Reino Unido
Elektra a medio camino
Agustín Blanco Bazán

El cuadro escénico de esta nueva producción de Elektra es un sombrío patio interno de un edificio vienés que podría ser un palacio, pero también un hospital. Y los vestuarios trasladan la acción a la época de Richard Strauss y su libretista. El primer gran error fue uniformar a Elektra como una más entre las mucamas, cuando la dramaturgia original la erige como una protagonista solitaria, un pivote dramático que mueve la acción teatral sin jamás integrarse a ella. Digamos que su vitalidad nihilista es tal que casi reemplaza al mismo director de escena en esa manipulación emocional de todos los demás. El segundo gran error fue no darle instrucciones precisas, algo raro en un regisseur como Loy que a veces se esmera en corporizar el fraseo de los personajes hasta el exceso.
A diferencia de Salomé, la otra gran femme fatal del joven Strauss, que actúa sus intenciones con el lenguaje simple y directo de Oscar Wilde, von Hoffmannstahl ha puesto en boca de Elektra un vocabulario frondosamente freudiano que debe ser gesticulado con intención bien sincronizada con el fraseo. De lo contrario, Elektra queda reducida a una loca gritona, como ocurrió en esta oportunidad. Esta deficiencia no pudo ser superada ni siquiera por el talento actoral de una Nina Stemme que ha interpretado este papel en el pasado de acuerdo a instrucciones de un director escénico como Patrice Chereau.
Algunos momentos, como su intento de seducir a Chrysothemis con aparente ternura, fueron bien interpretados. Pero en otros el regisseur pareció olvidarse de la protagonista, por ejemplo, en la catarsis psíquica del reconocimiento de Orest y la confesión de Elektra de haber sacrificado su pudor para reducirse a la animalidad sin sentimientos necesaria para instrumentalizar sus designios de venganza.
“Venenosa como un gato salvaje”, la describe una de las sirvientas al comienzo. Y es recién frente a Orest que este gato deberá transformarse en mujer hecha y derecha, frustrada, pero clarividente en la comprensión de su tragedia personal. Nada de eso ocurrió en este encuentro fraternal, agravado por un Orest también soso por falta de instrucciones.
En la danza final Stemme marcó la partitura con un zapateo improvisado sin ton ni son, como si estuviera bailando una jota. Precisamente es algo que ninguna Elektra debe hacer porque la danza es más bien interna, dentro de un alma que finalmente consigue liberarse abandonando el cuerpo. Bien lo instruye el libreto: “(Permanece de pie, inmóvil, con la mirada fija hacia delante).
Más que bailar ella, Elektra invita a la danza a todos, no sólo a los demás personajes sino también a los espectadores porque ella es un mito teatral consumado, capaz de trascender la ficción escénica en su convicción dramática. Pero ella permanece relativamente tiesa hasta el momento en que “Avanza unos pocos pasos con ademán de triunfo y éxtasis, y se derrumba” Nada, nada más. Y tampoco nada menos.
Vocalmente Stemme traicionó serios
problemas, por lo menos en la primera noche. Su buen volumen y su buena
densidad de impostación fueron malogradas por algunas notas erráticas y otras
que no pudo proyectar por falta de apoyo y debilidad de fiato. Y en el registro medio bajo algunas frases salieron borrosas
y afectadas por un vibrato que afectó
su afinación.
En el momento de escribir estas líneas,
la administración del Covent Garden anunció que Stemme estaba enferma y que en
la segunda función sería reemplazada por la incansable Ausrine Stundyte, ya en
Londres para debutar como Tosca.
Magnifica fue la presencia escénica (en
vestido de gala con tiara y todo) de la Klytämnestra
de Karita Mattila, finalmente integrada a la pléyade de cantantes famosas
interpretando roles de carácter al final de su carrera. Pero también ella tuvo
problemas vocales. El rol puede ser interpretado con voz ronca, pero es
necesario que sea proyectado con una articulación intensa a través de un fraseo
nítido y penetrante. No así en el caso de Mattila, que en algunos momentos
exhibió una debilidad de timbre que hizo dificultoso escucharla. Fue
precisamente esta deficiencia en dinámicas la que también conspiró contra una interpretación
que a veces salió borrosa e indiferenciada.
Firme y robustamente lacerante fue en
cambio la Chrysothemis de Sara Jakubiak, que se presentó también en traje de
fiesta, con guantes y todo, para ensayar un movimiento escénico que, también
por culpa del regisseur, se asemejó a una pantomima de cine mudo.
Łukasz
Goliński
impostó su Orest con registro firme pero sin demasiada entrega a un rol que
exige un histrionismo capaz de convencer de por qué se apresta nada menos que a
matar a su mamá. La relativa falta de contraste y diferenciación de color
impidió a Charles Wokman (Ägisth) brillar con su extraño cameo de comicidad y
dramatismo.
Antonio Pappano impuso una interpretación expresiva fundamentalmente en los legato de esas largas y cautivantes frases straussianas, pero evitó la luminosa agresividad de contraste que Solti sabía imponer en algunos detalles orquestales, o el impulso arrollador de los accelerandos, diminuendos, súbito pianos de Thielemann. De cualquier manera, la suya fue fue una lectura clara y precisa, y con una orquesta bien preparada aún cuando a veces sonó algo opaca y sin mayor diferenciación cromática.
“Wo bleibt Elektra?” ¿Donde está Elektra?. Con este interrogante abre una de las sirvientas esta genial creación de Strauss y von Hoffmannstahl. En esta nueva producción del Covent Garden, francamente fue difícil encontrarla, porque los mitos musicales no aceptan ser embriones a medio hacer, sino que piden una excelencia y una preparación más allá de cualquier rutina. Elektra debe ser algo superlativo. No se conforma con medianías a veces aceptables en otros repertorios.
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