Italia
Sin causa justa
Raúl González Arévalo
“Causa giusta non è di Dio” es la denuncia que al final del segundo acto realiza ‘Giselda’ ante las tropelías cometidas por los cruzados que entran a sangre y fuego en Antioquia para conquistar la ciudad y rescatar a la joven del cautiverio. Es la frase en la que se puede resumir la concepción de estos Lombardi alla prima crociata con los que Florencia inaugura su temporada lírica de otoño-invierno.
Montar I lombardi no es fácil, se mire por donde se mire, y menos aún si se pretende ofrecer algo nuevo. La trama es embrollada y los escenarios en los que se desarrolla la acción no dan para mucho, en especial en escenas como el harén o la cueva. Así que lo mejor que ha podido hacer Paul Curran es subrayar los elementos actuales del libreto y, en un ejercicio que ningún historiador serio avalaría, presentar la historia como un desencuentro entre civilizaciones, una denuncia de las guerras de religión, presentes y pasadas.
El primer acto, en Milán, se desarrolló en espacios contemporáneos: edificios en construcción al fondo; hormigón para recrear espacios internos y externos; vallas metálicas separaban al pueblo de los dirigentes, vestidos con atuendos que de alguna manera recordaban las dictaduras sudamericanas de los años 50-80 del pasado siglo. En fin, una denuncia también de la pérdida de los derechos civiles en sociedades supuestamente más avanzadas pero sobre las que pende la amenaza de un estado policial que se nos vende como debidamente justificado.
El segundo y el tercer acto, desarrollados en Tierra Santa, resultaron más tradicionales. Si los encuentros bélicos entre cristianos y musulmanes recordaban los enfrentamientos actuales entre judíos y palestinos, la recreación de la conquista de Jerusalén denunciaba descaradamente los desmanes estadounidenses en la reciente guerra de Iraq, con escenificaciones explícitas -todos tenemos presentes las fotografías de la prensa- de las vejaciones sufridas por los iraquíes en la prisión de Abu Ghraib o el maltrato a los prisioneros en Guantánamo, con el mono naranja y la cabeza encapuchada, para terminar con ejecuciones sumarísimas a los desertores. Sin duda alguna, fue lo más inspirado y trasgresor de la noche, sin desdeñar la magnífica recreación de la aparición del acto IV con juegos de luces y paneles móviles, muy bien resuelta, o la presentación de la llegada de los peregrinos a la ciudad santa, cruces en mano, de manera que recordaba más un camposanto. Con todo, y pese al estupendo esfuerzo realizado por el director de escena, los murmullos de desaprobación en la sala apenas se alzó el telón fueron el presagio del abucheo con el que gran parte del público expresó su rechazo a la puesta en escena al final de la representación, mientras el resto aplaudía.
En el apartado musical hubo de todo. El tenor mexicano Ramón Vargas en su debut como ‘Oronte’ estuvo estupendo. La voz no es grande, pero sí bella; la línea de canto, impecable, como el legato y el fraseo, de altísima calidad, o los agudos, fáciles. “La mia letizia infondere”, el aria más conocida de la ópera, fue injustamente recibida de manera tibia, si bien más adelante el cantante consiguió ganarse al respetable con una interpretación entregada en un personaje poco desarrollado.
Erwin Schrott volvía a Florencia tras el éxito sonado como ‘Don Giovanni’ en el último Maggio Musicale Fiorentino. Debutaba igualmente ‘Pagano’, asimismo su primer Verdi, quizá preludio de lo que está por venir en una carrera que sube como la espuma. El uruguayo es una de las voces graves más interesantes de su generación, por color y timbre -oscuro, pastoso- y por presencia escénica, cualidades que volvió a exhibir en el papel dramáticamente más interesante de la obra -y ya es decir-. Fue otro de los triunfadores de la noche.
Con todo, la gran favorita fue, sin duda alguna, la soprano Dimitra Theodossiou, ya conocida como ‘Giselda’. La griega, pese al cansancio mostrado al final de la función -“Non fu sogno”-, supo diferenciar perfectamente los momentos de mayor recogimiento e intimidad -generalmente a través de medias voces y pianísimos de gran dulzura, como lució en el “Salve María”- de las escenas en las que el personaje muestra un carácter más decidido, como el final del segundo acto, en especial “No, giusta causa”, cantada con garra pese al evidente esfuerzo en el sobreagudo. Fue el gran momento de la noche, arrancando de la apatía a un público que la ovacionó sin recato.
Los demás papeles estuvieron a un nivel más bajo. Bien es cierto que Katia Pellegrino no tuvo grandes oportunidades de lucimiento como ‘Viclinda’, un personaje tan pasivo que casi pasa desapercibido. Massimiliano Pisapia como ‘Arvino’ estuvo bien. Por el contrario, fue difícil escuchar a Marco Spotti como ‘Pirro’: las escenas compartidas con Schrott le hacían un flaco favor. Por último, Daniela Schillaci como ‘Sofia’ cumplió bien su cometido.
Respecto al coro y la orquesta, parecían imbuidos de una extraña apatía. Es verdad que, entre tanto número de conjunto sólo “O Signore, del tetto natio” -estupendamente cantado- se acerca en inspiración al “Va pensiero” de Nabucco, inmediatamente anterior en el catálogo verdiano. Pero la descoordinación continua con la orquesta fue excesiva. Por su parte, esta última, cuya calidad es indiscutible, no parecía muy estimulada por el director, un Roberto Abbado que escogió tiempos adecuados, quizás mas conseguidos en los momentos íntimos que en los heroicos, y que acompañó estupendamente a los cantantes. Una mención especial merece Yehezkel Yerushalmi, que interpretó el solo de violín que abre el acto III magníficamente.
En definitiva, una apertura de temporada con una obra que no alcanzará nunca la popularidad de otros títulos, con un montaje nuevo lleno de buenas ideas que no convencieron al público, contento en cambio de la prestación musical.
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