Alemania
Nadie puede destruir a mujeres tan vigorosas como Norma van der Heever
Juan Carlos Tellechea
Una violenta e incontenible explosión de ira de la soprano sudafricana Elza van den Heever, encarnando magníficamente a Norma, de Vincenzo Bellini, arrancó delirantes ovaciones del público en el estreno de una nueva producción (la última de la temporada 2017/2018) de la Ópera de Frankfurt.
El regisseur alemán Christof Loy (Essen, 1962) en una puesta muy sobria, rayana en la indigencia (escenografía Raimund Orfeo Voigt; vestuario Ursula Renzenbrink; iluminación Olaf Winter), pero con exquisitos efectos, consiguió maravillar a la platea por el bellísimo canto, la tensión y el dramatismo que dominaban el escenario, enfocando la obra hacia el conflicto personal de la sacerdotisa y vidente druida, madre soltera de dos hijos del procónsul romano Pollione (brillante asimismo el tenor italiano Stefano La Colla; algo gritón al principio, aunque después se fue corrigiendo).
En ese arrebato, hacia el final del primer acto, la protagonista hace volar sillas, se sube a la mesa y ataca con los puños crispados al sinvergüenza de Pollione con un realismo que hace saltar a los espectadores del apoltronamiento en sus butacas. Si éstos esperaban una ópera como las habituales se equivocaban, porque aquí hubo mucho más que belcanto de primer nivel...¡verdadera acción y emoción!
Elza van den Heever (Johnannesburgo, 1980) es ella misma en la Norma que nos entrega con gran pasión, tanto histriónica como vocalmente, en los niveles más agudos o más oscuros, en las riquísimas coloraturas, en los pianissimos o en los fortíssimos; ningún clon de legendarias sopranos históricas que hicieran celebérrimo este papel, ni siquiera en el timbre, y menos aún en el aria Casta diva.
La novicia del templo celta, Adalgisa, la otra amante de Pollione con quien éste engañaba a la sacerdotisa, fue estupendamente interpretada por la mezzosoprano francesa Gaëlle Arquez, quien también se expuso con éxito a ese furor, sobre todo en el dúo Si, fino all'ore. Ambas, juntas o por separado, son un fino obsequio para los oídos y se llevan los más estruendoses aplausos de la platea por las hermosísimas arias interpretadas desenfrenadamente.
Una atmósfera caldeada imperaba tanto dentro como fuera de la ópera. Frankfurt soportaba a estas horas mucho agobio, tras 48 horas de lluvias torrenciales que llegaron a inundar algunas de sus calles más transitadas y un sol de justicia desde la mañana que había elevado la humedad a niveles descomunales. Pese a todo la sala estaba totalmente colmada, no cabía ni un alfiler más.
El coro, preparado de manera sobresaliente por Tilman Michael, y la Orquesta de la Ópera de Frankfurt, dirigida con gran soltura, movilidad, detallismo, colorido y puntillosidad por el siciliano Antonino Fogliani (Messina, 1976), fueron los robustos pilares que contribuyeron con enorme acierto a tender un puente aúreo entre la dicción cuidada, sentimental de esta tragedia lírica, de ardiente fuerza, y la rudeza, así como la morosidad de sus pasajes más sombríos (nadie se ve forzado a gritar aquí para superar a la música desde el foso). Muy bien en sus respectivos papeles Robert Pomakov (Oroveso), Alison King (Clotilde) e Ingyu Hwang (Flavio).
Originalmente la producción iba a ser tomada de la Norske Opera, de Oslo, pero hubo que abandonar estos planes por razones artísticas no mencionadas explícitamente por los organizadores. Por tal motivo la régie le fue confiada a Loy. Supongo que los costos deben haber jugado algún papel importante en este cambio a último momento.
En la capital de Noruega la escenificación de Strøm Reibo fue realizada por todo lo alto, con decorados y efectos ambientales opulentos entre el neogótico, el realismo mágico y el dark-wave (relacionado con la subcultura gótica) que se compadecían más con el enigmático mundo religioso celta, del que pocas noticias tenemos hasta nuestros días a no ser por los relatos de historiadores latinos. Sus rituales y sacrificios humanos debieron de haberles parecido demasiado atávicos y bárbaros a los ocupantes romanos de las Galias, con Cupido y otras deidades civilizadas en su panteón.
Cuenta Julio César en La guerra de las Galias que los druidas no confiaban la religión a la escritura para que su doctrina no fuera del dominio del vulgo, pero que para ahuyentar el miedo a la muerte entre sus creyentes los convencían de la inmortalidad de las almas y de su reencarnación. Pollione, aparentemente, deseaba sacar a Adalgisa de aquel universo ancestral conduciéndola al disfrute de una vida moderna, representada entonces por Roma.
Este es el punto crítico de la dificil ópera de Bellini estrenada en 1831, cuatro años antes de su muerte a los 34 de edad. El orden antiguo lucha contra el nuevo en la figura de sus heroínas, enfrentadas ambas a un choque de civilizaciones, no solo por la guerra y la rebelión, sino también por la angustia, el agobio, los celos, la traición y la venganza, ingredientes propios del género.
El marco político no solo desempeña su adecuado papel en la intervención del coro y su viva entonación, sino también en la urticante forma en que Norma lo instrumentaliza con sus facultades extrasensoriales (de meiga) para sus turbulentas relaciones amorosas. Dependiendo de esa inhibición subjetiva, en unas oportunidades las deidades protegen y en otras destruyen a Roma y al procónsul, sobre todo tras descubrir ella la infidelidad de éste.
Todo lo relacionado con el culto quedó fuera de foco en la versión de Loy, nada de clichés, pero funcionó muy bien la opción de poner el acento en el respeto a los valores, a los princpios hasta el desenlace final, por más duro que éste fuere. El dramatismo va in crescendo y llega a su clímax en la relación triangular en la que queda metido el procónsul, así como en la acongojante expiración de Norma en la hoguera que conmovió hasta las lágrimas al millar de asistentes, pañuelo en mano. Nadie puede destruir a mujeres tan vigorosas como estas, a no ser que ellas mismas se autoinmolen, una constatación válida hasta nuestros días.
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