Suiza
Cuando el precedente sirve
Alfredo López-Vivié Palencia
Quienes han precedido a la lituana Mirga Gražinyté-Tyla (Vilnius, 1986) en la titularidad de la Orquesta Sinfónica de la Ciudad de Birmingham se llaman Simon Rattle, Sakari Oramo y Andris Nelsons. Ahí es nada. Los tres han hecho carrera -y muy buena- catapultados por ese trabajo. Lo cual quiere decir que los responsables de la orquesta tienen buen ojo a la hora de fichar a músicos singulares para dirigirles… antes de que la cosa se les vaya de presupuesto. A la vista de lo escuchado esta noche, diría que esos mismos responsables han vuelto a arriesgar y a acertar.
Por de pronto esta vez ha sido con una mujer, y sólo se me ocurre pensar en Marin Alsop como alguien entre el bando femenino que ostente un puesto similar en la música sinfónica de hoy. Gražinyté-Tyla es muy joven (30 años) y pequeña de estatura (sin disimular: sale a dirigir con zapato plano); pero es grande de entendederas, tiene inequívocas dotes de mando, y rezuma musicalidad por todos y cada uno de los pelos de su rubia y larga cabellera. Y por todos y cada uno de sus gestos enérgicos pero siempre redondeados, a brazo descubierto -porque puede-, y dando saltos -porque también puede-.
Pëteris Vasks es seguramente el compositor lituano actual más conocido; entre otras cosas porque -contra viento y marea- se resiste a abandonar la tonalidad. Como ocurre en este Cantabile para orquesta de cuerda, una pieza lenta escrita en 1979 de apenas diez minutos de duración, contemplativa pero muy expresiva, cuyo único pero está –a mi juicio- en el abuso de la dinámica de forte a fortissimo, y en la que Gražinyté-Tyla y sus músicos echaron el resto.
Por alguna razón, el Concierto para violonchelo de Elgar siempre me había resultado esquivo. Hasta esta noche: Gautier Capuçon (que nació en 1981 en Chambéry -el alpino, no el madrileño-) sacó de su instrumento -colocado al más puro estilo Tortelier, casi perpendicular al esternón- un sonido cálido y añejo, y dio una versión tan coherente como sobrecogedora, acompañado por una orquesta que Gražinyté-Tyla tuvo el acierto de hacer sonar con el mimo suficiente para envolverle sin taparle. Me pareció un esfuerzo de concentración compartido que dio grandes frutos, sobre todo en un adagio lleno de nostalgia.
El público -y un servidor- quedó entusiasmado, y justo cuando Capuçon iba a empezar su propina, Gražinyté-Tyla anunció -para mayor regocijo de todos- que hoy era el cumpleaños del solista. Regocijo que se convirtió en un encogimiento del alma para este barcelonés cuando escuchó El canto de los pájaros en el arreglo de Casals que Capuçon tocó con la sección de violonchelos de la orquesta.
Curiosamente, la Tercera sinfonía de Rachmaninov fue compuesta aquí en Lucerna en los años treinta; pero nunca antes se había interpretado en el Festival. Me atrevería a decir que no es de extrañar: la obra es muy larga (casi 50 minutos, con la repetición de la sección inicial del primer movimiento) y peca de sobreexposición de ideas; diría que a Rachmaninov le desbordó su propia imaginación y quiso poner tantas cosas en una misma pieza que la cosa resulta difícil de digerir.
Lo cual añade mérito a la tarea de Gražinyté-Tyla. Porque le puso entusiasmo y convencimiento a una obra tan ingrata, de manera que supo propulsar el discurso enfatizando sus muchos contrastes: las explosiones al modo de Shostakovich, los guiños nibelungos -que los hay, y más de uno, por ejemplo en el desarrollo del primer movimiento-, y ese atisbo de puro melodismo (los violonchelos en el primer movimiento, el solo de violín en el segundo) por el que el autor es tan querido.
La Orquesta de Birmingham no se distingue especialmente por ninguna de sus secciones, que suenan todas educadamente -tal vez un punto metálico de más en los violines- aunque sin demasiado cuerpo. Pero se nota que tocan a gusto con su maestra, y salta a la vista la complicidad entre una y otros: el mejor ejemplo estuvo en la conclusión, dicha con brillantez y con contundencia.
Ante un público puesto en pie, Gražinyté-Tyla recordó que había otro cumpleaños que celebrar: el del primer contrabajista de la orquesta. Y tras alabar la acústica de esta sala, ofreció como regalo –eso es imaginación y buen gusto- el delicioso vals del Divertimento de Leonard Bernstein.
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