Reino Unido
Iago en cuatro actos
Agustín Blanco Bazán

Con excepción de Glyndebourne, los festivales ingleses de
ópera-picnic son artísticamente modestos y los críticos sabemos que se trata
mas bien de reconocer el empeño de algunos cantantes jóvenes y otros sobre el
final de su carrera para entretener un público disfrazado de gala que espera
ese famoso intervalo largo (100 minutos) para merendar y hablar tonterías. Pero
este Otello fue una excepción, primeramente gracias a dos reconocidos artistas.
David Alden es un director de escena internacionalmente reconocido por su
originalidad de conceptos y la intensidad de su regie de personas. Y Simon Keenlyside es uno de los barítonos mas
destacados de la actualidad, no al final de su carrera sino en la cumbre de la
misma.
No es de extrañar que Alden haya convertido al primer Iago de Keenlyside en el pivote de toda su producción, visualmente trasladada al marco de un decorado único, digamos que un hall de recepción en un dilapidado puerto de un país comunista de la década de 1950. Un cartel destartalado dice “Constantia”, para indicarnos ingenua y no muy sutilmente que estamos en un puerto del Mar Negro. Todo es gris y decadente pero esta depresiva atmósfera es precisamente el vehículo para permitir que Alden perfile un movimiento de comparsas y solistas intensamente dirigido a resaltar la profundidad psicológica de una ópera donde el genio de Shakespeare se encuentra al mismo nivel con el de Verdi.
En el acorde inicial vemos una Desdemona el frente y centro de la escena gritando mudamente como en un cuadro de Munck su desesperación ante una tormenta ya presagiadora de su destino final. A su alrededor el coro se mueve como el ballet de un aquelarre en magistral sincronización con una partitura que Gianluca Marciano interpreta con antológica claridad contrapuntística.
Pero en esta producción todo es una
tormenta desencadenada por un Deus ed
Machina impertérrito en su calma y sus propósitos. Antes de la primera
explosión orquestal, el Iago de Keenlyside triunfa sin abrir la boca,
simplemente apareciendo a un costado de la escena como un capitanejo con botas,
de contenida reciedumbre y elegancia y dispuesto a observarlo todo como un
corifeo griego: decididamente, él está afuera de las pasiones que sabe como
desatar.
Al comienzo y final de cada acto, este Iago examina con discreta atención el progreso de su trama. Antes del telón final, todos huyen de una escena que se les ha hecho irrespirable para dejar solo a un Iago que, con la misma contención que demostró al comienzo, contempla dos cadáveres cómodamente sentado en un sillón: ¡misión cumplida!
La voz de Keenlyside siempre me ha parecido algo clara y abierta para este tipo de personajes y en este caso también extrañé una mayor densidad en los forte, por ejemplo en algunos pasajes del Credo. Pero aquí fueron precisamente estas características las que lo ayudaron a espetar un fraseo de antológica claridad e intención. Ello gracias a algo raro en un cantante no italiano, a saber, un mordente nítido, pero nunca exagerado, un squillo preciso y un legato sólidamente apoyado.
A diferencia
de otras producciones en las cuales Iago aparece como un villano oscuro y
poco diferenciado en la primera escena, Keenlyside brilló en ella como el
verdadero protagonista. No hubo frase o comentario, por mas fugaz que fuera,
que no resaltara a través de la masa coral y orquestal. Predeciblemente, su
interpretación de “Era la notte, Cassio dormia” fue, creo, insuperable por el
sostenido y la incisividad de su mezzo-piano. Y el final del credo le salió
como a nadie: “¡la muerte no es nada!” explicó esta especie de Putin al público
como si buscara tranquilizarlo antes de caracterizar jovialmente al cielo como
una fábula.
Aparte de Keenlyside,
este Otello fue una oportunidad para reconocer a Elizabeth Llewellyn
(Desdemona) como una soprano extraordinaria. Su único problema puede llegar a
ser controlar las dinámicas de una voz enorme. Pero se trata de una voz
excepcional, de un color en el registro medio y bajo solo comparable a Leontyne Price y Shirley Verret, y de pasaje radiante y seguro hasta la colocación
de agudos que parecen perlas. Su actuación fue conmovedora: sobria y de
contenida sensibilidad, aún en su desesperación final.
Y también se destacó Gwyn Hughes Jones, un
Otello de color vocal algo engolado, pero de heroica firmeza de squillo y, en "Dio mi potevi scagliar", de admirable
progresión del mezzo piano al forte. Entre
el resto del reparto se destacaron por la calidad de su timbre, la Emilia de
Olivia Ray y por su expresiva soltura, el Cassio cantado por Elgan Llyr Thomas.
El coro que la casa ensambla solista por solista cada temporada cantó con excelente proyección de masa y Marciano impuso a la no siempre asertiva Orquesta Gascoigne tiempos rápidos y un comentario orquestal siempre sostenido en su énfasis y apoyo a los cantantes.
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