Discos

Halévy, mucho más que La juive

Raúl González Arévalo
jueves, 9 de agosto de 2018
Jacques-Froméntal Halévy: La reine de Chypre, ópera en cinco actos (1841) con libreto de Jules-Henri Vernoy de Saint-Georges. Véronique Gens (Catarina Cornaro), Cyrille Dubois (Gérard de Coucy), Étienne Dupuis (Jacques de Lusignan), Éric Huchet (Mocénigo), Christophoros Stamboglis (Andréa Cornaro), Artavazd Sargsyan (Strozzi), Tomislav Lavoie (un oficial / un heraldo). Flemish Choir. Orchestre de Chambre de Paris. Hervé Niquet, director. Dos CD (DDD) de 154 minutos de duración. Grabado en eñ Théâtre des Champs Elysées de París (Francia) del 5 al 7 de junio de 2017. EDICIONES SINGULARES ES 1032. Distribución en España: Semele Music
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Son muchos los autores cuya memoria está unida a un solo título en la actualidad: Bizet (Carmen), Mascagni (Cavalleria rusticana) y Leoncavallo (I pagliacci) son probablemente los ejemplos más fáciles y recurrentes. Luego están también aquellos de los que se recuerda un título, que además ya no está tan presente en los escenarios como antes. Aquí Jacques-Froméntal Halévy y su La juive es un caso claro. A pesar de algunas reposiciones recientes, la dificultad de la obra por la enorme exigencia en los papeles principales hace que suba pocas veces a los escenarios y se cuentan con los dedos de una manos las grabaciones disponibles.

Sin embargo, Halévy fue considerado con Meyerbeer el máximo exponente del subgénero que conocemos como grand-opéra francesa, del que soy fan irredento. Como en las grandes obras épicas literarias y cinematográficas, la grand-opéra alterna el gran trasfondo histórico y las historias personales con intereses particulares condicionados por los acontecimientos, con un gran desarrollo dramático (cuatro o cinco actos), no menos de cuatro solistas principales y grandes números de conjunto llevados a su máximo exponente con la importante participación del coro.

Después del Concilio de Constanza como marco para los amores de Léopold y Rachel, vigilados por Eléazar y el cardenal Brogni en La Juive (1835) antes citada, Halévy alcanzó su mayor éxito como compositor con esta Reine de Chypre, que recrea la historia de la veneciana Caterina Cornaro, personaje real (bellísimo el inolvidable retrato del gran Tiziano), desposada por mandato de la Serenísima con Jacobo II de Lusignan, rey de Chipre que falleció probablemente envenenado por los venecianos en 1474, menos de dos años después de la boda. Caterina, embarazada, dio a luz a un hijo póstumo, Jacobo III, que murió con menos de un año de edad, previsiblemente asesinado también. La veneciana continuó como regente del Reino de Chipre hasta 1489, cuando la República de Venecia, que controlaba de hecho la isla, decidió acabar con la pantomima y anexionarla a sus territorios. Para meter más intriga, el libretista añadió una figura inventada, Gérard de Coucy, prometido de la noble veneciana al que la novia planta en el altar, chantajeada para casarse por razones de Estado con el rey chipriota si no quería ver morir a su amado. La acción se complica de forma inverosímil hasta culminar con la muerte del rey y la derrota de los venecianos a manos del pueblo chipriota liderado por la reina y apoyado por los franceses encabezados por Coucy, en lo que casi constituye un final feliz.

Desde que se anunciaron las representaciones en París, accidentadas en cuanto al protagonista se refiere, y la grabación en Ediciones Singulares (qué paradoja que sea un sello español el que más esté ofreciendo con gran lujo y rigor las sendas menos transitadas del repertorio francés), había una gran expectación que ni siquiera la representación hace años de Charles VI  (el rey loco francés en plena Guerra de los Cien años) del mismo Halévy en Compiègne (hay DVD) había suscitado. Dos nombres míticos para medirse, Rosina Stoltz y Gilbert-Louis Duprez, y las opiniones favorables de dos compositores poco dados a los halagos de trabajos ajenos: Berlioz, que la consideró a la misma altura artística de La juive, y Wagner, que la juzgó incluso superior. Uno, modesto opinador, no debería atreverse a contradecir a esos genios. Pero lo haré: si las escenas corales no tienen nada que envidiar a la primera, la verdad es que a la segunda le falta rematar con personajes de la potencia dramática de Rachel, Eléazar y Brogni, que tienen además arias con melodías absolutamente inolvidables, precisamente lo que falta en esta Reine de Chypre.

La grabación se basa en la nueva edición crítica patrocinada por el Palazzetto Bru Zane, que ha restaurado cortes operados después del estreno y pasajes que ni siquiera vieron la luz. Todo el protagonismo recae en la única mujer del reparto (condición impuesta por la diva, a la sazón amante del director del teatro) y en el tenor; el barítono no aparece hasta el tercer acto, y el bajo y el segundo tenor realmente son más un apoyo en los números de conjunto que protagonistas. Que en el caso de tenor y la soprano tienen un buen cumplimiento, pero no modélico.

Me gusta mucho, muchísimo Cyrille Dubois... en otros papeles. Ciertamente, ha progresado mucho, desde el papel secundario en la magnífica Renaud de Sacchini en esta misma serie de óperas francesas, hasta postularse como protagonista de este Halévy. Pero como Gérard me ha convencido a ratos porque siendo más un contraltino, como revela su repertorio habitual de papeles más ligeros, realmente no tiene la voz para un papel de Duprez, por color y por espesor. A día de hoy habría hecho falta Michael Spyres, más aún después de su histórico recital en Opera Rara el año pasado, o John Osborn, que también sacó disco dedicado al “inventor” del Do de pecho. Los sonidos mixtos en la cavatina de entrada chocan porque en 1841 el mítico tenor francés los había abandonado. Por ello, está mucho mejor resuelta la imponente escena del acto cuarto, “De mes aïeux ombres sacrées”, sin duda el mejor número de la ópera. La comparación con la grabación del tenor americano revela la menor adecuación del francés a la vocalidad de Gérard, pero no es menos cierto que tiene un agudo muy seguro y que el retrato dramático que ofrece es muy convincente por la inteligencia y la intensidad del intérprete, especialmente en los dúos con Catarina.

La problemática de la adecuación vocal es mayor con la protagonista. Como con Dubois, Véronique Genes, me gusta mucho más en otros papeles. En estas mismas páginas he comentado con entusiasmo los resultados en otras obras publicadas por Ediciones Singulares, como Dante de Godard y Herculanum de David, incluso en papeles de soprano falcon como Marie de Gonzague en Cinq-Mars de Gounod. Sin embargo, si Hélène Chevrier era una soprano lírica, algo corta de agudo, Rosine Stoltz era claramente una mezzosoprano, por más que sustituyera a Cornelie Falcon en los papeles creados para ella por Meyerbeer, de Alice (Robert le Diable) a Valentine (Les huguenots), o precisamente Rachel de La juive. Y aunque hayan sido frecuentemente sopranos las que los han cantado, desde luego ninguna de ellas cantaban Léonore de La favorite que Donizetti estrenó con Stoltz en 1840, el año antes de La reine de Chypre. Es decir, para Catarina habrían sido perfectas Giulietta Simionato (Valentina de inolvidable recuerdo), Fiorenza Cossotto y Shirley Verrett (dos Leonoras insuperables), o entre las sopranos una Martina Arroyo (perfecta Valentine y Sélika). La Gens tiene una técnica magnífica que le permite cubrir las notas en el centro y darles más sonoridad que consistencia real en el grave; aunque sale del trance con holgura a pesar del esfuerzo evidente, las frases más dramáticas, de corte incluso declamatorio, requieren un centro más potente y un color más oscuro, el que podrían aportar Antonacci, perfecta en papeles anfibios, o una Garanča, estupenda Leonore en una grabación reciente de La favorite. También en el aria del segundo acto se echa en falta mayor amplitud vocal. Por el contrario, la dicción es la maravilla de siempre, la musicalidad y la agilidad van sobradas, con un gusto exquisito.

Por terminar con las voces agudas, el segundo tenor, Éric Huchet, estuvo mucho más adecuado como el malo de la historia, Mocénigo, por voz y por timbre, lo que en última instancia le hizo ser más incisivo y seguro en el papel asignado. El brindis solista en el tercer acto está muy bien resuelto. De la misma manera, las voces graves son prácticamente irreprochables. Lusignan, destinado en su momento al célebre Paul Barroilhet, tiene una encarnación fantástica con Étienne Dupuis, una voz timbrada y con gran presencia desde su aparición en el tercer acto, matizada (su aria) pero capaz de imponerse en los momentos más dramáticos, como el final de ese acto y las intervenciones en los restantes. Por último, a Andréa Cornaro le ocurre como al Balthazar de La favorite: al no tener aria es un solista convertido en secundario. Christophoros Stamboglis está perfecto, y su gran momento, el dúo con Mocénigo (con ecos del de Philip II-Inquisiteur de Don Carlos por la oposición entre la razón de Estado y la personal) está muy bien aprovechado.

Hervé Niquet, como Véronique Gens, es un fijo de la casa. Como ya apuntaba con la dirección de Herculanum, su visión no cede a la autocomplacencia (se puede comparar con el tiempo elegido para el aria del tenor en el recital de Spyres), con una concepción siempre al servicio del desarrollo dramático de la acción, sin caídas de tensión, teatral ni musical, con ritmo ágil y sostenido. No es solo un valor seguro, es garantía de teatro musical y espectáculo sonoro, que no tiene que ser vacío (ese falso “efectos sin causa” que Wagner disparó contra Meyerbeer más por prejuicio racial que por realidad musical). A sus órdenes la Orquesta de Cámara de París llena absolutamente el sonido necesario en las grandes escenas corales (ese cuarto acto no tiene nada que envidiar ni a La juive ni a todo Meyerbeer), pero más importante aún es el nivel solista que valoriza y se beneficia de la orquestación tan original que Berlioz y Wagner admiraron. El Coro Flamenco, colaborador habitual del director, ofrece un altísimo nivel y participación entusiasta.

Comoquiera que sea, y a pesar de los problemas señalados en los dos protagonistas, lo cierto es que esta Reine de Chypre es una grabación extraordinaria en general, que supone un avance importantísimo en la recuperación del repertorio francés, cuyo conocimiento estaba más cojo sin ella. Espero que pronto haya ocasión también para Guido et Ginévra (de la que Spyres ofrecía un aria y un dúo que prometían mucho en su recital) y Charles VI. Dentro del género, Auber sigue esperando su oportunidad con Haydée y Le Lac des fées. Entre tanto, para septiembre Ediciones Singulares anuncia ya la publicación de la última ópera de Gounod, Le tribut de Zamora, mientras que en enero de 2019 le tocará el turno a Le timbre d’argent de Saint-Saëns. No hay fecha aún para Olimpie de Spontini y La Périchole de Offenbach, pero previsiblemente verán la luz el año que viene junto con La nonne sanglante de Gounod y Kassya de Délibes-Massenet. A Ediciones Singulares y al Palazzetto Bru Zane no hay que ponerles velas, hay que hacerles la ola.

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