Discos
Bartoli fiel a sí misma
Raúl González Arévalo
En 1998 Cecilia Bartoli y Decca, su discográfica exclusiva, lanzaron The Vivaldi Album con Giovanni Antonini e Il Giardino Armonico. Se trataba de un nuevo concepto de producto discográfico, por muchas razones: la presentación a modo de librito, extremadamente cuidada, con un ensayo de alta divulgación de Claudio Osele más profundo que las notas al uso, y un despliegue visual como nunca hasta entonces. Hicieron historia patentando una fórmula a la que hoy no se resiste ninguna discográfica. Más aún, en el mundo barroco es obligada.
Veinte años después es fácil minusvalorar el riesgo que tomó el sello, a pesar de que Bartoli era una joven estrella consolidada. Precisamente porque este álbum la catapultó a otra dimensión que, realmente, ningún otro cantante lírico ha logrado, y porque hemos normalizado la fórmula del éxito. Hasta el punto de que esta continuación –y no vale la máxima que establece que “segundas partes nunca fueron buenas”– remueve el impacto y la ilusión de la primera, pero no se le acerca ni por asomo. Una parte importante se debe al hecho de que el disco es más una celebración de la cantante y sus 30 años con Decca que del compositor: ni una sola línea de los textos interiores habla de la producción lírica de Vivaldi en general, ni de las nuevas pistas grabadas en particular, de las que solo un título comparecía también en el recital primigenio. Por otra parte, sobre la fecha de grabación solo se indica “completado en 2018”, algo sorprendente, que da a entender que los números se han ido grabando en distintos momentos. Afortunadamente, no se notan diferencias de color ni de prestación vocal en la protagonista, que ha sabido preservar su instrumento de modo casi milagroso tras más de tres décadas en carrera, con apariciones muy limitadas y escogidas, en las que el recital ha predominado sobre la ópera completa.
Probablemente ése es un aspecto llamativo en la carrera de la mezzo romana: la labor de recuperación de numerosos títulos y compositores, con álbumes icónicos que se recuerdan en la presentación de este último –Gluck: Italian Arias; The Salieri Album, Opera proibita, Maria, Sacrificium, Mission, St. Petersburg– no se ha traducido en encarnaciones completas, a excepción de Clari de Halévy para conmemorar la figura de Maria Malibran. Pero, al igual que se adentró en el universo de Handel con Serse, Giulio Cesare in Egitto y más recientemente Ariodante, podía haber hecho lo mismo con Vivaldi. De lo que no cabe duda es de que ha constituido un modelo evidente para mezzosopranos, como Julia Lezhneva, o contratenores, como Philippe Jaroussky, que escriben frases sobre el fenómeno musical y artístico de la Bartoli, entre otros muchos cantantes (Horne, Villazón,), instrumentistas (Argerich, Vengerov) y directores de lírica (Barenboim, Pappano, Minkowski, Dudamel).
Ahora bien, ¿cómo es el nuevo recital? Yendo al grano, el segundo monográfico de Vivaldi sigue la línea abierta con el disco que le antecede, Dolce duello, donde exploraba dúos barrocos junto al violoncello de Sol Gabetta, en el que no había coloraturas espectaculares ni escenas de gran dramatismo: de nuevo, la mezzo exhibe un virtuosismo más sutil, siempre ligado a un legato inmaculado, partiendo de un fiato de base casi inagotable, y un tratamiento delicado de las agilidades, muy lejos de la coloratura di forza con notas martilladas que exhibió durante años, como revela inmediatamente el aria que abre boca, “Se lento ancora il fulmine” de Argippo. De hecho, eso es lo que diferencia fundamentalmente este segundo Vivaldi del primigenio de hace veinte años: las arias lentas (“Sol da te” de Orlando furioso, 10 minutos), donde la intérprete puede hacer gala de introspección psicológica a pesar de no abordar retratos completos, y utilizar efectos habituales como susurros y pianissimi increíbles para aumentar el dramatismo, como ocurre en las arias de Ottone in villa (“Leggi almeno”) e Il Giustino (“Vedrò con mio diletto”). “Se mai sento spirarti sul volto” es ya un clásico, más asociado a Gluck que a Vivaldi, aunque la versión del Prete Rosso cada vez es más conocida. Aquí la Bartoli sublima la música en poesía cantada, culminando un disco que no decepcionará a quienes deseen ampliar el universo evocado hace veinte años. Los que busquen la misma espectacularidad no la encontrarán: son conceptos y momentos artísticos diferentes y complementarios.
Giovanni Antonini e Il Giardino Armonico dieron entonces la campanada. Dos décadas más tarde los conjuntos de instrumentos originales han proliferado y casi llama más la atención que no lleguen al altísimo estándar que se ha convertido en norma, que no que lo cumplan, lo que se da por sentado. Es el caso del Esemble Matheus, con un sonido acorde a la visión de la protagonista: delicado, equilibrado y refinado, igual que la dirección de ese experto director vivaldiano que es Jean-Christophe Spinosi.
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