Italia

De Rusia con dolor

Jorge Binaghi
viernes, 19 de abril de 2019
Martone: Jovanchina © Teatro alla Scala, 2019 Martone: Jovanchina © Teatro alla Scala, 2019
Milán, viernes, 29 de marzo de 2019. Teatro alla Scala. Jovanchina (21 de febrero de 1886, Teatro de San Petersburgo), libreto y música de M. Mussorgski, revisión y orquestación de D. Shostakovich. Puesta en escena: Mario Martone. Escenografía: Margherita Palli. Vestuario: Ursula Patzak. Luces: Pasquale Mari. Coreografía: Daniela Schiavone. Intérpretes: Michail Petrenko (Ivan Jovanski), Sergei Skorojodov (Andrei Jovanski), Evgeni Akimov (Golitsin), Alexei Markov (Chaclovity), Stanislav Tromifov (Dosifei), Ekaterina Semenchuk (Marfa), Irina Vaschenko (Susana), Maxim Paster (Escriba), Evgenia Muraveva (Emma), y otros. Coro (maestro: Bruno Casoni) y orquesta del Teatro. Dirección: Valery Gergiev
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Era ésta la séptima y última representación de esta nueva producción. Teatro lleno. Gran atención. Silencio. Fuertes aplausos al bajar el telón en cada acto y un alud de ovaciones al final a todos los responsables de esta memorable reposición, en forma colectiva o individual.

La puesta en escena de Mario Martone, con su equipo habitual, logra conjugar una historia de los comienzos del reinado de Pedro el Grande (el más pequeño aquí, y que logra al final quedarse solo mientras su madre y hermano Michail desaparecen en un detalle escénico formidable) con todas las etapas posteriores de ‘Rusia’ (para no meternos en camisas de once varas) y también de situaciones que pueden encajar con las de la Rusia de entonces y de ahora. Y si la conspiración -una más- de los Jovanski que da el título a la ópera genial del genial Mussorgski (revisado o no, por Rimski o por Shostakovich) tiene paralelismos inquietantes, la reacción de los ‘antiguos creyentes’ y su extrema forma de protesta (el suicidio colectivo) no sé si no resulta hoy aún más alarmante que la primera.

Tal vez Marfa sea el único personaje ‘positivo’ y Golitsin el más esclarecido (lo que no hace sino precipitar su caída…cualquier similitud con Gorbachov puede ser casual, pero…). Como los conspiradores, nobles prepotentes, padre e hijo que no quieren reconocer ningún límite a su deseo, lo mismo el boyardo Chaclovity (algo así como una eminencia gris, jefe de la KGB con aspiraciones a más) que pretende salvar a ‘su’ Rusia a ‘su’ manera. Todos tienen ‘su’ Rusia, que resulta finalmente un pretexto para sus ansias de poder. Y los defensores de la fe…bien, dejémosles allí, autoincinerándose (la hipócrita figura de Susana -por fin todas las escenas ‘episódicas’ están presentes para demostrar que de episódicas sólo tienen la forma- es una miniatura preciosa de maldad y resentimiento, muy bien interpretada por Vaschenko). En fin, que si se junta esto con la coreografía de las famosas danzas de las esclavas persas, que aquí son unas ‘escorts’ (como se han visto en orgías de políticos famosos en la isla de Cerdeña con la participación de algún hombre fuerte ruso), la principal de las cuales es la comprada para asesinar al jefe conspirador, uno sale del teatro aplastado por la belleza de la música, la genialidad dramática del compositor y un montón de preguntas angustiantes en su cabeza. El silencio que siguió al final del tercer acto (si el maravilloso coro de la Scala sólo hubiera hecho ese largo pianísimo merecería pasar a la historia) fue una prueba de cómo el público percibía y recibía el ‘mensaje’.

Claro que si el instrumento que se lo transmitía era la magnífica orquesta siguiendo las manos y la mirada de Gergiev, para quien este tipo de obras no tiene secretos y crece en profundidad con el tiempo (entre una representación y otra paseaba a su orquesta del Mariinski por España, en una especie de nueva demostración, si hacía falta, de su don de ubicuidad),  ni siquiera un ‘replicante’ podría haber permanecido indiferente. La ‘simple’ interpretación del preludio fue insuperable y las atmósferas de misterio, inquietud, opresión, malestar (las dichosas danzas fueron un ejemplo único, además de un lujurioso sonido orquestal) que culminan en ese incendio que parecía devorar el escenario no dejaban de mantener en vilo al respetable.  Ni que decir que la ‘intriga amorosa’ con sus desamores y la obcecación por ‘obligar’ al otro a amar resulta más desgarradora que los politiqueos que usan al amor en el Boris Godunov (cuando se tiene la bondad de dejarnos ver y oír el acto polaco).

Los roles ‘pequeños’ estuvieron a cargo de solistas de la Academia de la Scala. El otro papel femenino corto pero también importante, de difícil vocalidad, Emma, fue muy bien cantado por Muraveva, que parece llamada a una carrera de importancia. El único papel protagónico femenino, Marfa, tocó a Semenchuk que logró una excelente caracterización, aunque tal vez fue un tanto uniforme y a veces el grave no resultara tan opulento como hubiera sido deseable. Se trató de un sólido equipo (el de Gergiev, claro) más que de personalidades sobresalientes (en vano aquí buscaríamos a una Borodina u Obraztsova, a un Nesterenko o a un Ghiaurov -para no mencionar a Siepi y Christoff que la abordaron en italiano).

Entre los bajos predominó el más cantante Petrenko en un Iván despótico y de buena voz; Trofimov, en principio más profundo,  fue un muy buen Dossifei en canto y actuación, pero algo reservado, lo que deja la palma para el bajobarítono Markov, un Chaclovity glacial incluso en su intenso monólogo antes aludido. Por lo que respecta a los tenores, Akimov fue un buen Golitsin y Skorojodov un príncipe Andrei que empezó algo tenso para relajarse y poner en evidencia buenos medios y un color bastante interesante. El siempre remunerativo y difícil papel del escriba tocó al muy correcto Paster.

El primer teatro de Italia puede tener altibajos como todos, pero cuando logra este nivel en una obra en principio ‘ajena’ a su gran tradición e historia (que por lo visto le cuesta hoy mucho mantener) nos recuerda por qué es un gran teatro.

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