Discos
De Brasil a Herculano
Raúl González Arévalo
Félicien David había sobrevivido en disco (más que en concierto) con una sola pieza, convertida en un clásico para soprano de coloratura. Se trata del aria o couplets de Mysoli “Charment oiseau”, de la ópera La perle du Brésil. Son bastantes las grabaciones, históricas y recientes, pero resulta imposible no recordar aquí las versiones de Emma Calvé, Mado Robin, Sumi Jo y Élizabeth Vidal… aunque posiblemente lo que dará mayor cuenta de su popularidad es que era una de las favoritas de Florence Foster-Jenkins, que también la registró.
Sin embargo, su mayor éxito en ópera lo cosechó precisamente con esta Herculanum, estrenada el mismo año que el Faust de Gounod, 1859, en el escenario que consagraba a todo compositor en la Francia del siglo XIX: la Opéra de Paris, indisolublemente ligada al subgénero que patrocinaba, la grand-opéra. Las 74 representaciones que siguieron al estreno durante su primera década de vida, hasta 1870, dan cuenta de la popularidad que alcanzó, equivalente a la de Hamlet de Thomas (79 funciones) o precisamente Faust (83). Aunque lejos de las cifras alcanzadas por los principales títulos de Meyerbeer, el gran dios, siempre por encima de las 200 repeticiones por título, no deja de ser una cifra muy considerable.
La invitación a escribir en la Opéra había llegado después del gran éxito alcanzado con su oda-sinfonía Le Désert (1844), de corte orientalista. Es decir, David no llegó al primer escenario de París como compositor lírico consagrado. Tal vez esta circunstancia pueda explicar que aceptara el prestigioso encargo, pero que las dimensiones no sean mastodónticas, a diferencia de lo que ocurre con los títulos de Meyerbeer, Halévy y Verdi para el mismo teatro. Dan idea no solo los cuatro actos del libreto frente a los más prestigiosos cinco, sino sobre todo la duración de la obra, apenas dos horas de música. De hecho, salvo el primer acto, más extenso (unos 50 minutos), los restantes no llegan a la media hora (oscilan entre 20 y 25 minutos), algo realmente sorprendente por la concisión, si bien tiene como consecuencia dos virtudes evidentes: no hay caídas de tensión y la acción se desarrolla con velocidad.
Sorprende también la concisión en el reparto, para el que bastan los dedos de una mano: una soprano (Lilia) y un tenor (Hélios) como pareja de amantes, a los que pretenden separar y desean para sí respectivamente una mezzo de coloratura (Olympia) y un bajo (Nicanor / Satán). El barítono (Magnus) tiene un papel secundario. Junto a la clásica trama amorosa con encuentros y desencuentros tenemos otros elementos reconocibles. El primero de ellos es el catastrofista, con la erupción del Vesubio al final. El célebre volcán ya había desempeñado el mismo papel de culminación dramática con L’ultimo giorno di Pompei de Pacini (1825) y aparece también, curiosamente, en la reciente Great Scott de Heggie (2015), que recrea la operación de montaje de una supuesta ópera belcantista de improbable título, Rosa Dolorosa, figlia di Pompei.
La ciudad queda sepultada, como es sabido, lanzando el claro mensaje del triunfo del cristianismo incipiente frente al retrato de decadencia pagana. Se trata de una línea argumental clave en el desarrollo del referente más inmediato, claramente reconocible, que constituye Les martyrs de Donizetti, con la que comparte incluso una escena central en la que la protagonista afirma su propia fe con el inevitable “Credo”. Pero no es el paganismo el único enemigo del cristianismo, en el eterno combate entre el bien y el mal las fuerzas oscuras están capitaneadas por el Diablo, que lucha por corromper a los protagonistas. También en Herculanum aparece este elemento sobrenatural, en el que Satán se reencarna en Nicanor después de su muerte por un rayo (que le cae, como no, por descreído). La influencia de Meyerbeer y su Robert le Diable (1831) es indiscutible. Resultaría lógico pensar además en una influencia del Méphistophéles de Gounod, pero es imposible porque Herculanum se estrenó dos semanas antes que Faust: ambas vieron la luz respectivamente el 4 y el 19 de marzo de 1859.
La música de David para su grand-opéra, sin ser memorable, es muy buena, con momentos realmente excelentes. La orquestación es variada en sus propuestas, siempre elegante y dramáticamente adecuada, es difícil ponerle un pero. El compositor domina los resortes teatrales y escribe muy bien para las voces, con partes exigidas pero no difícilmente abordables, cuando no inhumanas en su tesitura, como ocurre con Meyerbeer, que no en vano tuvo a disposición nombres míticos como Nourrit, Falcon, Roger y Viardot. Los críticos de la época señalaron en particular el dúo del primer acto entre Olympia y Hélios y el dúo final entre Lilia y Hélios, aunque sin duda los mayores elogios son los que le dedicó nada menos que Berlioz, nada pródigo con sus colegas, y que consideró que el “Credo” del acto III era superior al equivalente en Les martyrs. Parecen olvidar los que se hacen rápidamente eco de sus palabras que el maestro estaba patrióticamente indignado por lo que consideraba una insufrible invasión de un Donizetti ubicuo en los escenarios parisinos…
Yo añadiría, por su estupenda factura, el dúo de Lilia y Nicanor del acto II. Ciertamente, el “Credo” es otro de los momentos cumbre de la partitura. Resulta muy dramático y meyerbeeriano en la alternancia del fervor de Lilia y el fanatismo de los romanos que piden su muerte. Con todo, la estrella es el impresionante dúo del acto IV. De gran formato, remite directamente al dúo Raoul/Valentine de Les huguenots. Es indudable su gran inspiración melódica y adecuación teatral, por lo que se entienden perfectamente las razones que exaltaron al público del estreno. En realidad, poco importa que el análisis musical revele estructuras conservadoras, incluso arcaizantes para la fecha del estreno en el planteamiento superado de aria/cabaletta o andante/cabaletta de los dúos. La ausencia de innovaciones formales no es relevante para disfrutar de la música y no estamos ante un examen de modernidad.
Como viene ocurriendo en toda la serie de ópera francesa, la propuesta de Ediciones Singulares es difícilmente superable, y no solo por la improbabilidad de que el título se vuelva a grabar. El reparto está perfectamente adecuado a las necesidades de sus papeles. La presencia de una mezzo de coloratura al más puro estilo rossiniano no deja de resultar chocante en 1859, si bien es cierto que tiene el objetivo evidente de dotarla de un lenguaje claramente diferenciado de la cristiana Lilia. Así, las agilidades buscan transmitir el carácter noble y la relación con el poder, exactamente igual que Isabelle, Marguerite de Valois e Inès (Meyerbeer), Eudoxie (Halévy) u Ophélie (Thomas). Karine Deshayes exhibe una coloratura fluida, con gran exactitud en las escalas, sin olvidar algunos descensos al grave, como en el final de la ópera, cuando revela, por fin, una capacidad declamatoria que el aria del primer acto y la canción báquica (brindis) no le permitían sacar.
Invirtiendo la combinación clásica que acabo de citar, aquí es la soprano y no la mezzo la que, de acuerdo con su carácter virginal y la pureza de su cristianismo primitivo, tiene asignada una línea vocal más sobria, lo que no quiere decir que sea, en absoluto, menos expresiva. Hasta tal punto es así que la Gens sorprende por una efectividad dramática mayor de lo habitual en su interpretación de momentos clave como el rechazo a Nicanor en el acto II, el final del tercer acto, cuando intenta que Hélios la elija a ella en vez de a Olympia, y el gran dúo del final.
Respecto a Edgaras Montvidas, el tenor lituano, en un momento vocal espléndido, recuerda por momentos en el timbre al joven Alagna por la luminosidad, la perfecta dicción –como el resto del reparto– y la pasión que impregna su interpretación. Por su parte, Nicolas Courjal asume sin complejos el doble cometido del procónsul y el diablo, otorgando al primero la justa nobleza de acentos y al segundo una maldad exenta de histrionismos, precisamente la que requiere la escuela francesa de Bertram y Méphisto. Destaca en particular el dúo con Lilia en el segundo acto y el aria de Satán del cuarto.
El coro de la Radio flamenca está muy solicitado –como corresponde en este tipo de obras– y responde con exactitud en todas sus intervenciones, al igual que la Filarmónica de Bruselas, de la que Hervé Niquet saca el mejor partido, aprovechando las oportunidades que le brinda David para exhibir el dominio y la maestría en materia de orquestación, aunque sin autocomplacencias, al servicio del desarrollo dramático de la acción. Niquet, que ya asumió también la grabación de las piezas que integran el volumen integrado en la colección Portraits de la discográfica, parece haber encontrado el secreto para insuflar vida a la música de este período, como hizo previamente con Max D’Ollone y Charles Gounod. Cabe esperar un nivel cuanto menos similar en la próxima publicación de Halévy.
Como siempre con Ediciones Sigulares, el libro-disco presenta calidades de lujo en la forma y el contenido, con tres artículos muy atractivos para contextualizar la figura de David en el panorama galo de mediados del siglo XIX, así como la composición de la obra, de la que se ofrecen también extensamente las críticas que recibió en su estreno, entre las que destaca la de Berlioz.
No deja de resultar paradójico que tenga que ser una discográfica española la que no solo rehabilite el nombre y posibilite el mejor conocimiento de compositores fundamentales del panorama musical francés decimonónico, sino que además le dé una nueva oportunidad a un género tan denostado como la grand-opéra. Aprovechando el bicentenario de Gounod ya se ha grabado Le tribut de Zamora, que será primicia mundial, y previsiblemente se hará lo mismo con La nonne sanglante en junio próximo. ¿Llegarán también Sapho, Polyeucte y La Reine de Saba? El próximo mes está anunciada la publicación de La reine de Chypre de Halévy, ¿podemos soñar, del mismo compositor, con Guido et Ginevra, Charles VI, Le juif errant y La magicienne? ¿Françoise de Rimini de Thomas? ¿Patrie! de Paladilhe? Saint-Saëns tiene otro puñado de títulos esperando en cola: Etienne Marcel, Henry VIII, Ascanio y Frédegonde. Y hay mucho más. Pero, sobre todo, en algún momento el Palazzetto Bru Zane y el sello tendrán que abordar la figura culmen que fue Meyerbeer, de quien además Ricordi ha ultimado las ediciones críticas de las cuatro grandes óperas parisinas, para las que no hay grabaciones íntegras. Es una tarea especialmente urgente en el caso de Robert le Diable y Vasco de Gama (empecemos a llamar a L’africaine por su verdadero nombre), pues aún esperan grabaciones en condiciones de estudio. Y está claro que, si alguien puede ofrecerlas, es precisamente Ediciones Singulares.
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