Italia
Los caprichos del público
Jorge Binaghi

En el tercer día de mi visita, y tras un comportamiento ejemplar en Jovanchina e inusitadamente generoso en La cenerentola, el público (una parte importante, la más vernácula y de probada asistencia a los espectáculos) decidió volver por sus fueros y revalidar su fama de temible. El problema no es un público severo, sino que sean títulos e intérpretes los ‘seleccionados’ para las protestas. Que, además de exageradas, pudieron ser más corteses. Pienso siempre que más que un silbido (que se debería dejar cuando la exasperación es ya máxima en todo caso), un silencio glacial es más eficaz como reproche.
El principal objeto de las manifestaciones de disgusto fue el equipo artístico (a tal punto que el director trastabilló y cayó dentro de la concha del traspunte con serio riesgo de hacerse daño). No tengo nada en contra ni a favor de Pountney, y puede ser que su trabajo no sea mi ideal, pero no fue arbitrario ni enloquecido. Cedió a la espectacularidad con los dos trenes en el primer acto (el cambio de época a la del estreno de la ópera no es una novedad y no choca, o no choca mucho, con el libreto o la historia original). El perfil de la inmensa nave (tipo la más misteriosa e interesante del Amarcord felliniano) en el tercero, con sus ojos de buey que permiten ver a las diversas reclusas y al farolero (¿?) no está mal. Y hacer de Lescaut el villano de la película, proxeneta incestuoso, que una vez acabada la historia de Manon busca otra jovencita para lucrarse es una interpretación posible. Más difícil es ver por qué los tres tenores ‘característicos’ (Edmondo no lo es) tienen al mismo intérprete que parece ser un hilo conductor y aparece entre las dunas del desierto para vaciar un vaso con agua en las narices de Des Grieux, mientras que Geronte y Lescaut hacen lo propio con la moribunda Manon (y eso puede ser una alucinación).
Que la casa de Geronte sea un lujoso vagón de tren más bien parecido a un salón de burdel del siglo XIX con su falsa opulencia no molesta demasiado. Pero el director debió evitar ciertas actitudes de la protagonista que en vez de excitante o seductora la vuelven algo ridícula. Es cierto que hacer creíbles a los dos principales es siempre un problema, pero Álvarez en el aspecto actoral logró mayor credibilidad (ayuda que haya adelgazado). Ahora bien, es cierto que ella estuvo más homogénea en su desempeño vocal, que no pasó de la corrección profesional por la impersonalidad del timbre y un fraseo genérico que sólo logró más interés en el último acto (pero las notas filadas fueron breves y escasas, ‘L’ora o Tirsi’ pasó desapercibida) y hubo algún intento de protesta también con ella.
Pero la lluvia de silbidos que recibió a Álvarez fue injusta. No estuvo bien, pero tampoco mal. Las notas agudas son cada vez más duras, los portamentos frecuentes, la respiración corta, y la voz pierde volumen a partir del centro (y en cualquier caso está algo más reducida en este aspecto), pero se dejó literalmente la piel y al parecer estaba con una alergia (nadie lo anunció). En cualquier caso, y pensando que debe cantar el mismo título en el Met próximamente, se comprende que haya decidido retirarse. El resto de las funciones las cantó Roberto Aronica, de quien mucho y bien he oído hablar, tanto en los ensayos como en la primera función. Como a los caprichos del público las estrellas oponen los propios (probablemente con razón) tal vez habría que evitar en el futuro situaciones parecidas.
Cavalletti cantó como siempre de modo monótono, pero gritó menos de lo previsto ( e incluso algún agudo se escuchó fijo) e intentó representar lo que se le pedía. El mejor en absoluto, tanto en lo vocal como en lo escénico, fue el excelente Lepore. Los demás estuvieron correctos y sin relieve, y el tenor que tuvo que hacer frente al tripe papel estuvo mejor en los menos exigentes (maestro de baile y farolero), pero Edmondo le costó lo suyo.
El coro estuvo, como siempre, magnífico y la orquesta deslumbrante. Pero hasta en esto ha habido un pero. Chailly es un excelentísimo director, pero esta vez pareció indiferente a las necesidades del escenario, con unos tiempos más bien lentos, y una dinámica que ciertamente no ayudó para resultar en los dos primeros actos más bien poco implicado a fuerza de buscar y rebuscar en una partitura que además decidió ofrecer como en el día de su estreno absoluto (con un concertante en el primer acto que poco o nada agrega, algunos pequeños puntos en el segundo, y sobre todo, la primera versión de ‘Sola, perduta, abbandonata’, más larga y menos interesante que la que Puccini decidió finalmente dejar.
Probablemente este tipo de trabajo filológico serviría más en un festival especializado -claro que con Torre del Lago no se puede contar- y no en un título normal de una temporada habitual). Las cosas mejoraron a partir del tercer acto, pero extrañamente aún en el célebre ‘intermezzo’ el sentimiento -distinto del sentimentalismo- pareció algo ausente. También es raro que el maestro no saliera a saludar solo, como sí hicieron los otros con los riesgos señalados.
Mucha asistencia, mucha expectativa, y me temo que mucho juicio sumario formulado antes de levantarse el telón.
Comentarios