Alemania
Una prisionera con tapujos
Esteban Hernández
Concluida en 1968, la ópera del compositor judío polaco
Mieczysław Weinberg ha enfrentado numerosos obstáculos a lo largo de su breve
historia, empezando por la censura soviética (a donde Weinberg escapó del
nacionalsocialismo), hasta su programación en el Festival de Bregenz, 42 años
después.
El argumento, extraído de la autobiografía de Zofia Posmysz (Pasażerka, 1962), versa sobre una antigua guardia
de Auschwitz quien, pocos años después, coincide en un transatlántico con una
de sus prisioneras. Lisa, la guardiana, ve cómo la receta del olvido que viene
cocinando a fuego lento desde el fin de la guerra resulta violentamente
modificada a través del brusco encuentro con su pasado, evocado a través de
recurrentes flashbacks.
Ciertamente proponer en Múnich una puesta en escena donde se
atisbase el horror de los campos de concentración (tenemos uno a la vuelta de
la esquina) hubiese sido un tiro en el pie, por lo que Tobias Kratzer (Landshut,
1980) hace girar toda su creación en torno a la memoria. El nuevo hijo
predilecto bávaro de la escenografía empezó así a perfilar su trabajo junto a Vladimir
Jurowski cercenando además todo aquello que Weinberg tuvo que añadir -un
ingenioso comunista por ejemplo- en aras de apaciguar a los censores rusos.
Los espejismos del pasado que turban a la carcelera y a Marta,
la exprisionera, se dan en el propio barco, sin apenas adendas.
Contemporáneamente, el alter ego envejecido de Lisa deambula por la habitación,
en un suplicio continuo que le llevará al suicidio al concluir el primer acto, una
lectura que a mí me perturba, como si los cargos de conciencia hubiesen tardado
lustros en emerger.
Poco o nada hay en la puesta en escena que recuerde a un Konzentrationslager,
o a sus prisioneros, salvo el sencillo vestido de Marta, que se repite a modo
de uniforme en las compañeras que su atormentada memoria aflora continuamente.
Echen un vistazo a la puesta en escena que estos mismos días David Pountney presenta
en el Teatro Real y juzguen por sí mismos: en Madrid no hay lugar a los tapujos.
Es evidente que la propia ciudad ha ejercido como un gran
condicionante, y el resultado es el que es. Era evidente que una lectura bávara
(teatro y regidor) de esta historia iba a partir con el freno de mano, algo
diametralmente opuesto a lo que acontece en teatros como el Real o incluso en
la pequeña pantalla, donde series como Masters of the Air (Apple
TV+, 2024) continúan proponiendo una visión cruda y explícita de lo acontecido
en suelo alemán.
En Múnich se apuesta por no olvidar, pero se ponen obstáculos
a rememorar por miedo a representar el horror de un pasado (quizás hasta
demasiado familiar para parte del
público, por lo vetusto de la platea del teatro), sin apenas valorar hasta
donde se podía tirar de la cuerda. Todo está condicionado desde el principio y
así, con semejantes riendas, es difícil juzgar el resultado, pues confieso que
tampoco soy capaz de intuir cómo se ven los toros desde el otro lado.
Jurowski hizo fluir en música aquello que presentó obstáculos
en escena. Sophie Koch (Lisa) y Elena Tsallagova (Marta) mantuvieron los dos
primeros papeles de forma convincente y la música fue todo lo expresiva que
Weinberg pretendió con su partitura. El mensaje fue enviado, de eso no hay
duda, y la audiencia no podía sino aplaudir, aunque fuese solo este el motivo. Difícil
en todo caso saberlo, ya que estamos ante la puesta en escena de una historia
que quien la escribió, desde el lado equivocado, recuerda y vilipendia, con la
única salvedad de que en según qué cuestiones una imagen no vale más que mil
palabras.
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