Italia
El diablo en el cuerpo
Jorge Binaghi
Por una vez, y que no siente precedente, empezaré por el aspecto visual. Porque creo que es muy difícil conseguir traducir en imágenes una música que, desde su nacimiento, llega mejor cuando se la ejecuta en concierto. Berlioz tenía una imaginación desenfrenada y volátil (y algunos siguen sin perdonárselo; mientras se hacen tetralogías por todos lados y de cualquier modo –incluso en miniversiones de considerable duración pero en una única velada- cuesta muchísimo que ocurra lo mismo con Los Troyanos, que bien se lo merecería). Michieletto también, y no siempre lo que su fantasía o inventividad le dictan gusta o se puede considerar acertado. Aquí ciertamente en las dos primeras funciones hubo polémica (en la segunda una dama francesa sufrió un ataque de ira poco acorde con la fama de racionales o ‘cool’ que suelen tener sus connacionales y empezó a gritar ‘Sacrilège!’ entre otras consideraciones más desarrolladas), pero en la tercera (e incluso en las anteriores) una mayoría se inclinó por aplaudir sin reservas. Era un desafío peligroso y aunque podría empezar a confeccionar una lista de objeciones la verdad es que el espectáculo funciona porque realmente ‘atrapa’ y no va en detrimento de la música sino que la potencia, y creo que eso es lo que importa. Por otra parte no lo sorprendí ni una vez en ese manierismo que tanto me ha molestado otras veces de desplazar la atención, en un aria por ejemplo, del intérprete que interesa a cualquier otro tipo de acción. Aquí las acciones se multiplicaban, pero los protagonistas seguían siendo justamente eso: protagonistas.
Por supuesto que no nos va a contar –¿cómo podría hacerlo un posposmoderno?- nada parecido al Faust que le inspiró a Berlioz su gloriosa partitura. Pero hay coherencia en esta historia de ‘misfits’: adolescente(s) que tienen que luchar con su edad, el mundo, las situaciones de duelo típicas pero indeseables, el padre que obstaculiza y decepciona, los deseos internos que brotan de cualquier modo (del mismo modo que Lucrecio decía que eso era lo que sus contemporáneos llamaban Venus, Michieletto parece creer que realmente llevamos, para copiar un título famoso, el diablo en el cuerpo). El prominente papel que se adjudica al video es acertado y adecuado, vestuario y escenario (mínimo pero importante) funcionan y el final, además de bello estéticamente, es muy bueno aunque uno termina por confirmar sus sospechas sobre la poca religiosidad de Berlioz y sus problemas con el amor y la muerte, tan emparentados (aunque Marguerite por una vez escape a su destino de víctima). Se trata de una coproducción con Turín y Valencia, así que esperemos que en España se pueda ver (crucemos los dedos por Les Arts y la ciudad), pero en la que hay que creer, y ahora no me estoy refiriendo principalmente al público.
Gatti ha dicho, y es obvio, que ha discutido mucho con Michieletto desde que empezaron con este proyecto (dos años o algo más), y se nota. Su lectura rehúye la banalización de la música a una serie de fuegos de artificio o delicadezas ‘per se’, y sin perder nervio (ni volumen) se interioriza (en ese sentido lo que sucede en el escenario durante la famosa ‘Marcha’, que no es nada militar, aunque tiene en común ciertos excesos y maltratos que traen recuerdos ingratos, es sobrecogedor). De la orquesta lo mejor que se puede decir es que fue un instrumento absolutamente maleable en sus manos con un excelente nivel técnico. Tampoco se puede pasar por alto la labor extraordinaria del coro, muy apreciada también por el público, preparado por Gabbiani para una tarea muy difícil .
También los solistas tienen que creer en lo que hacen. Y estos creían, vaya sí creían… Desde un Elvis maduro en que se convierte Brander para la importante canción de la rata (única, pero no desapercibida, intervención de Juric, de medios importantes y más oscuros que lo habitual en el papel) hasta la agotadora participación del protagonista. Cernoch lo hace bien, más en el plano interpretativo que en el vocal (es mejor en otro tipo de repertorio, aquí falta ‘souplesse’ y sobre todo la técnica adecuada de voz mixta tan importante en el repertorio francés, que reemplaza como puede por falsetes no siempre exitosos y sí siempre desagradables –reconociendo que Berlioz, aunque amaba a los tenores a diferencia de Strauss, sí resulta parecido en ponerles las cosas bien difíciles).
Simeoni debutaba en Marguerite y participó con tal fuerza vocal y escénica que convirtió sus momentos en un regalo, y cuando intervenía sin cantar (prácticamente está presente desde el principio) despertaba admiración (no sé cuántas pueden resistir vaciarse varios vasos de agua –espero que no fría- al final de ‘D’amour l’ardante flamme’, para apagar tanto ardor). Su timbre es ideal para la parte
No voy a descubrir yo a Esposito –aunque en España no se haya presentado nunca, creo: tal vez iría siendo hora…Es un auténtico animal de escena que además tiene voz, sabe cantar, y sobre todo sabe abrir y cerrar el volumen y administrar el color para cada frase, y su diablo es, si cabe, más insidioso que el de Gounod que estrenó en Toulouse (por cierto, él también debutaba en este rol).
Aunque el teatro no estaba desbordante, sí estaba muy lleno (y sé que con este título no es tarea fácil ni siquiera en sitios donde es más frecuente –nunca lo suficiente). Notable el silencio (la obra se dio sin pausa alguna), la falta de celulares molestos (aunque algunos no se privaron –en modo avión- de consultar sus importantes mensajes o de grabar lo que no estaba permitido). Una función estimulante, a estas alturas, es para mí algo muy cercano al milagro
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