DVD - Reseñas
Madama Butterfly: Com’era, dov’era
Raúl González Arévalo

Esta me parece una buena ocasión para confesar que tengo una relación de amor-odio con Madama Butterfly. Amo la ópera, pero también vivo en el siglo XXI. Siendo historiador no hace falta que nadie me invoque los argumentos sobre el contexto histórico en el que fue concebida, lo prometo. La música de Puccini me conquista siempre, pero no puedo ni con la trama ni con la protagonista, que me da tres patadas, por muchas razones. Me cabrea sistemáticamente la sumisión de Cio-Cio-San ante el crápula de Pinkerton y que elija el suicidio, por honorable que fuera en la cultura japonesa. En un momento en el que la violencia de género contra las mujeres me resulta insoportable cada día en nuestro país, en nuestra sociedad, no entiendo y no comparto la opinión de quienes subliman el drama y lo limitan a lo bonita que es la música. Así que por salud mental y cardiaca tiendo a evitar el título. El lanzamiento de este DVD, con la primicia absoluta de la versión original de 1904, es una excepción obligatoria por el interés de la propuesta.
El estreno de Madama Butterfly en La Scala de Milán en 1904 fue un fracaso absoluto, a pesar de la protagonista, Rosina Storchio, y la batuta, Arturo Toscanini. Puccini, de acuerdo con su editor, Tito Ricordi, retiró inmediatamente la partitura e introdujo una serie de cambios, el más evidente de los cuales fue la división del segundo acto en dos, separados por el célebre coro a boca cerrada. Pero no fue el único: metió tijera en el primero, acortando la presencia de los parientes japoneses sobre el escenario, y añadió un aria para Pinkerton en el nuevo tercero, “Addio, fiorito asil”. No fue una versión definitiva: el compositor, tras estas modificaciones, estrenó otras tres versiones, de modo que hoy en día se habla de cinco ediciones. Además, en 1920 reabrió cortes de la original de 1904 para unas representaciones en el Teatro Carcano de Milán, edición con la que volvía sobre sus pasos, aunque ya no fue publicada por Ricordi.
En ópera existe la idea inmovilista de que las obras deben representarse según las últimas modificaciones, atendiendo a la idea de que representan la voluntad última del compositor. Sin embargo, hay ejemplos de que no siempre es así. Donizetti no quería una cabaletta final para la soprano en Lucrezia Borgia. Verdi se arrepintió de los cambios operados en su Macbeth para París. Puccini era más inseguro que Verdi y el fracaso milanés le empujó a seguir el consejo de un editor que realmente no amaba su música ni su persona, pero los conservaba celosamente como gallina de los huevos de oro, aunque está claro que lo hizo más por necesidades comerciales, buscando el éxito del título, que por convencimiento artístico.
Las diferencias con la versión estándar empleada en los teatros y grabaciones son muy notables. En primer lugar, por la duración: los 1.100 compases restaurados para la edición crítica, labor explicada en las notas por el propio Julian Smith, añaden 35 minutos de música, incluso con el corte de los tres minutos que dura “Addio fiorito asil”, que no comparece. El desarrollo dramático de la obra sale reforzado por múltiples motivos: se comprende mejor el entorno de procedencia de Cio-Cio-San (la arieta del borrachín Yakusidé es una delicia) a la vez que se enfatiza el cinismo y el desprecio que tiene Pinkerton por la cultura japonesa, lo que le hace más odioso aún. Su ausencia en el final del segundo acto aumenta el relieve de su segunda mujer, Kate Pinkerton, a la vez que incide en la cobardía intrínseca del tenor. En definitiva, el resultado es una versión más coherente desde el punto de vista musical.
Afortunadamente, esta operación, esperable en un festival más que en La Scala, se ha realizado con unas garantías artísticas que se han traducido en una magnífica grabación, digna de conocerse más allá de la singularidad de la propia versión original de 1904. Empezando por la dirección de ese enorme pucciniano que siempre ha sido Riccardo Chailly, el mejor defensor que tiene el compositor de Luca a día de hoy, solo igualado por Antonio Pappano. Su conocimiento absoluto de una partitura que abordó por primera vez en 1971 se traduce en un convencimiento íntimo no solo de la necesidad, sino de la superioridad de la propuesta elegida para una fecha tan señalada como la apertura del coliseo milanés por San Ambrosio. Com’era, dov’era. La dificultad para mantener la tensión narrativa sin caídas es complicadísima porque realmente casi no pasa nada en la acción, salvo los momentos más dramáticos: la invectiva del tío Bonzo, el dúo con el cónsul americano y el aria final de la protagonista. Me limitaré a pocos ejemplos: la gradación de la tensión musical y teatral en el encuentro entre Sharpless y Cio-Cio-San es ejemplar, con un resultado apabullante. “Con onor muore… Tu, tu, piccolo iddio” es más agónica gracias al tiempo poco atropellado que elige, no se recrea en el momento ni lo desaprovecha excesivamente apresurado. Algo similar ocurre con “Un bel dì vedremo”, al que otorga todo el sentido dramático que contiene. Comparativamente, el lirismo del dúo de amor que cierra el primer acto, como el dúo con Suzuki, podrían resultar más “fáciles”, si es que se puede emplear ese adjetivo en Puccini. Chailly esquiva las tentaciones edulcoradas, deja que la música vuele, pero sin olvidar en ningún momento el contexto dramático, de modo que no interrumpan el discurso musical en el que se insertan. Una dirección referencial, que por la mayor dificultad intrínseca de la versión de 1904 no solo iguala, sino que por momentos supera las míticas de Karajan y Sinoppoli. Qué grande y qué sabio, maestro.
Afrontar la inauguración de la temporada scaligera es siempre un honor y un compromiso para cualquier soprano. Pero en una empresa como esta, en un título tan representado, la presión se redobla. Aún resonaban en mis oídos los ecos del triunfo que obtuvo Fiorenza Cedolins allí mismo. María José Siri realiza un muy buen trabajo. La uruguaya no posee la belleza vocal de la italiana, ni la capacidad dramática apabullante de la otra soprano considerada imbatible en el papel a día de hoy, Ermonela Jaho. Pero supera en musicalidad y solidez técnica a la albanesa y no es inferior en dominio del estilo a la friulana –más incisiva en el acento, sin embargo–. No cito a Mirella Freni porque nunca afrontó la partitura en escena, a pesar de protagonizar dos grabaciones históricas con Karajan y Sinoppoli. Con Siri todo está en su sitio, bien o muy bien, aunque algunos preferirán un agudo más largo al final del aria o mayor dramatismo en el dúo con el cónsul y el final de la ópera. Sin embargo, considero que su composición, siempre contenida, está más acorde con la naturaleza de la japonesita y su educación emocional. Así, hace una creación absolutamente creíble, que se traslada no solo al canto, sino también a la gestualidad, en la que hay un trabajo asombroso, de modo que sale con la cabeza muy alta.
Pinkerton es un personaje débil, se mire como se mire. Más allá del aria, aquí suprimida, no tiene consistencia. Con esta circunstancia, Bryan Hymel es un inesperado protagonista tras tantos papeles imposibles de tenor heroico en francés, de Meyerbeer a Verdi pasando por Berlioz. Vocalmente está sobradísimo y se hace notar en cada intervención, aprovechando en particular el dúo de amor.
La mayor consistencia dramática de Sharpless, a pesar de su breve cometido, se ve acrecentada con la soberbia encarnación de Carlos Álvarez, con quien Chailly contó de nuevo para inaugurar temporada milanesa tras el antológico Giacomo de la Giovanna d’Arco del año anterior. El barítono malagueño, en la cima de su maestría artística, con un dominio vocal supremo, compone un cónsul sobresaliente que deslumbra en la nobleza de acentos y los pequeños detalles, gestos y miradas sutiles que redondean un retrato perfecto.
No me extenderé en el resto del extenso reparto, acertadísimo, salvo para señalar que la Suzuki de Annalisa Stroppa está muy bien vocalmente y es eficaz desde el punto de vista teatral. La prestación del Coro de la Scala es ejemplar, como siempre, al igual que la soberbia columna sonora que emana de la orquesta, brillante, rica en colores y detalles, cómplice absoluta de la dirección, lo que los convierte en protagonistas perfectos también de una producción escénica preciosista. La Scala echa la casa por la ventana y cuida hasta los más ínfimos detalles, ofreciendo un espectáculo de una belleza plástica apabullante, no solo en el vestuario, también en la escenografía –esos almendros en flor–, con una composición de planos y un movimiento de actores que es puro virtuosismo y delicia visual. Pocas veces un DVD se justifica de manera tan absoluta en un título que conoce tantas grabaciones.
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