Reino Unido
Delirios de grandeza, mediocridad y algo de talento
Agustín Blanco Bazán

Que el Florestán de Jonas Kaufmann llegaría a Londres cansado después de haber cantado este rol durante muchos años y en todos lados era algo previsible. Pero en la cada vez más aislada Inglaterra, su actuación conmocionó como si resucitara Wolfgang Windgassen. Tanto que el día de la apertura online para la venta general no quedaba una sola entrada. Predeciblemente, la prensa olió mal. ¿Tal vez se habían reservado demasiadas entradas a esos benefactores millonarios que hacen cocktails durante el intervalo o los que tienen el mal gusto de pedir que se les mencione en el programa? También los que pagan para ser miembros de la asociación de Amigos del Covent Garden adquieren un derecho de reserva anticipada al resto del mundo, pero ¿no debe todo teatro con alguna subvención estatal poner un lote significativo de entradas al público raso y a precios razonables? La administración del teatro respondió a estos interrogantes con típica displicencia. El director musical Antonio Pappano, por ejemplo, advirtió que “el mejor sonido de la sala está en el anfiteatro donde están los asientos mas baratos. Levántense temprano para conseguir lugar allí.” El “levántense temprano” sale en inglés como algo parecido a “niños, no sean perezosos y hagan bien los deberes” para entrar primero online cuanto el sitio está a punto de colapsar para conseguir una entrada en el gallinero.
Y el que no consiguiera entradas, o no pudiera pagar alguna aislada de cuatrocientos euros que tal vez aparecería a último momento, podía ver en el cine la última función. El 17 de marzo habría una transmisión en vivo que coronaría este año beethoveniano con una transmisión urbi et orbi desde el famosísimo Covent Garden. Pero finalmente las cosas no salieron de acuerdo a lo planeado. También en esta oportunidad Kaufmann se enfermó para el ensayo general y en la primera función mandó a anunciar que cantaría a pesar de estar pachucho. La penúltima la canceló, ya en un teatro con cantidad de butacas vacías. Y del resto siguió encargándose el coronavirus, que obligó a suspender la coronación cinematográfica universal: Sic transit gloria operae. Pero ¿valió la pena tanta expectativa? ¿Valía la pena levantarse tan temprano para conseguir entradas y mirar al resto atesorando el elogio del maestro Pappano?
A su llegada a esta penúltima función que terminó siendo la última, el público se vio proyectado mientras tomaba sus asientos en un telón de boca que también proclamaba en grandes letras eso de “Liberté, Egalité” y…y…¡sí lector, lo adivinaste!: “Fratérnité.” La puerilidad de este afrancesamiento fue acentuada por la presencia de una enorme bandera tricolor, en la cárcel estilo Otto Schenk-Franco Zefirelli del primer acto. Es la misma bandera en que se envuelven hacia el final los exhaustos Leonore y Florestán. Quienes se tomen en serio el ensayo para el programa de mano de la dramaturga Bettina Bartz imaginarán un Beethoven que se soñaba retozando con la tricolor desde la Bastilla a la Plaza de la Concordia repartiendo la Déclaration des droits de l´homme et du citoyen.
Sólo la censura, sugiere Bartz incorrectamente, le obligó a pasar su acción a una España mitológica.¡Pero no importa, porque a Kratzer se le ha ocurrido asociar a Florestán con Dantón y a Pizarro con Robespierre! Así se autoconvencen Kratzer y Bartz de cumplir con ese Beethoven galo que acaban de descubrir para el Covent Garden. Para apoyar esta ocurrencia, Kratzer incurre en el remanido error de tratar de “mejorar” el texto de Beethoven, reemplazando parte del original con textos escritos por el y agregando fragmentos de Georg Büchner y Franz Grillparzer. El resultado es un fragmentado refrito de palabras que, sacadas de su contexto original, vagan a su manera sin poder acrisolarse en una narrativa coherente: con todas sus limitaciones, los libretistas originales son Dante Alighieri en comparación con Kratzer y los encontronazos entre Beethoven y Grillparzer, incluyendo la famosa oración fúnebre de éste sobre aquél no tienen nada que ver con Fidelio. Y tampoco pega el Danton de Büchner.
Harry Kupfer insistía en que tanto La flauta mágica como Fidelio debían presentarse con una lealtad absoluta a la versión sin cortes del texto hablado. Ello porque es precisamente la antítesis entre la aparente sequedad retórica del texto y el torrente musical que se le interpone lo que hace da a estas obras una originalidad maestra: es gracias a la palabra adusta y discursiva que la música logra explicarse en su complejidad dramática: sin monólogos cortos y diálogos sobrios los números musicales pierden sentido y contundencia. Por supuesto que Kupfer incluía en su concepto de cómo debe presentarse un Singspiel a su Rapto en el Serrallo. Lo hizo al hacer de un Selim Baja que no canta ni una nota el carácter clave de la obra.
Un ejemplo del desatino de esta manipulación londinense del texto original fue la supresión impuesta por Kratzer a la escena hablada en que Leonora y Marzelline piden a Rocco que permita a los prisioneros salir al patio de la prisión. Sin este intercambio verbal, el famoso coro se desinfló en un paseo de harapientos deambulando sin permiso por todos lados: al no asentir Rocco a un pedido inexistente, no fue posible que Leonore, Marzelline o Jaquino abrieran los calabozos y los infortunados comenzaron a aparecer por todos lados, como si fueran los dueños de la cárcel. Hasta se apersonaron a través de la puerta principal donde minutos antes habían hecho su primera entrada Pizarro y sus esbirros. Peor aún: Kratzer no se animó a cambiar la excusa de Rocco a Pizarro y, en consecuencia, éste se tragó sin chistar eso que el permiso había sido dado, como de costumbre, para festejar el cumpleaños del Rey. ¡Imagínense a Robespierre aceptando a regañadientes un alivio para los prisioneros monárquicos con la excusa de la onomástica de Luis XVI!
Las cosas mejoraron cuando en el segundo acto los revolucionarios pasaron del siglo XVIII a una gran sala de esas que alquilan en los palacios para ver espectáculos de cámara. En ella, fueron recibidos por un público contemporáneo que comenzó observando con distraída pompa y circunstancia las penurias de un Florestan yacente en una pequeña isla de lava falsa. Gracias a este eficaz golpe de teatro brechtiano entre la ficción teatral y la realidad del espectador hubo al menos un atisbo de tensión conceptual. Pero solo un atisbo y no tensión vital, porque todos actuaron acartonadamente, como en esas películas donde los artistas se mueven como marionetas preocupadas por seguir las intenciones del director mientras miran a la cámara nerviosamente. Tal vez ello se debió a la falta de ensayos suficientes o tal vez a la incongruente atmósfera creada por una regie errática de la que, sin embargo, asomó un toque de genio digno de aquel Kratzer que hace unos meses asombró a Bayreuth con Tannhäuser.
Me refiero a la regie de Marzelline, en esta producción una joven sexualmente agresiva que trata de forzar a un beso de lengua a un comprensiblemente reticente Fidelio. Pero no hay reticencia que valga ante la determinación de esta nena, que hasta llega a espiar a su candidato cuando éste, durante su gran aria a la esperanza y el amour conjugal se afloja sus vestimentas y deja ver la forma de sus senos a través de una blusa. ¡Es una mujer! Pero no importa porque Marzelline está dispuesta a elevarse a la constelación de ideales beethovenianos: en conjunción con la trompeta que anuncia la llegada de Don Fernando, la joven aparece inesperadamente para inhabilitar a Pizarro descargándole un pistoletazo en la pierna. Y ante la trompeta y el disparo, aparece don Fernando de entre un público que finalmente reacciona protestando su sed de libertad y justicia.
Pero ¿y Jaquino? Luego del coro final, el telón se cierra sobre un escenario donde se queda solo y pensativo, tramando vaya a saber qué, porque a él Beethoven no le inspira a aceptar valores mas allá de sus ambiciones personales. Harry Kupfer lo veía como un trepador que frustrado por su incapacidad de amar mas allá de sus intereses personales se inclina por servir y buscar un poder que cuanto mas autoritario, mejor. Y lo emparentaba con Monostatos y con el heraldo de Lohengrin, que en su versión para la Ópera del Estado de Berlín actuaba como un autómata al servicio de un monarca absolutista llamando a la guerra en el estadio olímpico de la capital del Reich.
Las cosas también mejoraron musicalmente entre la primera y segunda mitad. La cancelación de Kaufmann permitió apreciar la voz joven y fresca de David Butt Philip que ya está preparando su debut en el rol en el próximo Fidelio de Glyndebourne. Se trata de un tenor inglés ideal para un personaje que requiere una voz de agilidad lírica pero también de densidad robusta. En esto me hizo recordar a Rene Kollo, pero con un plus: lo que mas me impresionó en Butt Philip fue un fraseo marcado con extraordinaria expresividad. “Como él sólo Jon Vickers”, pensé. “¡Que arrollador y lacerante su canto de protesta ante el destino y el mundo!” ¡Y qué gran experiencia escucharlo, después de haber tenido que aguantar ese canto gutural y para adentro de Jonas Kaufmann en Salzburgo hace algunos años! Luego de desarrollar la primera parte de su aria como una afirmación de dolor pero nunca de duda, Butt Philip vocalizó la visión de su “Engel Leonore” con expresión extática y de suprema soltura.
Y Lisa Davidsen lo acompañó con formidable precisión de ataque y enfática dicción en un inolvidable Namenlose Freude. Parecía otra luego de un primer acto donde tendió a desbordar cada nota en forte todo el tiempo durante su gran aria Abscheulicher!, afectando con ello la claridad de su fraseo. Nada de altibajos en cambio en el caso del Rocco de timbre cálido y dicción clara de Georg Zeppenfeld y sin altibajos el Pizarro de Simon Neal, sólo que este caso en el sentido negativo, por su insegura afinación. Excelente timbre y expresividad mostraron Robin Tritschler y Amanda Forsythe como Jaquino y Marzelline.
El maestro Pappano dirigió el primer acto con sólida rutina para despertarse a sus mejores antecedentes con el cromatismo diferenciado impuesto a la introducción a la escena de Florestan. A partir de allí, su dirección orquestal fue acumulando fuerza dramática con texturas claras a través de las cuales respiraron nítidamente los pasajes líricos entre las maderas de viento y la masa orquestal. El coro final fue un vertiginoso estallido de color y énfasis. ¡Pena para los que siguieron su admonición de levantarse temprano para la función cancelada, o para los que habían sacado entradas para aplaudirlo desde el cine en todos los rincones del mundo! ¡Y pena para su Opera Real, que tanto se vanagloriaba de haberlo vendido todo a precios exorbitantes! ¡Ahora preguntan modositamente si alguien quiere donar el precio de las entradas para funciones canceladas!
Comentarios