Argentina
Excelencia interpretativa: Powder her face por la Ópera de Cámara del Teatro Colón
Gustavo Gabriel Otero
La idea principal de la Ópera de Cámara del Teatro Colón es llegar al público en otros ámbitos, por eso sus presentaciones no son en la sala principal del Colón sino en otros lugares como el Parque Centenario, el Centro de Experimentación o el renovado Teatro 25 de mayo del barrio de Villa Urquiza convocando a un público ecléctico muy bienvenido para iniciarlo en el arte lírico. La clave de los elencos es su homogeneidad y su disponibilidad escénica y en el repertorio se buscan títulos no frecuentados o directamente estrenos locales que van desde los inicios de la ópera hasta la actualidad.
En este caso se ofreció, con carácter de estreno latinoamericano, Powder her face de Thomas Adés (compositor inglés nacido en 1971), con libreto de Philip Hensher, la ópera fue estrenada en julio de 1995 en el Festival de Música de Cheltenham (Londres) y luego ofrecida en varios lugares del Reino Unido además de en Alemania, Australia, Finlandia, España, Austria, Dinamarca, Israel y en los Estados Unidos.
La obra se estructura en dos actos y ocho escenas, el primero incluye la obertura y cinco escenas y el segundo tres escenas y el epílogo. La acción en la primera y en la última escena se sitúa en la decadencia de la Duquesa en 1990 -que falleció en 1993 en un asilo de ancianos- y se recuerdan hechos de su vida de 1934, 1936, 1953, su proceso de divorcio en 1955 y una entrevista en su ostracismo en 1970.
Se narra la vida de Ethel Margaret Whigham divorciada de Campbell, y en segundas nupcias duquesa de Argyll, en un flashback que abarca sus múltiples audacias amorosas, sus escándalos, su decadencia, su proceso de divorcio -en el que salió a relucir una vida sexual impropia para los cánones de la época y para su alta alcurnia- y el lujo de una vida que culminó el día en que por falta de pago debió abandonar el cuarto de hotel en el que residía.
En lo musical la obra es ecléctica pero a la vez sin fisuras, con resonancias de las técnicas más modernas, incluyendo desde aires de tango tradicional o de música de cabaret hasta elementos característicos utilizados por las vanguardias del siglo XX y melodías similares a Kurt Weill o Astor Piazzolla. Está concebida para una orquesta de cámara de tan solo quince instrumentistas con multiplicidad de pasajes virtuosísticos para cada uno de los instrumentos. Los múltiples roles cantados solo requieren la presencia de 4 intérpretes y la escritura vocal no es ‘contra’ las voces sino a favor de las voces. Afortunadamente los compositores totalmente contemporáneos como Adès han abjurado de los planteos herméticos, de absoluta atonalidad o de línea de canto inhumana o sin melodía, sin renunciar a la modernidad.
La ambientación de Noelia González Svoboda caracterizó cada escena de modo perfecto. Como elemento común una gran puerta central y en cada escena alguna caracterización específica ya sea una cama a la izquierda del espectador, el estrado del juez, una pequeña mesa y sillas o cambios en los costados de la gran puerta, a su vez una gran cortina de tul permite jugar escena en el proscenio y hasta los costados del foso orquestal son utilizados para algunos momentos.
En adecuado estilo el vestuario de Luciana Gutman que recorre un arco que va de 1934 a 1990 y muy buena la iluminación de Horacio Efron, con cambios de intensidad y color que ayudan a la comprensión de la acción.
De buena factura las proyecciones de Natalio Ríos y Paula Rodríguez que comienzan en la obertura con imágenes en blanco y negro de hombres con torsos desnudos que aluden a los 88 amantes de la Duquesa, siguen con relojes que indican que de 1990 se pasa a 1934 y hasta muestran imágenes de casamientos o de fiestas de la alta burguesía o la nobleza de las décadas de 1930 a 1950.
Marcelo Lombardero a cargo del equipo visual logró realzar cada momento teatral sin recurrir a extralimitaciones en una obra donde lo sexual es casi explícito y el impulso de mostrar algo más puede ser muy fuerte. Lombardero eludió la tentación del desnudo o de lo explícito para hacer teatro y del bueno. Las audacias están en la forma musical o directamente en el tema tratado y consideró, con buen tino, que con eso era suficiente. Sugerir y no mostrar pareció ser la consigna. Con gran sutileza trasnparentó la doble moral de la aristocracia británica con una pequeña acción escénica: antes que el juez se coloque su toga y la peluca se lo ve primero con ropa interior de mujer. No se necesitaba más para decir mucho.
Además trabajó en forma magnífica con los cuatro cantantes-actores para dar el tinte perfecto a cada momento y a cada situación. A eso hay que agregar que salvo la protagonista los otros tres intérpretes deben dar vida a diversos personajes cada uno con rasgos diferentes y es mérito de los artistas, pero también de la marcación actoral, lograr un resultado de excelencia en un desafío interpretativo mayúsculo como el que proponen Thomas Adès y su libretista Philip Hensher.
Daniela Tabernig como la Duquesa redondeó un trabajo de rara perfección. A su calidad vocal sumó excelencia interpretativa en un rol que narra la vida de Margaret entre sus 22 y sus 78 años. Tabernig compuso con perfección actoral los distintos momentos de la Duquesa diferenciando los momentos de gloria como los de decadencia así como las poses corporales y la actitud en cada etapa de la vida narrada por la obra, que la muestra alrededor de los 20 años, a principios de sus cuarenta plena en sus hazañas sexuales y luego arrinconada en su proceso de divorcio, en su declive a los 58 y en plena decadencia a sus 78 años. Vocalmente irreprochable insufló vida a una partitura complicada con su inmaculada línea de canto, con el brillo de sus agudos y con la belleza de su registro lírico.
Oriana Favaro como la criada y además dando vida a la confidente, a la amante del Duque, a una mujer del público, a una camarera y a una periodista, resplandeció por sus coloraturas perfectas, por su poderoso registro central y por su admirable involucramiento escénico que implica en sólo dos horas interpretar a seis personajes diferentes.
El tenor Santiago Bürgi fue el electricista y asumió conforme la partitura los roles de camarero, repartidor, mujeriego, público y periodista. Su emisión sana y su articulación perfecta a la par de su plasticidad escénica realzaron cada momento que permaneció en el escenario.
El barítono Hernán Iturralde interpretó al gerente del hotel y además, conforme lo indica el libreto: juez, duque, huésped y lavandero. Su timbre de gran belleza y su controlada emisión a la par de su ductilidad actoral sirvieron para caracterizar con brillo a cada uno de sus personajes.
Marcelo Ayub desde el podio condujo a los músicos que formaron la orquesta según el orgánico determinado por el compositor con amplio conocimiento, mirada atenta, concentración puesta en cada detalle y dando a cada uno su entrada en el momento justo. Lo ecléctico de la partitura y sus constantes cambios dinámicos tuvieron en Ayub un concertador de primer orden atento a cada instrumentista pero a la vez de los solistas y del adecuado balance entre el foso y la escena. La respuesta de los instrumentistas con partes de dificultad de solistas fue de verdadera excelencia.
En suma: una obra difícil servida con total excelencia interpretativa.
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