Portugal
Gozoso Freitas Branco
Samuel González Casado

La verdad es que esta sinfonía,
terminada en 1952, es un despreocupado ejercicio de manejo de referencias: en
los dos primeros movimientos Ravel y Stravinski parecen haberse reencontrado 40
años después de la Consagración y ser los mejores amigos del mundo. En
los dos últimos se unen a la fiesta algunos rusos y también alemanes, y siempre
en perfecta sintonía.
Y es que Freitas Branco se revela
como un absoluto maestro, al menos en la Sinfonía n.º 4, a la hora de
conseguir que no haya un solo tiempo muerto o aburrido: las tensiones son
continuas y todos los elementos tienen una lógica constructiva a la que es
difícil encontrar errores. “Tomad y disfrutad”, parece estar indicando.
Utiliza, además, una sorprendente variedad de recursos que siempre consiguen su
máximo efecto, como la preciosa coral de metales del Allegro final y su deixis,
con sorpresas armónicas, en la memorable conclusión. Hay también un folclore
que suena divertidamente impostado, y se exhibe en una especie de virtuoso
manejo de poliestilismo.
Orquesta y director se tomaron
muy en serio su labor, y ese trabajo concienzudo contribuyó a que la obra
pusiera escucharse como algo aún más creíble o importante en la trayectoria del
compositor lisboeta. Freitas lo tiene todo previsto, pero aun así es necesario
un imponente trabajo de organización en las profusas gradaciones dinámicas de
la obra. La labor de la orquesta fui prácticamente perfecta, y Martin André se
entendió a las mil maravillas tanto con el grupo como con el compositor. El
director, además, había demostrado una perfecta adaptación al repertorio ruso
en el infrecuente concierto de la primera parte del programa, el estupendo Concierto
para piano n.º 2 de Chaikovski.
A esta obra, con los cortes y
cambios de
Claire
se lanzó sin red hacia velocidades asombrosas que por momentos hacían dudar de que lo estuviera tocando todo, máxime cuando la acústica de la Sala Suggia a veces es un poco traicionera con el piano. Hubo notas falsas, aunque bien disimuladas, que por supuesto estaban previstas y que a Huangci no desconcentraron lo más mínimo.Resultó discutible su utilización del pedal, profusa pero acorde con el estilo a veces por algo “antiguo” de la pianista, repleto de frases con rubatos marcados y una exacerbada expresividad romántica al borde del buen gusto. Sin embargo, todo en ella dio la impresión de estar perfectamente calculado, y nunca sobrepasó determinadas fronteras. Así, la cuestión era entrar en su juego o no.
Dada la naturaleza del concierto, a mí no me resultó difícil disfrutar de
todo lo que propuso la norteamericana, sobre todo porque el contexto de la rara
programación de esta obra sugería no ser demasiado exquisito en cuanto a
preferencias estilísticas si la propuesta tenía coherencia, como así ocurrió.
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