obra incomoda a Gordillo) que diría eco geométrico-constructivista. No se produce un salto en Ligeti tan temprano hacia su siguiente etapa, pero sí hay que vincular aquí a ambos creadores a través del humor y de una toma de distancia psicológica. Marcados por una convulsión psíquica angustiosa (recuérdese la Serie de abstracciones de Gordillo o las Métamorphoses nocturnes de Ligeti), ambos viven sus momentos de huida de sus respectivos países como periodos de crisis y reconceptualización de yo: proceso cuyos 'residuos' (siguiendo el concepto de escritura de Samuel Beckett) no han escondido ambos, ni en su pintura ni en su música. En el caso de Gordillo, la vuelta a España tras su segundo viaje a París, en 1962, genera una nueva crisis (de orden inverso) que se agudiza con el 'fracaso' de su primera exposición en Sevilla (en el Club La Rábida). De todo ello se nutre un salto a la estética pop tan poco frecuente en aquel entonces en un pintor de factura informal tan acusada como lo era el Gordillo de 1959 y 1960. Los paralelismos ligetianos aquí se difuminan, aunque no podemos dejar de encontrar en la serie de cabezas ese fino sentido del humor que nunca ha abandonado desde entonces la obra de Gordillo, y que en Ligeti sería rabiosamente presente como sarcasmo e ironía desde las también coetáneas Aventures y Nouvelles Aventures: críticas aceradas envueltas en una carcajada histriónica. En Gordillo, estas cabezas de los años 1964 y 1965 presentes en el CGAC (Cabeza con letra B, Cabeza con letra C, Cabeza azul-gris, Cabeza roja y Mano con ojo) provienen de revistas y publicaciones de la época, y aunque en ellas Gordillo prosigue su obsesivo análisis del yo, el hecho de que el rostro se extraiga de una realidad exterior preexistente marca cierta distancia y objetivación (cuando no, una caricatura del contradictorio esperpento que era la España de la época). Es, por tanto, y como sostiene Juan Antonio Álvarez Reyes, un pop intelectual y complejo con vocación de autoanálisis, en el que Gordillo se sigue planteando por qué no cree en sí mismo y en lo que hace: motor de una búsqueda (como la de Ligeti) incansable a lo largo de su carrera: de ahí su polimorfia e inasible vuelo estilístico.
A pesar de la progresión cronológica de la exposición, tal y como señaló Luis Gordillo en la inauguración del pasado 30 de junio, en Confesión general se producen huecos en las transiciones que llevan de obras como Cabeza azul-gris a Cuatro ojos (1965): camino hacia una figura más impersonal, síntesis general de lo geométrico y lo figurativo, en la que, como sostiene el pintor sevillano, «las cabezas echan cuerpo», surgiendo un movimiento multidireccional que rompe el constructivismo más estático que imponían los bordes de la serie previa de cabezas (ya resquebrajadas e inducidas al desdoblamiento en Cabeza azul-gris). Esa prolongación del cuerpo es un buen ejemplo de lo que Simón Marchán dice constante inquietud y curiosidad de este ya clásico del arte español: proceso en el que reaparece, tras el estatismo previo, la dinámica musical del ritmo, la serie y el cromatismo fluctuante. Es éste un momento, el de cuadros como Cuatro ojos (1965), Astronautas (1966), Peatón dúplex (1966), Tricuatropatas (1967), o los Automovilistas (1968), de integración y síntesis de elementos previos; algo que llega a uno de sus puntos álgidos en el CGAC con Descendiendo rojo-gris (1968), óleo sobre lienzo en el que se suma un fuerte rigor constructivista, atisbos del Op art y una sublimación progresivamente personal del pop británico (así como una asimilación de la desgarrada figuración baconiana, que ya parecía asomarse en las nebulosas figuras de Astronautas). Un análogo ejercicio de síntesis lo llevaría a cabo Ligeti en ese gran sumatorio de sus logros como compositor hasta la década de los setenta que fue su única ópera, la genial Le Grand Macabre (1974-77, rev. 1996). En Gordillo se da, en ese mismo momento, un fértil encuentro con la fotografía del que surgen los potentes «dúplex» (siguiendo la terminología del pintor) de las Sedimentaciones (1975-76), cuyos paneles inferiores condensan el trabajo previo del sevillano, tensándolo e introduciendo un elemento externo de objetivación: la fotografía y el recorte de publicaciones (con tantas lecturas y connotaciones críticas con respecto a la historia, los imaginarios de poder, los medios de comunicación y la sociedad que lo rodea); como en la «anti-anti-ópera» (así su creador la denominaba) ligetiana lo sería La Balade du grand macabre (1934), del dramaturgo belga Michel de Ghelderode, de quien Ligeti derivó su libreto en colaboración con Michael Meschke (también repleto de acerada crítica política y social).
Un poderoso elemento de objetivación en Gordillo lo constituirá la fotografía (tan presente a partir de los años setenta), con obras como el fotomontaje sobre tablero Espejo gemelos (1975-76). Se hace difícil no pensar en Fluxus y en una obra de Ligeti tan representativa de dicho movimiento como el Poème Symphonique pour 100 Métronomes (1962) al contemplar este espejeo de una figura cuya continua inversión con su imagen reflejada acaba creando, por acumulación de elementos simples y reiterativos -como en el Poème ligetiano; si bien allí, dinámicos-, procesos entrópicos en los que se genera una ilusión de movimiento del muñeco original (además de la sensación de gradaciones en la intensidad del gris a lo largo de la superficie, agudizada dicha percepción por la técnica serial, por la visión del fotomontaje a distintas distancias y por lo más borroso del muñeco en el reflejo -que apunta influencias del esfumado pictórico-). Gordillo es, así, consciente de que la mirada del espectador y su desplazamiento sobre el fotomontaje crea composiciones propias en cada acercamiento, dando una nueva vida a la obra en los sucesivos visionados (tal y como el cineasta ruso Serguéi Eisenstein afirmaba que un plano general fijo poblado por numerosos personajes creaba, en sí mismo y sin editar, el montaje, al dirigir la mirada el espectador a diversos elementos, editando subjetivamente las secuencias y sus relaciones dentro de un mismo plano de gran apertura). Algunos de los fotomontajes coetáneos, como las Secuencias edipianas (1975-76), se vinculan directamente con Le Grand Macabre por la presencia de lo sexual, más explícita en la ópera ligetiana, más implícita en el triángulo edípico de Gordillo (uno de cuyos vértices lo ocupará el muñeco de Espejo gemelos): una obra que profundiza en la objetivación, así como en la crítica de la impostación de modelos sociales a través de los medios de comunicación de masas. Como en la soberbia serie fotográfico-pictórica Pareja americuana (1970-80) -con elementos warholianos y un compendio de las etapas previas del pintor, abriéndose a nuevas rutas- o en la puramente fotográfica La sirenita (1975-2000) -en la que el muñeco de porcelana reaparece, vinculando así las tres series-, la mirada se vuelve a liberar de una direccionalidad predefinida, siendo libre de operar ese montaje que tanto bebe del concepto eisensteiniano como del cómic o de las pinturas en viñetas de Robert Rauschenberg (influencia que también marcó las formas móviles del compositor norteamericano Earle Brown). Similares planteamientos, en lo que a hibridación plástico-fotográfica se refiere, se dan en la Primera serie lábil (1974), ante la cual no podemos evitar el recuerdo de los monstruosos rostros de Antonio Saura, así como de su reinterpretación por medio del objeto encontrado en un artista tan vinculado con Gordillo y Saura como Antonio Pérez (en cuya reciente entrevista para Mundoclasico.com Luis Gordillo era citado en diversas ocasiones).
Al respecto de la utilización de la fotografía, nos dice Luis Gordillo: «Los que se hayan interesado por mi obra se habrán percatado de la importancia que tiene en ella procesos de relación radicales y tensos, entre extremos difícilmente conciliables como son la expresión gratificante y la neutralización extrema. Y es en ese extremo neutralizador donde ha intervenido principalmente la foto. Vaya por delante que considero mi obra como esencialmente pictórica y que la foto ha intervenido sólo en ciertos periodos y como instrumento transformador de lo pictórico, revirtiendo los resultados al material de donde habían surgido. Mi apetito devorador es amplio; todo puede ser deglutido y asimilado para una densificación última del cuadro: colección obsesiva de fotos de prensa y de objetos baratos, técnicas de transformación como la foto, la imprenta, la fotocopia, el collage y todas estas fuentes y procesos reciclándose en espiral». Un Luis Gordillo, así pues, como incansable coleccionista, fagocitador y conciliador de extremos. ¿No es éste un concepto puramente ligetiano? La conciliación de extremos texturales, rítmicos y/o estilísticos ya estaba presente en el Ligeti de los años sesenta y setenta: pensemos en una partitura paradigmática al respecto como la coral-instrumental Clocks and Clouds (1973), en el Kammerkonzert (1969-70), o en los dos bloques contrastantes que presentan los movimientos extremos del Requiem (1963-65). Ahora bien, si un periodo del compositor húngaro presenta una nueva y más directa cercanía con Gordillo (como directa la había sido en los periodos, respectivamente, informal -en lo pictórico- y micropolifónico -en lo musical-), ése es del último Ligeti, el de los años ochenta y noventa del siglo XX.
A pesar de que Ligeti no compuso música concreta en la línea de Pierre Schaeffer, sí introdujo en su postrero periodo compositivo elementos externos tomados de la realidad musical que articularon su creación con una mayor 'objetividad', al tiempo que vinculándola con culturas sonoras que van del gamelán indonesio a los polirritmos de la música africana, pasando por los abrumadores constructos de métricas discrepantes sintetizadas por Conlon Nancarrow en sus pianos mecánicos (si en su juventud Ligeti recopiló ejemplos del acervo musical magiar, en su madurez coleccionaba fragmentos de lo que podríamos denominar «armonía del mundo», casi a modo de un Johannes Kepler de la música contemporánea -siguiendo el título de la ópera de Paul Hindemith en la que el astrónomo es protagonista-; coleccionismo que -como hemos leído en las palabras del propio artista- sería una obsesión en Luis Gordillo, en el caso del sevillano con una fotografía que neutraliza las pinturas ya realizadas: la «pintura pintada», como él la denomina). Ello, unido en Ligeti al regreso del cromatismo, a las consonancias armónicas y a la utilización reformulada de la melodía, da lugar a un periodo en el que una mirada cosmopolita se sintetiza con un reaparición de la tradición húngara sublimada vía Bartók, multiplicando sus vericuetos estilísticos.
La entrada de Luis Gordillo en esa última etapa en la que los vínculos con Ligeti se vuelven a fortalecer se da, en lo que Confesión general respecta, con la impresión offset de dieciséis elementos que conforman las Variaciones color del Andarín cabezón (1978), así como, de forma aún más acusada, en la serie en técnica mixta Peter Sellers (1978). En esta serie, Gordillo toma una fotografía del actor británico y, sirviéndose de la imprenta, separa los colores (amarillo, magenta, azul, gris y negro) procediendo a cortar y reformular en collages la fotografía como una alternancia en los colores de la cuatricromía. De este modo, afirma Gordillo que «fui creando unos espacios en los que poco a poco fue desapareciendo el personaje, quedando tan solo un aroma del ambiente inicial, su impacto cultural y estilístico. Las transformaciones fueron cada vez más intensas, haciendo aparecer elementos de otras series». De nuevo, el proceso fagocitador de Ligeti se antoja correlato de esta omnívora técnica de apropiación, transformación y resignificación de elementos locales efectuando una lectura más universal. Es éste un proceso que, tal y como nos recuerda el CGAC, hace que la producción de Luis Gordillo se haya «caracterizado por hacer más complejas las categorías estéticas y los dilemas artísticos, buscando salirse de las simples definiciones y marcos preestablecidos. Con este fin ha desarrollado una constante investigación que lo ha llevado a una experimentación permanente» (recordemos que ese «salirse de las simples definiciones y marcos preestablecidos» causó no poca incomprensión y hasta rechazo -desde los posicionamientos más extremos de la avantgarde- del último Ligeti). Desde un punto de vista del manejo del color, existe un correlato en las partituras ligetianas en cuanto a su proceso de separar, cual prisma musical, la tensión cromática comprimida en las piezas de los años sesenta, cuyos timbres se diversifican y liberan en obras como el Trío para violín, trompa y piano (1982), el Concierto para piano (1985-88), o los satíricos Nonsense Madrigals (1988-93).
Ese sentido de individualidad (personal y artística), compartido por Gordillo y Ligeti como incansable búsqueda de nuevos horizontes, se manifiesta en estas palabras en las que el pintor reflexiona sobre las razones esenciales por las que ha empleado métodos automáticos de reproducción y transformación (pensemos en la pianola de Nancarrow, transubstanciada en las últimas piezas para piano de Ligeti): «deseos de apartarme de las gamas tradicionales de la pintura moderna, que repiten esencialmente los hallazgos obtenidos por los impresionistas: contraposición de tonos calientes y fríos, vibración luminística, etc. El trabajar con medios mecánicos introduce ampliamente la aparición de la casualidad, el hallazgo de gamas, de acordes de colores más allá de lo lógicamente imaginable, se trataba de crear una neutralidad colorística, de subvertir la atmósfera-color de la modernidad, de dar la vuelta al calcetín de la profundidad creando un espacio ¿laico?». De nuevo, un rechazo frontal a la sacralización del arte llevado a cabo desde el humor, la objetivación y la ampliación sintético-fagocitadora de elementos 'discrepantes'. Avanzar un paso más en Confesión general afianza dicho planteamiento artístico-vital, con cuadros como el díptico en acrílico sobre papel y tablero Vesícula (1986), los acrílicos sobre lienzo Situación meándrica (1986), o el políptico acrílico sobre lienzo Supergástrico compensado (1991): indagaciones pictóricas de las interioridades del cuerpo humano en la serie Células que se anticipan en una década a las series sobre fluidos y excreciones corporales del dúo británico Gilbert and George, realizadas en los años noventa a partir de fotografías de laboratorio tratadas con gamas cromáticas muy contrastantes y agresivas (si bien en Gilbert and George se produce una inmersión de los creadores dentro del cuadro, algo apenas presente en Gordillo -en lo que a esta serie respecta, pues ya habíamos observado su rostro asomado a las últimas fotografías de La sirenita-).
Tanto en estas series meándricas como en las celulares, así como en La primera escritura (1983) y en La nieve es negra (1987) -que podemos relacionar con los letrismos de 1959-, se produce una reaparición del Gordillo informal: un potente diálogo del creador entre diferentes etapas de su pintura, actualizando y compactando su obra. Aquí la presencia ligetiana que se impone, como en los vastos polípticos que contemplamos al avanzar una sala (el acrílico sobre lienzo Mondrian inspira, Mondrian expira (1997) sería un buen ejemplo), es la de unas partituras tan queridas y escuchadas por Gordillo (así me lo decía el pasado 30 de junio) como los Études pour piano (1985-2001). Estudios como Désordre, Touches bloquées, Fém, Vertige o Der Zauberlehrling son un perfecto correlato musical, con su polirritmia incisiva tendida en múltiples direcciones, sus tensiones cromáticas contrastantes, su imparable movimiento y sus superposiciones de capas, ya no sólo de los meandros y las células, sino de polípticos como el impresionante acrílico sobre lienzo Sinfonía bisagra o La Seguridad Social (1996), del tríptico en C-print sobre Aludibond Insistencia lingüística (2004), o del acrílico sobre lienzo y lona con impresión digital Logotipos de sí mismos (2010), con esa tan ligetiana proliferación-ampliación de temas, cual células que se multiplican, varían y expanden en vertical...
...ahora bien, Confesión general nos reserva una última sorpresa: un nuevo diálogo de Luis Gordillo consigo mismo, una actualizada autorreferencialidad que nos demuestra que su inquietud y su constante proceso de revisión no se detienen ni superados ya los ochenta años (ese «conectar unos periodos con otros desde argumentos a cuestiones sígnicas, formales o de construcción de los cuadros», que nos dice Santiago Olmo, con sus sutiles vínculos entre las distintas etapas del sevillano). En la última sala de la muestra, las cabezas de los años sesenta (pero, también, las de la Primera serie lábil) reverberan en los cuadros más recientes expuestos en el CGAC: acrílicos sobre lienzo como ¿Es esto el futuro? (2014), Keop's Psychoanalysis (2015), Nefertiti's Psychoanalysis (2015), o Implantación de sueños (2015), en los que Gordillo vuelve a la pura pintura sin dejar de reflexionar sobre la historia y la sociedad que lo rodea (a la que interpela como pintor, rehuyendo cualquier egotismo, consciente de la función cívica del artista), pues es obvia en Keop's Psychoanalysis una sombra amenazante, ya no sólo de lo más oscuro que habita en nosotros al retirar el epitelio domesticador de lo social, sino de aquello que Jorge Luis Borges titularía como Historia universal de la infamia (1935): un teatro de la bestialidad del mundo en una nueva y esperpéntica función: la de tantos mandamases planetarios como hoy padecemos a modo de Ubús renacidos. Si en los años sesenta las cabezas pop de Luis Gordillo echaron patas y comenzaron a andar, en la segunda década del siglo XXI de estas nuevas cabezas (véase Implantación de sueños -a cuyo panel superior Keop's Psychoanalysis se asoma-) brotan cuerpos geométricos, angulosos e indefinidos, quizás aún más amenazantes que cincuenta años atrás, pues aquí progresivamente recubren y desdibujan al yo, como una plaga que brota desde sus entrañas. Uno intuye en estas cabezas un proceso técnico y conceptual aún embrionario, más estático y solidificado, pero serán los próximos cuadros del pintor (su motus animi continuus, que diría Thomas Mann en Der Tod in Venedig (1912) tirando de Cicerón) los que nos muestren las nuevas direcciones de un artista libre como pocos, abierto a múltiples influencias y paralelismos, algunos de los cuales, desde la música, hemos señalado en este ensayo. Será, así, como Luis Gordillo siga dando nuevos sentidos a sus propias palabras: «Mi trabajo ha variado mucho a lo largo de toda mi trayectoria, no ha sido un trabajo homogéneo, todo ello invita un poco a hilvanar la narración, a decir: "¿Por qué he hecho esto aquí, por qué he cambiado después, qué sentido tiene...?", y verlo no como batallas, sino como algo que realmente ha tenido un hilo conductor. Más que rupturas, aparece una continuidad profunda».
Si en György Ligeti conocemos uno de los periplos musicales más apasionantes del siglo XX, partiendo de la música popular húngara hasta establecer un lenguaje personal tan plural como inconfundible que ha influido a generaciones de compositores ya en el siglo XXI, abrazando una diversidad de referentes que convierten su obra en una verdadera armonía del mundo; el recorrido pictórico de Luis Gordillo puede ser igualmente comprendido desde la influencia de lo musical, en su caso desde aquel paisaje cotidiano con flamenco, sevillanas y pasodobles que el pintor recuerda en su infancia (y cuyos sonidos quiso recuperar, por medio de una banda popular, en la inauguración de sus pinturas murales sobre lona que cubrieron -desde el año 2005- la restauración del puente romano de Córdoba). Como en la música o en el cinematógrafo (otra de sus querencias artísticas), la pintura de Luis Gordillo se nutre del movimiento para esculpir el tiempo (que diría Andréi Tarkovski), rehuyendo el estatismo y rompiendo los cimientos de una quietud que podría parecer -antitéticamente- ontología de la pintura (trasunto sobre el lienzo de una indómita inquietud personal como artista).
«Me ha costado mucho llegar a creer en mi obra y por eso también he estado tan abierto a los cambios», afirma Luis Gordillo. La exposición Confesión general nos permite (re)conocer, vivenciar y creer aún más en la obra de uno de los más importantes pintores españoles contemporáneos. Dentro de las actividades que el CGAC nos ofrece en torno a sus muestras, el próximo 12 de septiembre, en el marco del ciclo anual Música y arte. Correspondencias sonoras, Vertixe Sonora Ensemble revertirá las influencias y analogías musicales que en este ensayo hemos señalado, proponiendo a cuatro jóvenes compositores la creación de cuatro partituras que serán estrenadas desde la inspiración en la obra de Luis Gordillo. De este modo, la norteamericana Heather Stebbins, la japonesa Chikage Imai, la polaca Joanna Wozny y el mexicano Jorge Gómez Elizondo presentarán en Santiago de Compostela sus reflexiones sonoras alquitaradas a partir de los cuadros del pintor sevillano, dando una nueva vuelta de tuerca al fértil e inagotable diálogo interdisciplinario que la obra de Luis Gordillo nos tiende desde hace más de medio siglo.
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