250 aniversario de Ludwig van Beethoven
La última bala de cañón de Waterloo (1)
Hugo Gómez-Chao Porta
“Nunca en mi vida he conocido a un hombre tan salvaje”. Esto es lo que dijo Goethe la primera vez que lo vio. Lo escribió cerca de 1814, en una carta a Brentano, y puso más empeño en cuidar su caligrafía de poeta que en dar detalles. No dio descripciones ni referencias nunca más sobre este asunto y se retiró a Weimar para terminar la segunda parte de Fausto. Goethe olvida al salvaje. Unos años más tarde, no recuerdo la fecha, un jovencísimo Felix Mendelssohn toca para él fragmentos de las obras más importantes de la historia de la música en el piano. Ese día, al atardecer, podemos suponer, ya que no podemos librarnos de fantasear sobre estos temas, Mendelssohn se entretiene tocando la Sinfonía Júpiter de Mozart, algunas arias de Gluck, cuartetos de Haydn, fugas del evangelista de Leipzig. No me parece que hagan falta velas: la luz de primavera se cuela por las ventanas del jardín. Goethe suspira y asiente en silencio con la cabeza. En algún momento Mendelssohn hace una pausa. Pronuncia El Nombre. Dice en voz alta las tres sílabas que nombran ordinalmente el número cinco. Dice, delante de Goethe, “La Quinta”, sin más que añadir, sin más historias. No se refiere a la puerta ni al destino, ni a nada de eso que nos han contado. Se convierte en leyenda. Mendelssohn dice un número y Goethe se levanta de la silla. La luz de primavera se entorpece por alguna nube que atraviesa el sol o quizás brilla más intensamente, es igual. La casa de Goethe, todo Weimar, toda Alemania, todo el mundo, en fin, se queda en silencio. Suena la Quinta Sinfonía y Goethe se echa a temblar.
“Nunca en mi vida he conocido a un hombre tan salvaje”. Me repito esta frase irónicamente, teatralmente, e intento averiguar a qué se refería Goethe con esto. No creo que se refiriera a la cabellera indomable, a la piel oscura, al hombre alto y ancho, a la mandíbula de oso y la nariz chata y grande. No es que caiga en la trampa de Rolland; es más bien que yo creo a mi medida mi propia trampa: me cuento la novela infinita y me convenzo de que es cierto, me da igual. Porque, en el fondo, no era más que lo que dijo Goethe: un salvaje de un país de salvajes; más alemán que Brahms y más menudo que Haydn; un bruto ateo que aspiraba a la delicadeza de Mozart y a la religiosidad de Bach; con una risa estridente que la cerveza enardecía y una voz chillona, áspera, y no obstante con tesitura de bajo profundo, como el sonido de la última bala de cañón en Waterloo; una caricatura de su voz terrible que citaba a Kant y a la moral bajo las estrellas y luego escupía a cualquiera que se le quedara mirando por la calle. Y sin embargo, a pesar de todo esto, resulta a veces más delicado que Mozart, con una escritura impecable que se alza en vuelo y canta como la de Brahms; que compone, a veces, con más serenidad que Haydn y más austeridad que Bach; tierno y humilde por más que orgulloso; generoso y preocupado por la comunión entre las artes y las ciencias, y creyente de que solamente esta comunión podía salvar al género humano. Todo esto es a lo que se refería Goethe: la gran B mayúscula. Todo esto que no ha dejado que el paso doscientos cincuenta años lo desgaste lo más mínimo. Todo esto que conforma el nombre de Ludwig van Beethoven.
Me pregunto con frecuencia qué fue lo que ocurrió para que ese niño de seis o siete años que jugaba entre los manzanares de Bonn acabara siendo ese salvaje del que habla Goethe. Algo tuvo que ocurrir entre medias. No podemos saber si esa miseria que tenía por padre, ese tenor afónico, y esa mitad sombra que era su madre lo agotaron hasta tal punto que ese niño que jugaba al escondite en las orillas del Rin terminó por odiar la música y su único propósito a partir de entonces fue acabar con ella, someterla bajo sus manos y exprimir de ella todo cuanto pudiera devolverle los juegos, los saltitos por las colinas y todo eso; no podemos saber si un día el tenor afónico leyó en los periódicos que el amor de un padre se había encarnado en Salzburgo dando como resultado a una pequeñísima criatura de diez años que componía sinfonías y óperas, que tocaba para María Antonieta en París con los ojos vendados y recibía elogios por todas partes. Sucedió, tal vez, que poco a poco naciese dentro de este padre-bestia un deseo que acabó por ennegrecerlo por completo: que la angustia y la envidia le clavaron las uñas en el alma y que él, por esto, agarró al primer hijo que se cruzó por delante, lo sentó en una banqueta sin respaldo y lo obligó a tocar el teclado y la viola; que después de que este deseo le ahuecara el alma completamente, le dio a ese hijo lo único que le quedaba: mínimas muestras de cariño y muchas palizas por la noche mientras gritaba a pleno pulmón, con esa voz alcoholizada, el nombre de Wolfgang Amadè Mozart. No sabemos si estás palizas duraron hasta los quince o dieciséis años, pero lo que sí es seguro es que a esa edad Beethoven decidió ir a Viena a reunirse con ese Mozart al que sólo conocía por los gritos de su padre.
Dicen Schlinder y Ries que cuando Beethoven llegó a Viena, Mozart estaba estrenando el Concierto en re menor, así que no es mucho suponer que escuchara ese concierto interpretado por las mismísimas manos del niño grande de Salzburgo; que reconociera en esa música su propia niñez, los manzanares del Rhin y un anhelo parecido al suyo y por eso se armara de valor para presentarse delante de él y le pidiese algunas clases. Lo cierto es que dudo que ese encuentro tuviera lugar, ya que volvió enseguida a Bonn porque su madre se estaba ensombreciendo por completo: regresó a Bonn para enterrarla con lágrimas en los ojos, para arropar a sus hermanos y entonces, tal vez, las Musas, la Vida o la Historia, decidieron liberarlo por fin de esa presencia terrible del padre haciendo que éste se ahogara entre botellas de vino definitivamente. Podemos fantasear sobre quién ocupó entonces el hueco que habían dejado el padre y la madre: si fue la Vida quien pasó a gritarle, a darle las palizas y a negarle una vez más la felicidad que deseaba o si fueron las Musas quienes decidieron timarle con esa cosa de la sordera, poco importa. Lo cierto es que cuando volvió a Viena, Mozart ya había muerto, el siglo XVIII llegaba a su fin y Beethoven ya era Beethoven.
Y sabemos lo que pasó después: que Haydn resultó ser un papá más parecido a la sombra de la madre, ausente y fantasmal, y que no le enseñó gran cosa; que Albrechtsberger lo tomó para darle clases de contrapunto y acabaron tirándose las partituras a la cabeza; que venció a Kramer y a Steibelt improvisando sobre melodías de Clementi o Carl Philipp y compuso las primeras sonatas y los primeros cuartetos siguiendo la guía de ese Mozart al que nunca había conocido y de ese Papá que nunca estaba. Estrenó las dos primeras sinfonías, sin entusiasmo ni disgusto, y el público las recibió más con curiosidad que admiración, y él, Beethoven, decepcionado a medias pero incansable se puso a trabajar en las sonatas de violín.
Sucedió que por ese tiempo Beethoven se fijó en otro gigante que era más pequeño que él, que no llegaba al metro setenta pero que se erguía enhiesto y fuerte ondeando la bandera de la libertad en Francia, que hablaba sobre la hermandad de los pueblos, la comunión entre todos los hombres y mujeres de Europa, y que Beethoven reconoció en sus palabras algo como lo que había intuido en la música de Mozart. Así pues se entregó a este hombrecillo corso, se abandonó a ese deseo de la hermandad sincera y sin medias tintas y creó sobre esa figura menuda un padre más bondadoso que el que había tenido: un padre hecho a su medida que por fin lo liberaba de la voz afónica, ideal como la República y perfecto, responsable y compasivo para consolarlo de las palizas de Bonn y de los fracasos en Viena. Beethoven dio en el clavo con todo esto, pues ese enano francés resultó ser todo un padre: un general terrible para toda Europa que gritaba con la misma voz que el otro, el verdadero; que daba palizas más crueles y más sanguinarias hasta que sonaron las balas de cañón en Waterloo y acabaron por ponerlo en una barca derechito a Santa Elena. La última de estas balas sonó tan fuerte que Beethoven la escuchó desde Heiligenstadt y ya nunca se pudo librar de esa artillería: la bala se le metió en los oídos y empezó a rebotar, destruyendo todo lo que había dentro y dejándolos inservibles para luego caer sobre el papel como los dos primeros acordes de la Eroica.
Dicen que Rossini se las apañó, allá por 1822, para ir a verlo. No sé qué hacía Rossini en Viena en ese año; firmar un contrato, quizás, o visitar a Salieri, del que sabemos que era amigo compatriota y que quizás fue éste, Salieri, quien le facilitó la dirección. Sea como sea, sabemos que Rossini, con treinta años, se planta en la casa de Beethoven, se presenta como el compositor del barbero y le habla de una representación de la Eroica en Milán: le dice que lo dejó descolocado, que sintió en sus oídos y en sus carnes los cascos de los caballos, el sonido de las balas zumbando por el aire y la entrada bajo el Arc de Triomphe. Le felicita de todo corazón. Beethoven lo mira con recelo, desconfía un par de minutos pero enseguida se rinde a ese bonachón con acento de Urbino; le reconoce su talento, su genio, puesto que Rossini lo tenía tanto como Beethoven, y conversan un rato en el patio que hay a la entrada de la casa. Se sientan por unos minutos, tal vez, bajo el cielo azul y la parra que se enrosca más arriba. Ahí están los dos: el gordo de Bonn y el de Pésaro. No sé cual de los dos está más gordo, pero uno sujeta una trompetilla de cobre y el otro escribe en una libreta. Ríen con chistes sobre las musas o la política. Se emborrachan un poco con cerveza y no con música; se emborrachan tal vez por la sola presencia de un igual, por la visita de un amigo, por el cielo azul, la parra, las abejas. En esta primavera de 1822, Rossini le dice que es el alma de la época. Beethoven le dice que envidia su talento para imaginar esos gorgoritos hermosos debajo de la lengua. Se abrazan y se despiden. Rossini le dirá a Wagner, cincuenta años después, que nunca pensó que esa sería la última vez que lo vería.
Rossini, sabiéndolo o sin saberlo, conoció a la Música en Persona ese día: la reconoció, tal vez, debajo de ese disfraz de hombrecillo menudo. Menos suerte tuvo el otro, la seta, la esponja, como lo llamaban sus amigos, ya que sólo se presentó en forma de partitura, cuando Beethoven ya estaba en la cama pocos días antes de ahogarse en esas treinta y cinco botellas de licor húngaro que le costaron la vida. Schubert, esta seta, estas gafas de luna llena, este pelo a medias castaño y a medias pelirrojo nunca pudo hablar con él porque su timidez le impedía acercarse y por eso se quedaba siempre aparte, en la misma taberna de El Cisne, escuchando lo que Beethoven decía, mirando como un ratón por entre los cristales de luna llena y bebiendo cerveza hasta volverse pelirrojo por completo. Schubert nunca se presentó porque tenía demasiado respeto al gigante de metro setenta, o demasiado miedo a la última bala de cañón de Waterloo, que es lo mismo.
No me importa que no se conocieran. No me importa la timidez del uno y el mal humor del otro. Quiero verlos juntos por un segundo. Quiero que Beethoven se levante de la mesa, que sienta sus pulmones ahogados en el humo del tabaco y que tosa mientras busca su chistera; que sienta el dolor en la mano después de haber estado cinco horas escribiendo sin parar, con los ojos desorbitados, desaliñado pero regio, con el alma destrozada por el trabajo y agujereada por el café y que se ponga en marcha hacía el puente de Döblinger, es decir, hacia el este; quiero que Schubert, en la otra punta de Viena, consiga levantarse de la cama, con la resaca de mil toneles de cerveza y se peine, que se coloque bien el lazo al cuello y salga hacia los parques del emperador, es decir, hacia el oeste; quiero que llegado el momento converjan los dos: la seta y la última bala de cañón de Waterloo; que en el preciso momento en el que pasan uno al lado del otro, alcen la vista y se miren a los ojos; que el más joven se quite la chistera y que los dos se inclinen, como una reverencia mínima entre dos reyes; quiero que reconozcan el uno en el otro el alma agujereada y el cuerpo destrozado, la mucha predisposición para amar y la poca justicia para recibir; quiero que cambien sus planes y decidan sentarse separados por una mesa y que esta mesa sea lo que dé constancia del encuentro: que solamente existan sesenta y dos centímetros de madera separando el ocaso del clasicismo y el amanecer del romanticismo en esta taberna cualquiera donde la forma sonata que ha llegado a su plenitud escucha cómo la forma improptu le susurra que ha de morir.
Ahí están, hablan. Las jarras de cerveza, las bufandas largas de invierno, las chisteras ajadas encima de la mesa. Se preguntan el uno al otro qué es la música sin llegar a ninguna respuesta; alaban la música de Mozart, Las Bodas de Fígaro y La Flauta; critican a los otros compositores, a Hummel, Cherubini y Kramer; hablan de ese príncipe alemán que fue a Londres para convertirse en payaso, componer odas a la reina Anne y luego dejarse los ojos escribiendo las quince mil notas que forman el cuerpo del Mesías; hablan de ese otro que vivió en Leipzig, ese evangelista, que juntó el estilo antiguo con la moda italiana y que Dios, como a Job, le arrebató la vista pero le puso una aureola en la cabeza. Se preguntan si son felices. Si la felicidad es esto: tener que escribir notas sobre un papel, día tras día, sin poder oirlas o sin nadie que pague por ellas; si la felicidad es lo que sienten cuando esa música suena por primera vez. Se dicen el uno al otro que la felicidad es lo que ocurre entre medias, cuando aún no se han dado las partituras, mientras solamente existe el acto de escribir por las mañanas entre el café y la hora de comer y piensan en cómo resolver ese acorde de séptima disminuida que llevan sin pulir una semana. ¿Son felices ahí? ¿Sólo dura ese momento en tanto que aún no se comparte con el mundo? ¿Es la música un acto de amor? ¿A quién le deben esa música? ¿A la Verdad? ¿A sí mismos? ¿Al tiempo que está por venir? ¿Al mundo? Terminan la cerveza. Beethoven mira el reloj. Es de noche. Los dos se despiden. Ninguno de los dos sabe que faltan solamente tres meses para marzo de 1827 y que noviembre de 1828 está a la vuelta de la esquina. Empieza a nevar.
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