El espectáculo transpira obsesión, sufrimiento interior del protagonista que llega hasta el desgarramiento y la extenuación, desde los dementes acompañantes del a su vez enloquecido Félix, que abren y cierran la estructura de la propuesta, con ese ambiente oscuro y tenebroso que evoca la risa callada y malévola que podrían emitir los endemoniados personajes de las pinturas negras de Goya, hasta los enérgicos taconeos y poses dancísticas del bailaor, que se manifiestan cual rebelión frente a la autoridad del maestro de baile en los ensayos del ballet español.
La tradición de batutas italianas que han hecho I lombardi es ilustre y Mariotti es el último eslabón de esa cadena, capaz de encontrar un equilibrio prácticamente perfecto, que pone freno al ardor risorgimentale de estas opere di galera de modo que no hay ruido y sí sabiduría para resaltar los mejores momentos de la partitura, las arias líricas, pero también los arranques furibundos de la soprano.
En el majestuoso desfile coreografiado de entrada, al son del preludio del acto tercero de la zarzuela Los burladores de Pablo Sorozábal, de decimonónica ambientación, a los ojos del espectador se le va presentando un amplio abanico de trajes empleados a lo largo de la historia del Ballet Nacional, perfecta introducción para el espectáculo que arranca con la coreografía de escuela bolera de Antonio Ruiz Soler, Eritaña, unas sevillanas que luego verán su reflejo más sobrio en Puerta de tierra, del mismo coreógrafo, ambas de 1960 y con música de Isaac Albéniz.
Los méritos, considerables, estuvieron todos en la parte musical.Por empezar en la dirección absolutamente maravillosa de Mariotti, que sabe dosificar perfectamente los ardores del joven Verdi con los momentos reflexivos, líricos, dolientes y las expansiones de los números de conjunto sin perder una sola vez de vista el escenario y las necesidades de los cantantes.