España - Andalucía
Alcina en Beverly Hills
Pedro Coco
Como suele ocurrir en la mayoría
de los teatros de ópera, es Händel el compositor barroco al que los
programadores suelen acudir para sus temporadas por el tirón que indudablemente
tiene el inmortal alemán. Y con esta Alcina, que se presentaba por
primera vez en el Maestranza, se puso de nuevo el contador a cero en Sevilla:
desde la estupenda Agrippina de 2020 no teníamos una producción barroca
con todos sus ingredientes.
La propuesta de Lotte de Beer, como es costumbre en estos casos, fue actualizar la trama, y llevó la historia de la heroína a un ambiente californiano de mitad del siglo pasado, con un cuidado vestuario y la recreación de una típica casa de la Costa Pacífica. No hubo, pues, fieras, aunque los hombres que deambulan por las estancias vestían siempre prendas con detalles de animal print, y la cordialidad y la opulencia se fueron desmoronando a medida que lo hacía el control de Alcina sobre Ruggiero. En la segunda parte, el esqueleto metálico de la casa y la siniestra iluminación recrearon el interior de un alma atormentada a la que los fantasmas del pasado -con los que compartía los colores de sus prendas- y del futuro -reviviendo con resignación la decadencia- visitaban puntualmente. Una pena que se decidiera optar por cortar algunas escenas o da capos. Además, centrándose en el derrumbe de la maga, la directora de escena consideró que el ballet o el coro final ya no tenían sentido.
El apartado musical sobresalió
gracias una Orquesta Barroca de Sevilla brillante, de sonido homogéneo y muy
atenta a los dictados dramáticos de Andrea Marcon, un director que supo
destacar el crisol de emociones de la partitura con un juego dinámico variado,
elegante y fluido.
Asimismo, convenció el reparto al
completo, que reunía a voces patrias muy comprometidas y habituales del
repertorio barroco. Comenzando por una de las más internacionales, Maite
Beaumont, que lleva tiempo demostrando que en este repertorio está a la altura
de los roles más exigentes. A pesar de la eliminación de algunas de sus arias,
Ruggiero ofreció a la mezzosoprano navarra de tan personal y bello timbre la
oportunidad de brillar, tanto en las escenas de bravura, con una ágil e
imaginativa coloratura, como en las de canto spianato, gracias a un
aliento controlado y un gusto exquisito.
A su lado, una Alcina de voz
cristalina, que en sus intervenciones parecía identificarse más con la joven e
inocente hechicera por la claridad de sus mimbres y la brillantez del agudo; implicadísima
Jone Martínez en las grandes escenas, llegó a la excelencia en “Mi restano le
lagrime”.
Lucía Martín-Cartón, expresiva y
cómoda en el rol, resultó ideal desde cualquier óptica como Morgana. Junto al
expresivo violonchelo de Mercedes Ruiz -¡qué derroche de sensibilidad en la cadenza!-
detuvo el tiempo en “Credete al mio dolore”.
Cerrando el cuarteto femenino
protagonista, la voz más grave: una Daniela Mack que revalidaba su anterior
presencia sobre las tablas del Maestranza. No tuvo dificultades para abordar
una coloratura exigente y plasmó en su instrumento la nobleza de Bradamante.
Tanto Juan Sancho, cómodo en la
nada fácil escritura de Oronte, como el autoritario Riccardo Novaro o la
sensible Ruth González cumplieron y colaboraron al éxito de una velada barroca
que esperemos tarde menos en repetirse. Cuatro años será mucho, y Vivaldi, a
excepción del tour con Alan Curtis en concierto, no se ha visto escenificado
aún por estas latitudes.
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