Reino Unido

En la cuerda floja

Alfredo López-Vivié Palencia
lunes, 28 de marzo de 2005
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Londres, sábado, 19 de marzo de 2005. Royal Opera House, Covent Garden. Die Walküre, primera jornada de la tetralogía Der Ring des Nibelungen (Estreno: Real teatro de la corte de Múnich, 26 de junio de 1870). Música y texto de Richard Wagner. Nueva producción de la Royal Opera House. Keith Warner, director de escena; Stefanos Lazaridis, decorados; Marie-Jeanne Lecca, diseñadora de vestuario; Wolfgang Göbbel, iluminación. Jorma Silvasti (Siegmund), Katarina Dalayman (Sieglinde), Stephen Milling (Hunding), Bryn Terfel (Wotan), Lisa Gasteen (Brünnhilde), Rosalind Plowright (Fricka), Geraldine McGreevy (Gerhilde), Elaine McKrill (Ortlinde), Claire Powell (Waltraute), Rebecca de Pont Davies (Schwertleite), Iréne Theorin (Helmwige), Sarah Castle (Siegrune), Clare Shearer (Grimgerde), Elizabeth Sikora (Rossweisse). The Orchestra of the Royal Opera House. Antonio Pappano, director. Ocupación: 95%
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Todo el mundo sabe lo que significa ‘estar en la cuerda floja’; aunque tal vez no tantos sepan que esa expresión proviene de la jerga de los jurisprudentes, y que se refiere al incierto futuro de todo aquél cuyo nombre figura en los legajos que se apilan en los juzgados y tribunales, los cuales están cosidos mediante cuerda floja. La historia de hoy va justamente de eso: de cuerdas flojas, de legajos, y de nombres en entredicho.

La tormenta del preludio sonó con mucha agua –los violines de la orquesta del Covent Garden son estupendos y Antonio Pappano les hizo crepitar desde el primer compás- pero con pocos truenos –no se puede hacer eso sólo con nueve violonchelos y seis contrabajos, por más ahínco que pongan al tocar-. Mientras tanto, ‘Sieglinde’ se mueve por su casa, presa del terror: la vivienda de ‘Hunding’ mantiene el suelo y las paredes marmóreas negras, así como la enorme mesa del consejo de administración del Walhalla que habíamos dejado en el Rheingold -aunque algunos cristales del ventanal del foro han sido destrozados-, y añade una estancia elevada a través de cuyo techo cuelga una cuerda de color rojo que sostiene un ventilador de tres aspas; todo ello rodeado por dos gigantescas espirales metálicas entrecruzadas.

Los tres protagonistas del primer acto son de origen escandinavo: la voz del joven danés Stephen Milling es muy seca, apenas sin armónicos, pero suena potente y oscura; y tanto el finlandés Jorma Silvasti como la sueca Katarina Dalayman tienen una voz que parece demasiado madura (ella es más mezzo que soprano) para quienes se supone que son dos mellizos aún en edad insolente –así lo recuerda ‘Hunding’ cuando repara en la misma mirada de serpiente de uno y otra-, pero defienden decentemente sus papeles: el relato de ‘Sieglinde’ está bien dicho, y aunque los ‘wälse!’ de ‘Siegmund’ no son lo intensos que deberían, ambos resultan convincentes en la última escena. Lástima que en el postludio orquestal Pappano caiga en la fea costumbre de pisar el acelerador: no sólo no se aumenta la tensión, sino que se pierde limpieza de sonido.

En la escena no ocurre nada especialmente anormal: el morreo que propina ‘Hunding’ a su mujer cuando llega a casa es de mal gusto, pero apoya su carácter machista; y ‘Sieglinde’ se pone un delantal para servir la cena –sobre la mesa, sopera de plata y buena cristalería-. La nota curiosa está en el rito que celebra ‘Hunding’ tras emplazar a ‘Siegmund’ para la venganza del día siguiente: se arrodilla tras un diván –cuyos brazos tienen forma de cuernos de carnero, en más que obvia alusión a ‘Fricka’-, se hace un corte en el dedo con su hacha, la afila con la sangre, y después limpia su hoja en la piel de lobo de su efímero huésped. Por lo demás, resulta visualmente atractivo el efecto de colocar la espada en distintos lugares de la referida estructura metálica, cada vez que se hace alusión a ella.

El segundo acto fue una preciosidad en muchos sentidos: para empezar, la voz brillante, rotunda, bien coloreada, estupendamente proyectada, de la australiana Lisa Gasteen, que presenta una zona central amplia y unos agudos seguros, y además la usa con buen gusto; tal vez le faltó solemnidad en la ‘Todesverkündigung’, pero ahí estuvo Silvasti al quite, sabiendo –y demostrando- que ese episodio es de lo mejor que escribió Wagner para su cuerda en todo el Anillo. Bryn Terfel dio su impresionante monólogo dosificando sabiamente sus fuerzas, tras comenzar con un ‘O heilige Schmach, o schmählicher Harm!’ verdaderamente arrebatador, apoyado por un Pappano que hizo sudar la camiseta a sus músicos –y poner los pelos como escarpias a quienes le escuchábamos-. Cuando en diciembre pasado les comenté el Rheingold de esta producción, no auguré nada bueno para Rosalind Plowright en esta función; pues bien, me equivoqué (lo reconozco y me alegro): esta mujer ofreció todo un recital con su voz plateada y firme, y sus perfectas dotes actorales; y además, estaba esplendorosa en un vestido largo de brocados negros y rojos.

La escenografía no siempre estuvo plenamente acertada: en un decorado prácticamente idéntico al del primer acto (la estancia elevada ya desparecida, y en su lugar a través de una hendidura en el suelo se abren paso las últimas ramas del fresno del mundo), no me pareció serio el compadreo de ‘Wotan’ y ‘Brünnhilde’ (ella desciende desde lo alto del escenario por una escalera de mano –con un arnés de seguridad, porque se juega el tipo-, mientras su augusto padre le pincha el culo con la lanza; luego la walkiria le responde con codazos de camaradería); y no tiene ningún sentido que ‘Sieglinde’ deambule por el escenario blandiendo a ‘Nothung’ mientras ‘Brünnhilde’ advierte a ‘Siegmund’ acerca de su funesto futuro.

Pero todo eso son peccata minuta, porque sí me pareció muy imaginativo que ‘Wotan’ la emprendiera a puntapiés con la montaña de legajos amontonados en medio de su sala mientras lamenta las ataduras de sus pactos, y que al desear ‘das Ende, das Ende!’ la omnipresente maroma encarnada se desprendiera del techo y cayera por su propio peso; más aún, que después ‘Brünnhilde’ tire de los restos de esa cuerda floja para traer a escena a los díscolos e incestuosos hermanos. Efectivamente, da gusto reportar que Keith Warner ha asimilado que ese monólogo es la escena capital de la Tetralogía, y que la ha representado de forma inteligente.

El tercer acto, no obstante, fue un desastre con muy pocos paliativos. Vocalmente, las ocho walkirias estuvieron muy por encima de la media, seguras, poderosas, diferenciadas (Covent Garden es un teatro que comprende que no son papeles para comprimarias); Gasteen siguió dando buena muestra de que tiene fuelle para rato, y Dalayman al fin se soltó la melena en ‘O hehrstes Wunder!. Pero Terfel se desmoronó en su sublime última escena y Pappano no pudo hacer nada por salvarle: en general, el galés fraseó bien su relato de despedida, aunque ya en ‘Leb wohl, du kühnes, herrliches Kind!’ la voz denotaba signos de cansancio, para convertirse en un susurro casi inaudible al cerrar los ojos de su hija predilecta –no vale refugiarse en la ternura, porque al fin y al cabo se trata de un castigo, y se tiene que notar firmeza al aplicarlo-; y hasta tres veces tuvo que tomar aire para cantar la amenazadora última frase. Mientras, a Pappano no le quedó más remedio que procurar tempi más bien ligeritos –aunque sí le dio tiempo para un buen regodeo sonoro en el primer interludio de la escena- y apagar la orquesta, así que la cosa terminó casi de cualquier manera.

Por si fuera poco, lo que se vio en el escenario fue deplorable: pase que las walkirias aparezcan sentadas y harapientas (¿por qué, si son hermanas de Brünnhilde, que va vestida de negro salón?); pase que en lugar de corceles, yeguas y garañones, monten cráneos de caballo (que sus dueñas dejan en el proscenio y ahí se quedan para siempre, de modo que cuando ‘Wotan’ las echa con cajas destempladas se tienen que volver al Walhalla por su propio pie); pase que cada una traiga un brazo o una pierna de su respectivo héroe caído (por más que resulte contradictorio, pues Warner ya usó ese truco en el Rheingold para representar a las hordas nocturnas de ‘Alberich’); y pase que, antes de verse las caras, ‘Wotan’ y ‘Brünnhilde’ jueguen al escondite empujando cada uno por su lado una inmensa pared giratoria que llenaba el escenario.

Pero no cuela de ninguna de las maneras que, una vez dormida la walkiria (con otro morreo en la boca, éste injustificable), ambos pasen al otro lado de ese muro y la escena se quede cruelmente vacía mientras suena el espléndido interludio orquestal que necesariamente debe acompañarles mientras él la recuesta, cierra su yelmo y la cubre con su escudo; pues no, Warner hurta la visión de todo eso (y las Nornas saben bien que puedo pasar sin yelmo, sin escudo y sin lanza), con lo que la música pierde su sentido –y, por lo tanto, la emoción se queda en su mitad (eso es lo imperdonable)-, hasta que ‘Wotan’ invoca a ‘Loge’. Entonces sí se levanta el dichoso muro y se ve a ‘Brünnhilde’ tendida en el diván –el mismo diván que antes vimos en la cabaña de ‘Hunding’ y en el Walhalla-, mientras ‘Loge’ baja en forma de llama por la espiral metálica y ‘Wotan’ –precioso efecto, las cosas como son- lo recoge con la mano, antes de que el fuego -absoluta y espectacularmente real- se extienda por toda la estructura.

De modo que, una vez repasado el sumario –que debe concluir con los aplausos encendidos, entregados y unánimes del público-, ya saben ustedes quién y porqué está en la cuerda floja en mi oficina judicial; pero no esperen sentencia rápida, porque este legajo wagneriano -que empieza a ser ya voluminoso- se incrementará más adelante: todavía quedan un par de instancias ante las que recurrir.

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