Italia
¡Qué alegría ver que todavía quedan grandes artistas!
Jorge Binaghi
Hacía mucho, si no me equivoco desde su magnífica Casandra en Les Troyens (que debimos a Pappano más que a las entonces autoridades de la Scala), que la cantante más versátil –en el recto sentido de la palabra- que tiene hoy Italia no pisaba este teatro. No es la única, pero eso no es excusa. Como se demostró, no sólo tiene su público (el teatro no estaba lleno, pero en un concierto en la Scala, y cuando no hay arias de ópera de por medio, e incluso así, ya tenerlo por la mitad es un éxito, y aquí había más que eso), sino que es capaz de mantener en silencio –salvo cuando no podían evitar aplaudir al final de cada canción- a un variopinto auditorio que la recibió con una cerrado ovación y la despidió con clamores.
Nunca hace Antonacci un concierto monográfico. Siempre hay diversidad de lenguas, épocas, estilos. Siempre hay, como corresponde, italianos y generalmente en la primera parte. Así ocurrió con las poco transitadas canciones de Respighi, que merecerían más atención, aunque tal vez los textos de Deità silvane, con ese perfume entre pagano y decadente no sean los mejores que musicó el autor, pero que fueron cantados con adecuada languidez y de las cuales tal vez la mejor –por tener los versos menos ‘exquisitos’ (en el sentido de vocablos desusados y difíciles)- resultó Acqua. Mejor aún resultó la famosa ‘Sopra un’aria antica’ de las Quattro liriche su testi di Gabriele D’Annunzio (otro autor que a veces se las trae, aunque aquí no tanto, salvo el hipérbaton de ‘queste tu parlavi parole’, que no tiene el interés o la necesidad dramática que asume en los versos de un Alfieri, por ejemplo, pese a que entonces tanto se burlaran sus contemporáneos), que cerró el primer grupo. ¿Para cuándo Il tramonto o Nebbie?
Luego llegaron, para quedarse, los franceses, de los que la cantante es gran intérprete (no en vano tuvo amistad con Régine Crespin). En esta segunda sección de la primera parte del recital pasó del intimismo, romanticismo y simbolismo de los poemas de La Ville de Mirmont que constituyen el ciclo L’horizon chimérique de Fauré (opus 118), cuyo nombre es todo un programa y donde la presencia del mar es preponderante (tres poesías sobre cuatro –la restante está dedicada a la luna) a la gracia pícara del menos ‘profundo’ pero tan exquisito Reynaldo Hahn con la selección de cinco números de su serie Venezia justamente cantadas en esa lengua de modo tan natural y artificial al mismo tiempo que provocó las risas de la sala. Como son versos destinados a ser cantados por una voz masculina (no olvidemos que el propio Hahn lo hacía) el erotismo y sensualidad eran perturbadores en dos sentidos contrarios. De los cinco, todos sensacionales, por elegir alguno me quedo con dos: La biondina in gondoleta y Che peccà, que la soprano ha convertido en una de sus especialidades y que elevaron la temperatura al final de la primera parte. ¿Para cuándo Satie?
Y después llegó Poulenc. Pero no el de las melodías, sino el de la ópera. Pudimos escuchar (quien firma por primera vez) la versión para voz y piano. Había interés y cierta inquietud (‘con lo importante que es la orquesta en esa ópera’) que se transformó, en medio de los vítores finales en ‘casi diría que me gusta más con piano’. Y claro que Poulenc es, para mi gusto, quien recoge a su modo el pianismo de Ravel, y aquí la unión con el texto fue subyugante (sólo pensar en los acordes que equivalen al sonido del teléfono parecen dar el tono de ‘distancia’ pretendida que se encuentra en la voz de Elle que intenta demostrar durante los primeros momentos una tranquilidad afectada). Es buen momento para alabar la tarea de Sulzen, acompañante habitual de Antonacci, que en tarea tan difícil apenas necesitó cruzar una mirada con ella. Un nuevo vestido, un sofá, y un teléfono le permitieron no sólo reiterar el tour de force que ha sido cada una de sus versiones escenificadas y con orquesta sino perfeccionarlo –si eso puede ser- y profundizarlo en la gestualidad, los colores, los matices de una voz que siempre respondió (renunciando a algún ‘do’ que sólo algún amante de las notas agudas –en detrimento de la música y el texto- echó un poco de menos). Con respecto a mi experiencia precedente (su primera aparición en esta ópera en la Opéra Comique) estuvo incluso más sutil, más irónica, más tierna y desesperada: los ‘je t’aime’ del final incrementaron el voltaje emocional que se palpaba en el cada vez más tenso silencio del público.
Como la gente no marchaba, la Antonacci se dirigió con simpatía y emoción a los presentes diciendo que, efectivamente, no tenía sentido hacer ningún bis después de semejante texto y música, pero para agradecer los aplausos iba a cantar justamente lo menos ‘adecuado’ o ‘posible’. Y entonó la Habanera de otro de sus triunfos legítimos. Lo hizo con un ritmo y una expresividad que –robo la expresión a un amigo- la convirtió en una especie de filosofía del amor. Y desde ese punto de vista vino a agregarse a los enfoques –distintos pero complementarios- de de los Ángeles, Berganza y Crespin. No puedo hacer más elogio que esto, sino, quizá, repetir lo que decía otro conocido a la salida, sonriendo satisfecho: ‘¡Qué alegría ver que todavía quedan grandes artistas!’
Comentarios