Artes visuales y exposiciones

Un siglo de Leopoldo Nóvoa

Paco Yáñez
viernes, 10 de abril de 2020
Leopoldo Novoa © by Paco Yáñez Leopoldo Novoa © by Paco Yáñez
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Aunque con cierto retraso (no sé si motivado por el cambio en la dirección del centro -que actualmente asume José Manuel Rey- o por una falta de previsión poco justificable, pues la fecha de la efeméride era de largo conocida), finalmente el Museo de Pontevedra inauguró, el pasado 23 de enero, la gran muestra retrospectiva que celebra los cien años de vida que el 17 de diciembre de 2019 hubiese cumplido Leopoldo Nóvoa (Salcedo, 1919 - Nogent-sur-Marne, 2012), uno de los artistas gallegos más importantes y con mayor proyección internacional de los siglos XX y XXI[nota 1].

De este modo, se suma esta gran retrospectiva a otras exposiciones que, tras la muerte de Leopoldo Nóvoa, han mostrado a la ciudadanía gallega la obra del artista desde diversas perspectivas y puntos de vista, entre las que destacan Alén do tempo (2012-13, Novacaixagalicia, Santiago de Compostela y A Coruña), Leopoldo Nóvoa. Papeis e cartóns (2015, Auditorio de Galicia, Santiago de Compostela), Atelier Armenteira (2017, Centro Cultural Marcos Valcárcel, Ourense) y O mural da canteira (2017, Pazo de María Pita, A Coruña), además de diversas muestras en galerías de Lorrez-le-Bocage (2012), Champlan (2012, 2015, 2019-20), Nogent-sur-Marne (2013), París (2013, 2014), Lugo (2014), o Vigo (2016), manteniendo, así, la presencia en el espacio público de una de las firmas más reconocibles de nuestra escena artística: una obra de una fuerza matérica y de una espiritualidad a la altura del mejor arte que hayamos conocido desde la segunda posguerra: periodo con cuyos avatares históricos, políticos y artísticos comparte Nóvoa muchas de sus reflexiones y técnicas, si bien las raíces del artista gallego se hunden mucho más atrás en el tiempo, no sólo a través de los grandes maestros históricos (en sus últimos años se reconocía Nóvoa como un admirador cada vez mayor de la pintura negra española), sino de una cultura popular que nunca dejó de amar y observar en detalle, y que tantas veces observamos infiltrada en sus cuadros.

A tomar una conciencia mucho más precisa de esa inserción histórica nos ayuda, precisamente, la exposición de la que hoy damos cuenta; pudiéndose afirmar que, como retrospectiva, es quizás la más completa y ambiciosa que sobre Nóvoa se haya realizado en Galicia, por la importante presencia de cuadros procedentes de sus primeras etapas creativas. A este tan aquilatado recorrido por la obra de Leopoldo Nóvoa contribuye el profundo conocimiento que del artista tiene la comisaria de la muestra, Rosario Sarmiento, una de las mayores especialistas en Nóvoa. Indudablemente, la viuda del pintor, Susana Carlson, ha sido también un apoyo esencial para ordenar, junto con Sarmiento, una obra que en el Museo de Pontevedra abarca desde 1952 hasta el último cuadro pintado por Nóvoa, Tella picada sobre gran negro, del año 2010: un recorrido que, con buen criterio, ha excluido cuadros que ya habían sido expuestos en Galicia en numerosas ocasiones, como el monumental y emblemático Le jardin des malheurs (1994), para dejar sitio a piezas pictóricas y escultóricas (si tal compartimentación es posible en la obra de un artista que, precisamente, integró ambas disciplinas en y bajo sus lienzos) poco vistas en nuestros espacios expositivos, ahondando en la voluntad historiográfica que articula a esta exposición.

Resulta tan curioso como triste el hecho de que, habiendo nacido Nóvoa durante los últimos azotes de la llamada «gripe española» (aquella pandemia que, entre otros, sesgó la vida del pintor austriaco Egon Schiele), a las pocas semanas de haberse inaugurado la exposición Leopoldo Nóvoa 1919-2019, ésta haya tenido que cerrarse debido a otra pandemia, la del COVID-19. En todo caso, de la exposición pontevedresa nos ha quedado un estupendo catálogo, así como un buen número de visitas en los días que ésta estuvo abierta, sobrado material gráfico, e intentaré, en la medida de lo posible, que también una reseña, como ésta, en la que especificar algunas de las obras allí reunidas, así como destacar los diálogos que éstas tienden con los referentes que han contribuido al proceso de enriquecimiento que, finalmente, hizo de Nóvoa un artista tan personal y reconocible.

La primera zona de esta exposición incluye pinturas realizadas de 1952 a 1957; todas ellas, de naturaleza figurativa, si bien la presencia de la figura, como forma reconocible, nunca abandonó por completo la obra de Nóvoa, pues elementos como puertas, escaleras, péndulos, nichos, alambres de espinos, etc., forman parte recurrente de una iconografía en la que lo figurativo se adentra en las superficies abstractas para adquirir un significado nuevo: reconceptualización formal, en paralelo a la dignificación de materiales de desecho, que forma parte del vocabulario esencial de Leopoldo Nóvoa. En esta primera etapa, destaca la bien (re)conocida influencia de dos artistas y teóricos que, en América, enraizaron a Nóvoa en los que serían tres de sus cuatro (junto con París) espacios artísticos y vitales principales: Galicia, Buenos Aires y Uruguay (destino de su exilio tras la Guerra Civil Española). Se trata del uruguayo Joaquín Torres García y del gallego (también exiliado) Luís Seoane. Rosario Sarmiento ha incluido en esta exposición, sobre las paredes del Museo de Pontevedra, diversos textos de Leopoldo Nóvoa que reflejan, en sus propias palabras, dichas influencias, con una primera mención para Torres García: «Mi relación con él fue cegadora... Fue el descubrimiento de una zona humana tan veraz y auténtica que para mí se convirtió en el personaje más importante de mi vida. Tanto es así que, cuando comencé a pintar, hasta los tonos de mi paleta eran como los de Torres García y el afán constructivo era un recuerdo de sus obras y teorías». El paisaje portuario del año 1952 presente en esta muestra así lo atestigua, con su tenso estructuralismo tan estratificado y su parca escala cromática, tan lúgubre y existencialista: planteamientos artísticos extrapolables a El hombre del café (1953), con su duro geometrismo y mecanización de lo humano. Ese laconismo en la paleta, esa concentración esencial en los interiores de cada tono hasta su explotación más allá del propio color por parte de la luz en alianza con la rugosidad de las superficies, será algo que Nóvoa conservará hasta la postrera Tella picada sobre gran negro, mostrando, más allá de la profusión de forma y color que vemos en algunas de sus primeras obras, la coherencia que unifica al gran arco creativo del artista gallego.

Sobre la que fue su segunda (aunque más breve y menos definitiva) influencia, Luís Seoane, afirmaba Leopoldo Nóvoa en 1988: «En esa época tuvo una gran influencia en mi pintura. Yo nunca fui de color y Seoane era colorista. Yo venía de la pintura de Torres García, que era todo lo contrario, una paleta muy baja, muy sorda... Esa influencia duró poco, porque yo sentí que el color de alguna manera superficializaba esa cosmovisión que se estaba empezando a formar en mí». En la muestra pontevedresa, cuadros como el luminoso óleo sobre tela a doble cara Vendedor ambulante en Buenos Aires / Paisaje marinero en Vilaxoán (1952), Marinero en la ventana (1955), o Pescadoras (1954) son muy buenos ejemplos de ello; el último óleo, con uno de los temas predilectos de Seoane: la mujer rural; aunque los cuatro, en todo caso, con su geometría lineal y las masas de color como delimitadoras de la forma, además de con un innegable mensaje de denuncia de la opresión del pueblo a ambos lados del océano (intencionalidad política tan propia de Seoane). Otros cuadros convocan nuevos referentes, también presentes en este primer Nóvoa, aunque con menor recorrido, como la impronta de Amedeo Modigliani en Figura de mujer con banjo (1954), o la de Kazimir Malévich en Río de la Plata (1956); especialmente, en lo que a la geografía de sus rostros se refiere; redondeando una primera zona expositiva muy interesante y menos conocida en la obra de Leopoldo Nóvoa.

Accedemos a la segunda zona de la exposición por medio del ya plenamente abstracto Formas (1958), obra que sigue mostrando una sobria paleta análoga a la de Torres García y tres de las tonalidades que habrán de dominar los cuadros de Leopoldo Nóvoa en las siguientes décadas: negro, gris y tierra, tonalidades obtenidas de diversos modos a lo largo de su carrera, según utilice la propia pintura o la materia. Igualmente en declaraciones del año 1988, el propio artista reflexionaba así sobre el salto crucial que efectúa en los años cincuenta: «Mi paso del figurativo al abstracto fue muy fácil, quizás por la cantidad de materia que empleo en mis cuadros, fue una sensación de que todo se iba desdibujando y entonces empecé a pensar en tres cuestiones fundamentales: el espacio, la materia y la luz». Cuadros como El tiempo habitable (1960) o Rojo creciendo (1963) nos muestran la experimentación en dicha escala cromática, tan lacónica, si bien con furtivos ecos de sus primeros años, como ese cuadrado rojo del segundo lienzo, en una reverberación a modo de destello, de guiño espontáneo y vital que habría de repetirse en diversos momentos de su creación, comportando un contraste muy acusado con las superficies terrosas y cenicientas. En estos primeros cuadros abstractos, que en Pontevedra van de 1958 a 1963, no sólo la paleta cromática anticipa al Nóvoa futuro, sino las dominantes y las tensiones (conceptos tan propios del pintor), utilizados para, al tiempo, ordenar el cuadro conforme a una geometría y desestabilizar ésta con formas intrusas o gestos impetuosos de gran violencia, en una dicotomía que bien casa con aquello de llevar el caos al orden, que diría José Ángel Valente, un poeta tan admirado y leído (además de ilustrado) por Nóvoa.

Como en las pinturas precedentes, que materializan el paso del figurativismo a la abstracción, en las siguientes piezas recogidas en Leopoldo Nóvoa 1919-2019 otro salto crucial se explicita en la obra del artista pontevedrés: la superación del lienzo como espacio bidimensional por medio de la conquista del relieve; una conquista que Nóvoa relataba así: «Detrás del cuadro empecé a colocar mis estructuras y la tela, que era un poco flexible, se adaptaba a la forma de esas estructuras... Se trataba de hacer trabajar a la luz para que pusiese en valor los relieves de manera que le sirva en términos plásticos a la propuesta pictórica». Tres hermosos cuadros monocromáticos (paleta pura habitual en estas piezas, precisamente, para centrar la mirada en el relieve y en las sombras que la luz va creando sobre el lienzo al desplazarse) nos muestran estos primeros desbordamientos de lo bidimensional: cuadros como el central y mayestático Brun à deux reliefs (1970), o los huidizos y dispersos Espace blanc à 3 reliefs (1971) y Dominante vertical rouge (1972). Entramos, así pues, en los años setenta y en un concepto que ya no abandonaría a Nóvoa: el del espacio ocupado, con el lienzo concebido como una topografía por la que la luz se desplaza convirtiendo el cuadro en cuadros: pues cualquiera que tenga una pintura con relieves de Leopoldo Nóvoa conocerá que, a lo largo del día, o en función de la luz que sobre ésta incida, su apariencia es radicalmente otra, descubriéndose nuevas formas ocultas, perfiles y poéticas de la geometría, así como innumerables matices en el color de los materiales (aspecto, este último, que se agudizará con la aparición de la ceniza sobre el lienzo, por su capacidad para absorber y/o reflejar la luz, según la naturaleza más rugosa o más lisa del fragmento quemado).

Esta animada vida interior del cuadro, esta potencia de la superficie tridimensional para reinventarse según la incidencia y la calidad de la luz, es algo que, tanto en el Museo de Pontevedra como en la mayor parte de exposiciones de Leopoldo Nóvoa que he visitado, no se puede disfrutar, debido a la iluminación estática que se dirige a estas obras. Apunto aquí la idea, que tampoco demanda una logística tan compleja (si acaso, la disposición de diversos focos en puntos separados en torno al cuadro y la conexión de estos a temporizadores con osciladores de potencia), de que en futuras muestras se habilite algún sistema de iluminación que cambie durante el día, haciendo incidir la luz desde diversos ángulos y con diferente intensidad para que el público pueda ser partícipe de esa movilidad, del atávico deseo que en Nóvoa hay de que la luz nos muestre un recorrido y una geografía; en último caso, el propio paso del tiempo, pues tiempo y espacio se alían en este movimiento que recuerda al señalado por los monumentos megalíticos en las culturas celtas (no olvidemos, aquí, la relación de Galicia con esas culturas, así como la presencia en numerosos cuadros de Nóvoa de unos espacios crómlech que son, al tiempo, lugar artístico, mágico y espiritual, así como uno de los más radicales ejemplos de proyección escultórica de su pintura; una escultura que, asimismo, de la mano de Nóvoa conoció en el siglo XX una reinvención del megalitismo arcaico en conjuntos como Espacio crómlech ocupado (1998), que dispone sus piezas graníticas de geometría variable brotando entre la hierba del parque de Bonaval, mirando, como los pueblos celtas, al ocaso, en línea con la orientación Este-Oeste de basílica compostelana y del propio Camino de Santiago).

Avanzando a una nueva etapa, cuadros igualmente pintados en los años setenta, como Negro con gran mecate (1974) o Mecate à grande tensión (1975), muestran ya la influencia más que evidente del expresionista abstracto norteamericano Mark Rothko, con sus superficies tan homogéneas en tonalidad, si bien con la vibración que en éstas no deja de palpitar por las ligeras gradaciones cromáticas, por la tensión entre dos planos diferenciados por apenas unos matices de color, como en Negro con gran mecate. Esas superficies bipartitas, tan absorbentes con respecto a la luz (y aquí podríamos contemplar la influencia de Yves Klein), se salpican de detritos, en un gesto que convoca a otra de las grandes improntas en la pintura de Nóvoa: la de Lucio Fontana; pudiéndose apreciar en el hermosísimo cuadro del año 1974 una voluntad figurativa en la torsión escultórica del mecate, prácticamente un estudio del escorzo humano. La escultura, propiamente dicha, está también presente en esta muestra, por medio de bronces coetáneos como Dialogue entre deux volumes complémentaires (1974) o los dos Bonjour Brancusi (1973), piezas que parecen emerger de las tensiones curvilíneas que subyacían a cuadros como Dominante vertical rouge, por su homogeneidad en cuanto a color y límpida torsión.

Con Leopoldo Nóvoa ya instalado en París desde 1965, los siguientes cuadros presentes en la exposición pontevedresa nos remiten a la influencia de Antoni Tàpies, así como a la potenciación del informalismo en la obra de Nóvoa (que con tan buen ojo detectó Michel Tapié, para su mejor conocimiento en Europa). También las formas geométricas adquieren una gran importancia en la estructuración de las superficies, con recursos poco al uso como esa suerte de campos erizados de chuzos en los que se convierte el lienzo en Espace sable ocupé (1976) o en Dominante vertical a triangle hérisse (1980). La fecha de este último cuadro nos pone sobre aviso de que hemos traspasado un cataclismo crucial en la vida y en la creación artística de Leopoldo Nóvoa: el incendio de su vivienda-taller en la parisina Rue du Faubourg de Saint-Antoine, el 13 de abril de 1979 (en el que arden unas dos mil piezas): germen de la intensa poética de la ceniza y la materia que habría de caracterizar al Nóvoa que, cual ave fénix, renace y se reinventa tras ser su obra pasto del fuego. Aunque cuadros como Grand forme a frange horizontale (1983) nos puedan remitir a esa oscuridad y a la ceniza carbonizada, en esta parte de la exposición se muestran muy diversos modos de habitar el lienzo, tanto en formas geométricas (con gran presencia del triángulo) como en materiales y cromatismos: de la tierra a un blanco que Nóvoa, en alguna ocasión, definió como una terapia sanadora por su pureza; (no)color que el artista habría de explotar en lo sucesivo con ahínco, sabedor de los muchos matices que en él habitan, de lo cual Triangle herissé à trois reliefs (1979) es un excelente ejemplo, por la disposición bajo el lienzo de los relieves y, sobre éste, de las tensiones propias de la cuerda o de la torsión del propio lienzo, desdoblado sobre sí mismo.

El paso a la otra gran sala de la exposición nos conduce al Nóvoa de plena madurez; por tanto, al Nóvoa de la ceniza, sobre la cual podemos leer en Pontevedra: «En la chimenea de Armenteira, cuando me levantaba por la mañana y removía las cenizas, encontraba en ellas un mensaje. Yo veía sólo la parte estética: la belleza de los grises, los negros, las partes volátiles blancas, pequeñísimas brasas rojas... y recogía esas cenizas en bolsas sin saber ni cómo ni por qué lo hacía... Llegó un momento, cuando las extendí sobre la tela, en el que me di cuenta de que había un material para expresar lo que yo estaba sintiendo frente al mundo exterior: angustia ante la existencia que nos salpica a todos». Esa angustia, de orden más abstracto, filosófico y existencial, se concreta en los años noventa en uno de los desgarros mayores que sacude a Europa tras la segunda posguerra: las Guerras Yugoslavas (un conflicto bélico cuya presencia señalamos, el pasado mes de enero, en la obra de otro artista gallego, Caxigueiro). En el caso de Leopoldo Nóvoa, el desgarro y la rabia por la conflagración (y la hiriente inacción de las potencias internacionales) se materializa en dos de las series más potentes y emblemáticas de su catálogo: Next time the fire y Verboten, de las cuales en el Museo de Pontevedra hay una cumplida presencia por medio de obras como Tiempo inmóvil (1993), Gran forma vertical con dos pinchotes (1995), Gran espacio vertical con ceniza y pinchotes (1996), o ese estupendo cuadro sin título del año 1993 (parte de la Colección BBVA), que con sus tonalidades albinas y sus vidrios a modo de muralla excluyente marca un hermoso contraste cromático con los precedentes. Estamos ante el Nóvoa más (re)conocido e identificable, ante cuadros en los que reverberan todas las etapas anteriores del artista, con la sublimación simbólica de las figuras (ahora símbolos políticos y poéticos, como el péndulo, la escalera, el alambre, la puerta, etc.), con los relieves y los desgarros de las superficies (en cortes que recuerdan a Fontana, además de en oquedades y nichos ya propios de su lenguaje), con la profusión de la ceniza y la poética de la materia, así como con la geometría y la abstracción como principios articuladores de unas superficies pictóricas sobre las que reverberan todos los elementos previos otorgando una aquilatada mezcla de complejidad, abigarramiento y levedad.

En la misma sala que las desasosegantes series precedentes, cuadros como Gris con cuadrángulo rojizo y perforaciones (2002) o, muy especialmente, el bellísimo Gran forma blanca con relieves y perforaciones (2002), nos hablan de una nueva etapa en la pintura de Leopoldo Nóvoa, ya adentrados en el siglo XXI. Habiendo sobrepasado los ochenta años de edad, su obra se hace cada vez más ascética y espiritual, se produce una concentración y un refinamiento poético, una última reconceptualización de sus formas previas, que tiene en Doble espacio con relieves perforados (2010) y en el postrero Tella picada sobre gran negro dos ejemplos arquetípicos, tan contrastantes entre ellos en su paleta cromática, con esos rojos y esos negros que, como en Tiempo inmóvil, tantas veces han dialogado en un mismo cuadro. En todo caso, adquiere una gran importancia en el último Nóvoa una paleta monocromática que siempre me ha hecho pensar en la klangfarbenmelodie de Arnold Schönberg, pues si el compositor austriaco hacía variar el color de una misma altura a través de su paso por las cualidades tímbricas de diversos instrumentos; en Nóvoa un mismo cromatismo va adquiriendo diversas calidades, matices y profundidades según el pigmento se adentre en diferentes relieves y materiales, creando, así, una rara poética del color como motilidad extática.

Tella picada sobre gran negro marca, en el año 2010, una suerte de síntesis final, con su gran forma dominante, su cuadrángulo y su triángulo inmersos en una sutil danza inmóvil, de superficies cromáticamente bien delimitadas, concentradas hasta su esencialidad. Es muy posible que ese cuadro hubiese abierto una nueva etapa, a un último capítulo de depuración; un capítulo, en todo caso, que hubiese reverberado los anteriores, como tan pertinentemente Rosario Sarmiento nos ha mostrado en Leopoldo Nóvoa 1919-2019, con su decidida voluntad de incidir en las etapas más sustanciales del periplo artístico-vital (realidades en él indisociables) del artista gallego.

A informar esa mirada histórica e integradora, ayudan toda una serie de piezas y documentos que se incluyen, asimismo, en esta exposición pontevedresa, como muestras de la obra gráfica de Leopoldo Nóvoa (entre ellas, las que tienen como interlocutores a escritores y amigos como Julio Cortázar y Xosé Luis Méndez Ferrín), postales, apuntes y catálogos de exposiciones, fotografías de diversos momentos de su vida, y un documental de Xurxo Lobato en el que escuchamos a algunos de los amigos y de los estudiosos que mejor conocieron a un artista del que conmemoramos un siglo de una creación única, tan necesaria en estos tiempos que, como aquellos en los que nació, vuelven a ser difíciles. No tengo duda de que si hubiese estado Leopoldo Nóvoa ahora con nosotros, sus palabras nos hubiesen ayudado a entender(nos) y a sobrellevarlo, iluminados nuevamente por su arte.

Notas

Pontevedra. Museo de Pontevedra. 23 de enero al 26 de abril de 2020. Leopoldo Nóvoa 1919-2019. Comisaria de la exposición: Rosario Sarmiento.

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