Portugal
Rutas de doble shengtido
Paco Yáñez
Casi un año hacía ya desde mi última visita a
Casa da Música, el 17
de octubre de 2020; entonces, para asistir a la magna Des canyons aux
étoiles... (1971-74), de
Olivier Messiaen, con la Orquestra Sinfónica do Porto Casa da Música bajo la
batuta de todo un especialista en el compositor galo, Sylvain Cambreling. Doce
meses más tarde, y con un nuevo país, Italia, vertebrando por segunda vez la
programación del principal auditorio portuense, he podido volver a recorrer una
ruta durante un tiempo truncada con motivo de los sucesivos cierres de frontera
y confinamientos que la pandemia ha motivado, a raíz de los cuales Casa da
Música ha tenido que reinventarse y llevar a cabo todo un ejercicio de flexibilidad
a la hora de programar que es digno de mención, así como un servicio de
contenidos musicales a través de sus redes sociales y plataformas virtuales que
ha sido un verdadero ejemplo, pues los abonados lusos y el público interesado,
en general, no han tenido ni una semana en la que desde Casa da Música no se
les hayan ofrecido conciertos, conferencias y actividades telemáticas para
seguir conectados a su auditorio de referencia, cuando éste tuvo que cerrar sus
puertas, en los meses de mayores estragos víricos.
Por tanto, con paciencia y abnegación hemos tenido que renunciar a una serie de muy interesantes conciertos celebrados en Casa da Música a lo largo del 2021, como los englobados en un festival, Música e Revolução, dedicado en abril a Luigi Nono; una cita que, por apenas una semana, se quedó al otro lado de una frontera nuevamente cerrada a causa de la COVID-19. Una vez pasados los meses más duros, y cuando ya las cosas parecen ir camino de una nueva (a)normalidad, Casa da Música recupera su maquinaria y buen pulso habituales, e incluso entre el público que se reunía en la Sala Suggia no se exigía ya separación de butacas, aunque sí el uso de mascarilla y las habituales medidas desinfectantes, así como la eliminación del intermedio entre ambas partes del concierto, reducido hoy a una pausa técnica que, como veremos, resultó de lo más informativa y disfrutable.
Si bien el país-tema en Casa da Música a lo largo del 2021 es Italia, ello no quiere decir, ni mucho menos, que en su programación no se abran diálogos con otras latitudes y culturas: siempre con esa voluntad que guía la programación del auditorio portuense, y que tan bien nos definió António Jorge Pacheco, director artístico de Casa da Música, en la entrevista que con él mantuvimos en marzo de 2015, cuando señalaba que lo que su público más valora es la posibilidad de asistir a los conciertos para descubrir algo nuevo.
En el caso del programa que hoy nos ocupa, el diálogo intercultural se tendía con el Lejano Oriente, y las posibilidades de descubrimiento venían dadas ya no sólo por el estreno en Portugal de una obra cuyo solista tocaba un instrumento tan poco habitual en una sala sinfónica europea como el sheng, sino por las nuevas lecturas que de obras de repertorio ya tradicional, como las que abrían y cerraban el programa, se pueden efectuar tras habernos adentrado en esos otros universos musicales de los que estas mismas piezas habían, previamente, bebido. Como toda obra de arte, una partitura no sólo puede y debe ser analizada en sí misma, sino por el contexto donde ésta se sitúa, con los vínculos que con su entorno tiende.
La proteica relación de la música culta europea con Oriente ha estado presente en Casa da Música, este mismo año, a través de obras paradigmáticas al respecto, como la mahleriana Das Lied von der Erde (1908-09), que con sus escalas pentatónicas y su atenta lectura de la poesía china continuaba una fascinación por Asia que había expresado, ya con anterioridad, Claude Debussy (Saint-Germain-en-Laye, 1862 - París, 1918), un compositor en cuya música recaen tanto los ecos del impresionismo pictórico francés como el contacto con el gamelán indonesio en la Exposición Universal de París de 1889. Dos años después, Debussy comienza la composición de su icónico Prélude à l'après-midi d'un faune (1891-94), pieza que abría el programa el pasado 8 de octubre en una Sala Suggia sobre la que nos sorprendía (especialmente, a los que de España veníamos) ver a los músicos (y no sólo a los vientos) sin mascarilla: producto tanto de una ejemplar campaña de vacunación en Portugal como de las muchas decisiones acertadas que nuestros vecinos han tomado a lo largo de estos últimos meses.
Pasando a lo puramente musical, y con un escenario bañado por una sugestiva luz azul, también muy acertado me ha parecido el enfoque con el que Baldur Brönnimann ha dirigido este Prélude à l'après-midi d'un faune en su reencuentro con una OSPCM de la que fue titular y cuyo buen hacer se percibe en el gran crecimiento de la orquesta lusa, así como en su enorme flexibilidad para abordar estilos tan distintos como los hoy programados. Dada la reducida plantilla que esta noche disponía en la Sala Suggia la OSPCM, con cuerdas a 12/10/8/6/4, ha primado la transparencia y un sentido netamente camerístico, lo que realza el protagonismo de cada atril y la sutilidad de los timbres debussyanos, ya desde la flauta de un Paulo Barros que preludia y avanza lo que serían las líneas maestras de esta versión portuense: una lectura de tempo tirando a rápido, acentuando la levedad de la partitura y su agilidad.
Estamos, por tanto, ante un Debussy posbouleziano, enfocado desde el rigor estructural y la claridad, rehuyendo lo edulcorado o un tratamiento romántico tan nefasto en esta pieza. Parte de esa modernidad la encontramos en los metales, con unas trompas muy destacadas en articulación, fraseo y color, muy bello y textural, alcanzando un protagonismo no siempre tan señalado en este Prélude, una partitura que solemos pensar más en clave de viento-madera y cuerda. Ello no quiere decir que estas secciones no hayan estado, asimismo, muy notables, con mención especial para flauta y oboe, pero la gran cohesión y transparencia que ha dado Baldur Brönnimann a su lectura ha destacado, precisamente, esa preeminencia de cada atril, una radiografía especialmente nítida de cada sección, incluidas las en otras ocasiones dejadas en un segundo plano. De este modo, se han acentuado, también, los ecos orientales (o lo que en Europa entendemos por ello), con una lectura antirretórica y poética capaz de ser, al tiempo, ligera y con suficiente peso en cuanto a color y personalidad en cada músico de la orquesta. Igualmente, y en línea con esta concepción, así como con el planteamiento tan camerístico, los perfiles dinámicos han sido atenuados, velados, suaves, sin grandes alardes, por lo que Brönnimann ha incidido, también por ese parámetro, en rehuir lo romántico; al menos, en su sentido más germánico.
Tras los ecos de lo oriental en lo europeo, filtrados a través de Claude Debussy, el compositor austríaco Bernd Richard Deutsch (Mödling, 1977) traía a nuestra música y a nuestro continente uno de los instrumentos asiáticos más antiguos de cuantos siguen formando parte del acervo musical vivo de, en este caso, China: el sheng, órgano de boca antecedente del quizás más conocido shō japonés (un instrumento, este último, para el que han escrito compositores occidentales que van desde John Cage a Helmut Lachenmann). En su día, cuando en julio de 2013 el Atlas Ensemble visitó Santiago de Compostela en el marco del segundo Festival son[UT]opías, había preguntado a la intérprete de shō de la agrupación holandesa, Naomi Sato, por la forma de escribir de dichos compositores para su instrumento, a lo que ésta me decía que nada tenía que ver con lo que era la tradición oriental del shō. Siete años más tarde, he formulado esta misma pregunta al solista de sheng al que esta noche hemos escuchado en Oporto, el impresionante Wu Wei, y el músico chino me confirmaba que lo compuesto por Bernd Richard Deutsch se alejaba totalmente, de nuevo, de la música tradicional de su país natal, lo cual redunda en la ampliación de técnicas y estilos en la literatura escrita específicamente para este ancestral instrumento: un instrumento que en el concierto para sheng y orquesta Phaenomena (2018-19) se reinventa, por tanto, por completo (como lo hacía en la cageana Two3 (1991), interpretada en su día por el propio Wu Wei al sheng junto con Stefan Hussong en el acordeón, en un compacto del sello Wergo reseñado en mayo de 2016 en estas mismas páginas).
Cuatro son los movimientos en los que se articula Phaenomena, todos ellos tocados de forma ininterrumpida e inspirados, según el propio Deutsch, por esos dos fenómenos que dan título a su pieza: por un lado, el propio Wu Wei; por otro, su instrumento, un sheng que el compositor austríaco define como la aparición de un mundo distante, fascinante y fantasmagórico: un instrumento que —reconoce— lo obligó a reinventarse como compositor prácticamente desde cero, tras aprender los rudimentos técnicos del sheng, que le exigieron manipular, él mismo, el instrumento, para conocer sus combinaciones de acordes y notas; todo ello, en estrecha colaboración con Wu Wei, cuya personalidad, presencia y musicalidad han marcado sobremanera Phaenomena.
Con estos precedentes, serán una serie de fuertes acordes súbitos los que vayan ligando a esos cuatro movimientos, un acorde que Deutsch define como menor y conformado por notas vecinas cromáticas «perturbadoras», cuyo carácter —dice— es lo suficientemente sorprendente como para chocarnos y convertirse en un grito que articula el desarrollo de la partitura, marcando sus secciones y apareciendo hasta en un total de cuatro ocasiones, en un registro cada vez más agudo, hasta que, en el último movimiento, conduce las fuerzas instrumentales y la estructura de la obra hacia su conclusiva coda. El hecho de esta estructuración cuadripartita en un concierto, así como la propia existencia de una coda y la alternancia de pasajes lentos y rápidos, nos remite, indefectiblemente, a lugares comunes en la tradición concertística europea, de la cual, sin duda, bebe Bernd Richard Deutsch, así como de ecos de otros estilos que hacen de su partitura una pieza heteróclita y sincrética a la hora de integrar estéticas bien diferenciadas, incluyendo la que, de por sí, incorpora el sheng, con su mistérica sonoridad: en este concierto, con pasajes dignos de un virtuoso romántico o de una estrella del rock.
A pesar de su poderoso eclecticismo, y de la suma de improntas culturales que concita este concierto, el primer movimiento, 'Erscheinung', nos sitúa de lleno en algunas de las señas de identidad por antonomasia de la música austríaca actual, tanto en el poderoso primer acorde de la orquesta como en el subsiguiente solo de sheng, con su ataque tan expresionista y espasmódico, así como con sus enrevesados desarrollos. El trabajo de Wu Wei es descomunal, ya desde su primera aparición, por cómo el músico chino crea acordes, masas y verdaderas fugas a varias voces en su instrumento, con un virtuosismo en cuanto a soplo y digitación impresionante. Frente a una introducción muy dinámica y febril, el segundo bloque de 'Erscheinung' encadena ecos impresionistas que casan muy bien con lo que había sido el Prélude debussyano, si bien estilísticamente nos movemos por derroteros más cercanos a Tōru Takemitsu (un compositor también presente en este programa) y a Olivier Messiaen. Por tanto, grandes gamas cromáticas y auras evanescentes en percusión en glissandi, cuerdas y vientos, haciendo resplandecer la orquesta. Es en estos compases, por tanto, donde la OSPCM parece embeberse del canto del sheng e hilvanar esas auras móviles con sonoridades a modo de fantasmagorías de naturaleza poselectrónica (medio, este último, bien conocido por Deutsch). A la síntesis y desarrollo de esas sonoridades enrarecidas colabora, también, el clave, aunque con una pulsión más seca y rítmica, articulando desde el centro del escenario esas masas más suspendidas. Como nos indica en las notas al programa el propio Deutsch, en 'Erscheinung' se expone ya la mayor parte del material armónico de este concierto.
El segundo movimiento, 'Jagd', resulta más percusivo y furibundo, con un mayor énfasis rítmico, en línea con su título, «caza». El sheng alcanza una presencia que evocará a la de una guitarra eléctrica, poniendo claros apuntes de eclecticismo en la concepción de este instrumento por parte de Bernd Richard Deutsch. Mientras, la orquesta no deja de desplegar abigarrados acordes en el metal grave, asertivos y punzantes, así como muy masivos. Frente a tan ciclópeo dibujo orquestal, el sheng danza una y otra vez frente a nosotros, a través de juegos polirrítmicos de un virtuosismo asombroso. Ese choque y con-fusión de modelos acaba por aumentar la heterogeneidad de los temas, proliferando escalas, cadenas de semicorcheas y colores en la orquesta, cual si ésta fuese un híbrido entre un Alban Berg y un Mark-Anthony Turnage: ahí es nada, a lo que podemos sumar los mecanismos de un Harrison Birtwistle para obtener una fenomenal paleta de colores y estructuras proliferantes por doquier en esta caza en la que es complejo saber quién persigue a quién: si solista a orquesta, o viceversa. Para mantener tal proliferación de colores y torrentes de acordes, la respiración de Wu Wei no cabe duda de que ha sido circular en buena parte del concierto, pues los bucles de sonido que ha creado son dignos de mención y pavor, por la masa de acordes cromáticos que de ellos se derivan, convirtiendo el sheng no sólo en el motor musical de la propia orquesta, sino en un caleidoscopio de vivos colores que son filtrados por la OSPCM, que gira cual cristales musicales resplandecientes a su alrededor. Entre esos cristales filtrantes, las sordinas en los metales aportarán nuevos ecos de las músicas urbanas anglosajonas, entre las que Wu Wei literalmente baila con su instrumento, imprimiéndole un sentido rítmico que convierte en una sola unidad a músico y sheng.
El tercer movimiento, 'Canto', marca un nuevo cambio de ambiente, ya que, a pesar del agresivo acorde de apertura y encadenamiento, nos volvemos a adentrar en una música de serenas armonías y desarrollos melódicos en cantabile que buscan destacar las concomitancias del sheng con la voz humana. Prima, por tanto, la delicadeza, así como las fantasmagorías acústicas que ya había expuesto el primer movimiento, con una orquesta más depurada y camerística, en la que resplandecen los atriles: desde los glissandi bartokianos en los timbales al enrarecimiento tímbrico de los trombones por medio de sordinas, o a los diferentes solos en la cuerda, con una mención muy especial para el contrabajo de Rui Rodrigues. Entre tan prolífico paisaje de brillos y detalles, Wu Wei, por su parte, parece remedar el viento, en su intento de dar con el desarrollo melódico de la voz humana: un viento que, como en los anteriores movimientos, agita a la orquesta y le lanza motivos que ésta trata armónicamente, por lo que dichos diálogos nos vuelven a remitir a la más propia tradición del género concertístico en la música culta europea. Curiosos diálogos; entre estos, lo que establecen sheng y clave: instrumentos de tan diferentes naturalezas, aquí unidos por la pulsión rítmica; una pulsión que genera desde centelleos a auras, puntos y masas, haciéndonos recordar, en algunos de los compases más cromáticos y suspendidos al Messiaen de la antes citada Des canyons aux étoiles...
Siguiendo dicha línea estética, también Takemitsu se deja escuchar en la distancia, con ecos que aquí Deutsch rescata de la música oriental postimpresionista, para construir un marco cultural quizás más referenciado a lo que en Europa asociaríamos con el sheng, en un movimiento más dulcificado y transparente. Una vez más, el instrumento de Wu Wei suena con una calidad y una calidez prodigiosas, utilizando la respiración circular para crear auras infinitas que redundan en la organicidad entre solista y orquesta, por medio de sus líneas melódicas compartidas, en algunos de los pasajes más compactos del concierto. De este modo, el sheng aparece como una voz espectral surgida desde otros tiempos y espacios, suspendida, ingrávida y rodeada de etéreos clústeres armónicos, con acordes cromáticos que proliferan en la orquesta: todo ello, de nuevo, espejeado en el solista, cuyas polifonías en un solo instrumento resultan difíciles de creer, si uno no las tuviese frente a sus propios oídos en la Sala Suggia. Dichos procedimientos en el sheng se expanden y colonizan a la orquesta, proliferando en la OSPCM ese sentido rítmico, motívico, tímbrico, textural y circular, en un crescendo que nos lleva a ese acorde unificador, aquí ya más agudo, que abre el cuarto movimiento, 'Tanz'.
Como su nombre indica, 'Tanz' es toda una danza febril que, en parte, retoma materiales y pulsos del segundo movimiento, 'Jagd', lo que no hace más que unificar internamente este concierto, así como mostrar las lecciones bien aprendidas que Bernd Richard Deutsch ha tomado de la tradición clásica. Ahora bien, el poliestilismo que acusa Phaenomena vuelve a ser, en 'Tanz', muy evidente, y las improntas estéticas retoman ecos que van de Mark-Anthony Turnage a Leonard Bernstein; incluso, por el tipo de percusión de membranas utilizado por Deutsch en su partitura, cuyos ecos multiculturales se abren a la música sudamericana. Prima, por tanto, una febrilidad rítmica basada —según Deutsch— en «una pulsión continua de corcheas rápidas (parcialmente exactas y parcialmente irregulares) y con frecuentes cambios de métrica». Esta gran oleada de cascadas métricas y mecanismos discrepantes alcanza momentos de un abigarramiento orquestal impresionante, con generoso despliegue de colores y una pugna entre sheng y orquesta por obtener una primacía sonora que es una delicia (y que pocos músicos podrían acometer, en este instrumento, de no ser el propio Wu Wei, pues el pulmón y el grado de pericia técnica requeridos son de impresión).
Puro ritmo y color, la resolución del cuarto movimiento abunda en el virtuosismo orquestal, con proliferación de motivos encadenados entre instrumentos tan dispares como tuba (estupendo, como siempre, Sérgio Carolino), contrabajo, violín y el propio sheng, que se multiplica en cada uno de estos diálogos a través de los cuales Bernd Richard Deutsch hace centellear a una OSPCM que ha sonado impresionante en Phaenomena, rubricando ese crecimiento al que antes nos referíamos, así como la capacidad de la formación portuense para abordar estilos musicales tan dispares, respetando sus respectivas lógicas, técnicas e idiosincrasias. Tan colorido frenesí final queda suspendido en un último ataque sin desarrollo subsiguiente, lanzado a un bucle abierto, en ese gesto conclusivo del sheng, no exento de cierto toque humorístico, que casi nos pide que seamos nosotros, cada oyente, quien acentúe interiormente Phaenomena para rubricar su final. Lo que, desde luego, acentuó el público presente en Casa da Música fue una ovación realmente importante, tanto a su orquesta residente, como a su director y al propio Wu Wei, que fue acompañado en el escenario por Bernd Richard Deutsch, continuando esa tan pertinente costumbre que tiene Casa da Música de traer a los compositores a su sala de conciertos, no sólo para que el público pueda verlos en persona y dirigirse a ellos, sino para que estos trabajen con sus formaciones musicales en los ensayos previos; todo ello, junto a directores especializados en dichos repertorios. Así es como se construye una orquesta y su puesto de referencia en el repertorio actual. Tomemos nota.
Como antes avancé, el habitual intermedio se ha sustituido (cosas de los protocolos sanitarios) por una amena pausa técnica que nos ha permitido conocer un poco mejor un instrumento mayoritariamente desconocido en Europa, como el sheng. Con Rui Pereira como maestro de ceremonias, Wu Wei nos fue desgranando algunos de los arcanos de su venerable instrumento, como la capacidad de activar hasta veinte notas al mismo tiempo, algo que lo convierte en un instrumento poderosamente armónico. Por supuesto, Wei se remitió al sheng en la música tradicional China, en la que es un instrumento a través del cual encontrar un equilibrio entre el hombre y la naturaleza, por medio de la música. Dentro de dichas referencias históricas, citó Wei algunos de los estadios de desarrollo del instrumento, con el paso de los siglos, desde el más sencillo sheng original. Esta amena y muy didáctica intervención (toda ella desarrollada en inglés, con un público muy atento, cómplice y receptivo) concluyó con una demostración de Wu Wei de un virtuosismo delirante, desplegando en su instrumento paralelas melodías y clústeres armónicos cual si fuesen varios los instrumentistas que tocasen al mismo tiempo. Puntuales pasajes con voz completaron una demostración de tal calibre, que el público portugués se puso en pie para tributar a Wu Wei su merecida muestra de admiración y respeto; todo ello, con una hermosa dramaturgia de la luz que, bañada la figura del músico en rojo, hacía más diabólicamente mefistofélicos sus ardides interpretativos.
Mientras, el color que predominó en How Slow the Wind (1991), partitura orquestal de Tōru Takemitsu (Tokio, 1930-1996), fue el azul: algo que no es, ni mucho menos, baladí, pues tras el naranja en el que se sumergió Phaenomena y el intenso rojo del bis weiniano, la vuelta a los cromatismos que habían predominado en Prélude à l'après-midi d'un faune no era, tan sólo, un efecto unificador, a través del color, sino todo un guiño histórico, pues muchas son las concomitancias que comparten las respectivas partituras aquí escuchadas de Debussy y Takemitsu, a las que debemos unir ese puente histórico y estético que supone, entre francés y japonés, la música de Olivier Messiaen, compactando y recorriendo en doble sentido esas rutas que unen a Oriente con Occidente.
En el caso de How Slow the Wind, la OSPCM se redujo aún más, alcanzando una formación prácticamente camerística, con cuerdas a cuatro violonchelos y dos contrabajos. Ello ha redundado en la transparencia y en la claridad orquestal, así como en esa ligereza que antes caracterizábamos como seña de identidad oriental, lo que no quita un sustancial peso del timbre y del detalle en un espacio más silente, que podemos relacionar con un tratamiento musical derivado del canto ritual budista, el shōmyō, y su desarrollo en el espacio: un carácter que se complejiza con su enfático dibujo de las capas ondulares que se superponen, con un sonido tejido en formas circulares que van y vuelven hacia su extinción, cual proceso de respiración articulado en base al chosoku, con ese abismarse del sonido a los límites del silencio-muerte, desde el que emerge cual hálito que recupera la vida.
Ondas de agua y soplidos de viento, todo ello se entrevera en How Slow the Wind, una obra cuyo título fue tomado por Takemitsu de un poema de la escritora norteamericana Emily Dickinson: «How slow the wind / How slow the sea / How late their Feathers be!». Como nos explica en sus estupendas notas Pedro Almeida, Takemitsu intenta, aquí, remedar dichas ondas por medio de un motivo de siete notas que es tratado como una materia prima anterior a un estado propiamente melódico, cíclicamente repetido, con el objetivo de crear una visión en perspectiva del sonido por medio de delicadas transformaciones de sombras y colores. Los vínculos con Messiaen y Debussy son apuntados, igualmente, por un Almeida que, con respecto al Prélude, señala en How Slow the Wind matices que van «desde acordes de novena a efectos de trémolo en las cuerdas, pasando por luminosos haces de armónicos agudos en las cuerdas».
Asimismo, junto a tales improntas europeas no podemos dejar de vislumbrar la influencia de la música tradicional nipona, del propio gagaku, con su ascetismo armónico y su personalidad tímbrica, aquí realzada por la esencialización de la plantilla orquestal y el realzado peso de cada atril. Es, por ello, que no ha dejado Baldur Brönnimann de señalar improntas no siempre destacadas en Takemitsu, pero que aquí resultan del todo pertinentes, como la de Anton Webern (un Webern que llega a Takemitsu a través de Messiaen). Así, toda una melodía de timbres se va desplazando a través de la orquesta, cual un soplo de ese lento viento al que se refiere el título de la partitura: un viento que activa las superficies de cada atril que toca, haciendo resplandecer, en sus colores tímbricos, el motivo que unifica a la obra, en una idea que, así expuesta, no está muy lejos de la klangfarbenmelodie vienesa: procedimiento de variaciones tímbricas que se alía con un lenguaje modal siempre subyacente a Takemitsu, creando momentos de fascinante síntesis entre ligereza y complejidad.
Otro parámetro muy bien explotado por Baldur Brönnimann para insuflar vida y relieves a materiales tan esenciales y delicados es el de las dinámicas, procediendo, una y otra vez, a expandir y concentrar el sonido de la OSPCM, cual si lo escuchásemos a diferentes distancias, en función de la dirección en la que soplase ese viento que mecía los colores de la orquesta portuense. Parte de ese contraste en el volumen orquestal viene dado, igualmente, por la alternancia de pasajes confiados a unos pocos atriles, frente a otros con orquesta a tutti, lo que incorpora diferentes formas de transmutar el motivo de siete notas, logrando Takemitsu una muy refinada y efectiva mezcla de lenguajes, entre la abstracción y una depuración muy accesible a cualquier oyente. Brönnimann hace hincapié, así, en la conexión de How Slow the Wind con esa vena posvienesa que a Takemitsu llega, enfatizando su estructura, su melodía de timbres y redondeando una versión de innegable lógica y belleza.
Completó tan atractivo concierto un compositor del que en 2021 conmemoramos el medio siglo de su fallecimiento, el de uno de los grandes genios en la historia de la música, Ígor Stravinski (Oranienbaum, 1882 - Nueva York, 1971), de quien escuchamos la suite del año 1945 del que fue uno de sus ballets con más ecos orientales, L'Oiseau de feu (1910); en buena medida, llegados a esta partitura a través de la fuerte impronta que en el primer Stravinski tuvo Rimski-Kórsakov. Sin embargo, no fue el de la OSPCM, esta noche, un Pájaro de fuego excesivamente colorido y vital en sus primeros cuadros, algo que también determina el tamaño de la orquesta, que con cuatro contrabajos tiene complicado crear las tan sombrías y bellas texturas de la introducción de este ballet, a la que le ha faltado cierto músculo y amplitud. Eso sí: lo que se pierde en masa y densidad, se gana en transparencia, algo muy evidente en los fascinantes glissandi del primer cuadro, muy bien definidos en las cuerdas de la OSPCM.
No estamos, así pues, ante una lectura propiamente rusa, en su sentido más eslavo, y quizás sí en una línea posbouleziana (aunque no tanto la del Boulez de Nueva York, cuyo L'Oiseau de feu para la CBS me sigue pareciendo uno de sus logros stravinskianos, sino la del más tardío y algo distante registro con Chicago para la Deutsche Grammophon). Es, por ello, que hemos echado en falta más color, juegos tímbricos y sensualidad en los primeros cuadros de esta suite, aunque no tengo duda de que al propio Stravinski también le hubiese gustado ese cierto punto de distancia y frialdad, rehuyendo todo pathos romántico. Cierto es que la tónica interpretativa subió mucho en énfasis a partir de una 'Danza infernal' rotunda, poderosa y musculada, a pesar de los reducidos efectivos de la OSPCM, dejándonos algunos apuntes de modernidad que nos hacen vislumbrar ya Le Sacre du printemps (1910-13). Toda la orquesta portuense estuvo a un muy alto nivel en los tres cuadros finales, aunque no puedo dejar de destacar, como en Debussy, a las trompas, estupendas en timbre, fraseo y empaste con el resto de las secciones de una OSPCM cuya menguada plantilla respondía, también, a que con la misma formación dos días más tarde tocaban, con Baldur Brönnimann al frente e idéntico programa, en la Philharmonie de Colonia: un puente más de los muchos que Casa da Música tiende con Europa, y una nueva demostración de que una orquesta que alcanza cierto nivel y ofrece una programación bien pensada sí tiene un lugar en los auditorios europeos de referencia.
En un momento en el que en la eurorregión Galicia-Norte de Portugal las orquestas al norte del río Miño naufragan en la zozobra, Casa da Música nos sigue mostrando cómo programar de un modo original, significativo y exitoso a nivel de público: una línea que podemos extender al conjunto de la oferta cultural de Oporto, netamente abierta e internacionalista, pues en la Fundação Serralves pudimos ampliar, este mismo fin de semana de octubre, nuestros diálogos con Europa y Oriente, de la mano de una estupenda exposición del artista chino Ai Weiwei; muestra que se completa, en la propia Serralves, con exposiciones y ciclos dedicados a Joan Miró, Louise Bourgeois, y Alexander Kluge, entre otros, así como con distintas muestras de arte contemporáneo portugués: ¡qué mejor forma de ser, al mismo tiempo, una cultura propia y un diálogo con el mundo, toda una red de diferentes direcciones y sentidos!
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