Suiza
Damnatio ad bestias
Jorge Binaghi
Al parecer, si la obra de Gounod del mismo título basada en el mismo título de Corneille (Polyeucte) no logra abrirse camino con el paso del tiempo, el Poliuto de Donizetti (un autor en estos días muy presente en varios teatros del mundo) hace su lento camino, pero al parecer de modo firme. Ahora le ha tocado el estreno en Suiza con este espectáculo de la última temporada de Pereira, próximo a pasar a Salzburgo, y si no la última en absoluto, una de las últimas nuevas producciones (uno se pregunta si la retomará su sucesor).
La producción de Michieletto insiste en algunos tópicos de otras suyas, acogidas siempre con gran interés y aplauso (no siempre por el firmante). Es un hombre con ideas, pero en su intento de abstracción, de dar respuestas a problemas contemporáneos con cualquiera de las historias operísticas, comete arbitrariedades o no logra que se entienda el texto o la acción. Me parece razonable querer extender el problema del cristianismo como fuerza de oposición al imperio romano a uno de opresores dictatoriales que no reparan en medios a oprimidos que terminan prefieriendo una muerta exaltada. Pero algo de dimensión espiritual, mística, religiosa, como se quiera, tendría que quedar (no por mis propias convicciones personales, que están más próximas, creo, a las del director, sino porque, qué le vamos a hacer, el texto es ese y, todo lo deformado que se quiere, responde a una tragedia de un autor con claros planteamientos morales y políticos). O sea que no estoy de acuerdo, que no entiendo qué se gana con una fábrica (casi cámara de gas) en el primer acto o una orgía de sangre en la prisión antes de que aparezcan las fieras. Si al final del segundo acto, en un confusísimo episodio donde el coro hace las veces de perseguidores y perseguidos, se termina escribiendo el latinajo que he puesto como título, no basta para que sea claro. El sacerdote maquinador aquí no es tal sino un perverso y manipulador jefe de policía secreta o algo así ( y su escena al principio del tercer acto es casi incomprensible). Luego el espectáculo está muy bien iluminado, tiene momentos fuertes (los del coro en general) y un intento de caracterización de los personaje (muy dependiente de la capacidad de los intérpretes), aunque no sé de qué vale para darnos una idea del fiero emisario del emperador, Severo, que llegue como héroe de guerra con muletas y un brazo en cabestrillo (con el mismo criterio podía regresar de un conflicto como, por ejemplo, el de las Malvinas). Toda la presentación podía muy bien valer, con alguna incongruencia más o detalle menos, para Mazeppa de Chaicovski, que resulta que no es lo mismo que Donizetti o su obra. El público de Zúrich, que ha visto realmente horrores carentes de todo sentido sin pestañear, esta vez pareció no gustar del espectáculo, cosa que tampoco entiendo.
La dirección de Santi fue buena, y el maestro aplaudidísimo. Pero hizo un Donizetti como tal vez no lo hiciera Serafin, muy enfocado hacia Verdi y por más que sea el gran Gaetano el que más anuncie algunas soluciones verdianas (sin ir más lejos, la marcha triunfal de Aida podría muy bien estar presente ya aquí, y hay compases ‘llamativos’) no es lo mismo ni su densidad orquestal ni su vocalidad (lo decía el propio autor cuando su Belisario coincidió en la Scala con el estreno de Nabucco y ambos tenían por intérprete femenina a la futura señora Verdi). La orquesta le respondió muy bien, y el coro –acompañado casi siempre por figurantes que encarecieron el espectáculo seguramente, pero esa es tónica general y al menos el teatro de Zúrich no está pasando por los apuros de otros más cercanos- cantó bien, se movió como le pidieron, aunque no se le entendió mucho.
© 2012 by Suzanne Schwiertz
De los cantantes destacó Cedolins, con una voz que ha experimentado modificaciones desde su primera interpretación del rol en Bilbao: agudos más metálicos y voz más oscura, aunque filados siempre extraordinarios, precisión y musicalidad en las agilidades y sobre todo una expresividad mucho más incisiva que entonces (si el aria de salida y la cabaletta fueron muy buenos, el nivel fue in crescendo hasta llegar a un dúo final en que su labor fue sobresaliente, y bien difícil que es).
Cavalletti tiene un material importantísimo: por ahora sólo está en la fase de lucirlo y de ponerse en posición cada vez que va a emitir un agudo (y lo emite, casi siempre de modo admirable). El problema es que tanto cantar fuerte y querer ser oído a toda costa conspira contra las líneas del texto que no son todas iguales y, más, a veces llevado por el sonido, puede caer en problemas de tiempo o afinación como en el concertante que cierra el segundo acto. Como actor intenta –y lo consigue bastante- seguir las líneas de la producción.
© 2012 by Suzanne Schwiertz
Pisapia es otra cosa: luce agudo (hasta la saciedad, y eso le da aplauso), pero ni por fraseo, timbre, expresividad, estilo, actuación e incluso técnica consigue plasmar al protagonista (no sé cuál de sus dos arias resultó más insuficiente y, en consecuencia, parecieron –que no lo son- intrascedentes). Mucho más interesante en todos esos aspectos resultó el Nearco de Jean Rusco (segundo tenor). Zanellato hizo una correcta escena del acto tercero, con un grave menos resonante y una voz toda ella más sorda, y ese fue su momento mejor y en el que demostró realmente algún interés por la parte del malvado de turno. La sala ofrecía claros. La versión ofrecida fue la de la Scala de 1960, con cortes, y el agregado de algunos fragmentos de la versión italiana de Les Martyrs -el Poliuto ampliado para Francia- y señaladamente la peculiar obertura con cuatro fagotes y un coro interno en medio de la exposición.
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