Alemania
La ópera tendrá que esperar
Esteban Hernández
Cuando el contenido no obedece a lo que se espera encontrar en su continente nos causa algo más que sabor amargo.
La sensación empeora cuando además el plato no se corresponde con lo anhelado tras un imperioso ayuno, tras una forzosa ausencia de más de seis meses, en la que pese a todo lo escrito sobre el virus no nos ha hecho perder el sabor de lo que es una ópera.
Esto evidentemente no lo es, e imagino que nuestro intendente muniqués y quienes la programen en un futuro lo saben.
Esta sería la descripción de los hechos: Marina Abramovič aparece postrada en una cama, inmóvil durante casi toda la función, mientras a su vera se produce una especie de fusión entre su figura y aquella de su idolatrada Maria Callas en su última noche parisina.
En su profundo sueño siete sopranos aparecen cantando siete de los great hits del repertorio de la diva griega, encarnados en Violetta Valéry, Tosca, Desdemona, Cio-Cio-San, Carmen, Lucia Ashton y Norma, léase, en los Verdi, Puccini, Donizetti, Bizet y Bellini de turno.
Entre las arias se desarrollan siete cortos, con la participación de la propia Abramovič y el actor (amante de las performance) Willen Dafoe, en los que las fusionadas Marias afrontan siete caminos hacia la muerte: postrada en una cama (Valeria), ahogada por dos pitones que el propio Dafoe coloca sobre su cuello (Desdemona), saltando al vacío (Tosca), intoxicada (Cio-Cio-San)… para terminar finalmente en un camino que recorrerán juntos hacia una pira o hacia un Dios incandescente (Norma).
Todo ello, con Abramovič siempre inmóvil en su lecho, nos conducirá a los diez últimos minutos en los que se abre paso la recreación de la habitación en la que Callas falleció y en la que música la de Marko Nikodijevič toma protagonismo, a veces instrumental, a veces sinfónica, con descontadas citas a la música que le precedió, en una partitura sin marcado rumbo ni lenguaje.
En este nuevo ambiente se produce el paulatino despertar de Abramovič, guiada por la voz en off de Dafoe, y con una versión de Casta Diva de fondo (de 1954) que nos confirma esperada mutación entre la artista y el mito. Ésta terminará por romper un jarrón y desaparecer, en una metáfora que pocos seguramente descifrarán.
Para recoger los desperfectos y enlutar la habitación con gasas negras aparecerán las siete sopranos protagonistas del pseudo-concierto, que si me permiten recordar, no fueron más que siete arias servidas en crudo. Ante un nuevo telón negro Abramovič/Callas volverá a aparecer con un vestido dorado, mientras la voz en off le pregunta si está bien.
7 muertes de María Callas convierten en un cliché – reflejado en el propio número, místico por antonomasia – la vida de quien fue extraordinaria, y si me apuran, de quienes fueron extraordinarias en el sentido estricto del término.
En un intento de abarcarlo todo no hubo ni ópera, ni arte, ni teatro. Lástima también que ninguna de las siete sopranos intentase salirse de lo ordinario. Mientras la vela de la primera Maria se extinguió en aquel septiembre parisino, la de la segunda ha decidido irse consumiendo en directo por los escenarios del mundo con una pobre caricatura de lo que fue su propio trabajo.
Abramovič muere en un intento por resucitar a la Callas, una Maria por otra, quid pro quo. A nosotros nos dejaron volver al templo de la ópera, pero la ópera tendrá que esperar.
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