Chequia
El otro Bruckner
Vicente Carreres
Debut en el Rudolfinum praguense del nuevo fenómeno mediático de la música española: el director de orquesta Pablo Heras-Casado. Lo precedía su fama, su carisma y su ascenso meteórico a la cumbre del mundo musical en los últimos años. Tres conciertos dio con la Filarmónica Checa y en los tres el público llenaba prácticamente la sala. Pero el director granadino no intentó ganárselo con un programa previsible, en clave española. Optó por lo más difícil: dos obras fundamentales del repertorio sinfónico centroeuropeo: el segundo concierto para piano de Brahms y la cuarta sinfonía de Bruckner. Un desafío y una clara afirmación de la forma que tiene Heras de vivir la música: como reto, como aventura.
Acompañaba el español en el concierto de Brahms al virtuoso suizo Francesco Piemontesi, un solista de sonido poderoso y gran solidez técnica. Yo diría que los conceptos que estos dos músicos tienen de la obra no son iguales, pero se complementaron y enriquecieron. En el primer movimiento Piemontesi buscó el grand style, las resonancias majestuosas, los vastos campos sonoros; Heras, en cambio, subrayó el pulso, la vivacidad, el dinamismo. Fue una dirección nerviosa, enérgica, llena de acentos, de aristas, con ataques cortantes y notable variedad de fraseo y articulación. Un cambio de dimensión trajo el segundo tema del scherzo (segundo movimiento), que, tras ser introducido por los violines en su registro agudo, Piemontesi desarrolló con legato, delicadeza y expresión melancólica. En el tercer movimiento, un magnífico solo del primer violonchelo, trazado con sonido carnoso y amplio vibrato, creó el clima de lirismo por el que iba a discurrir la música. La parte central sonó como una ensoñación en las manos del pianista suizo, que por momentos parecía tocar para sí mismo, con calidades de terciopelo, aproximándose a la magia introspectiva de un Richter o un Serkin. Luego, en el rondó final, su dicción volvió a mutar, haciéndose ligera, brillante y cristalina. Un gran músico Piemontesi y, sin duda, el protagonista de esta primera parte. Para mi gusto al Brahms de Heras le faltó hondura expresiva y belleza de sonido, pero las compensó con la vitalidad y el vigor rítmico que lo caracterizan.
Sin embargo, la gran apuesta del director granadino llegó después de la pausa, con esa obra ciclópea que es la cuarta de Bruckner. No deja de ser paradójica la agrupación de estos dos adversarios irreconciliables, Brahms y Bruckner, representantes de dos estilos considerados antagónicos en su día y que en cierto sentido son complementarios. A priori podía pensarse que la metafísica sinfónica del austriaco, con toda su monumentalidad y su trascendentalismo, no le cuadra a la forma de hacer música de Heras, tan física, tan terrenal. Pero al español le bastó con la exposición del primer tema de la sinfonía para pulverizar este prejuicio. Para quienes aún no conocíamos su Bruckner fue un descubrimiento. Y una demostración de que el compositor también puede hablar con otra voz. Frente al Bruckner de un Thielemann, obsesionado por la claridad estructural, por la coherencia de la sintaxis, Heras planteó una cuarta más visceral, mirando a la tierra más que al cielo, y anteponiendo la pasión a la comprensión. Sobre la estructura primaron los acentos, la articulación, el pulso. Hubo fuerza, potencia, pero se evaporó esa solemnidad, ese énfasis asociado a veces con el compositor. Fue este un Bruckner rejuvenecido, que salta, que danza en lugar de moverse a cámara lenta, y que hoy sorprende especialmente, cuando las numerosísimas versiones de sus sinfonías suelen basarse en un canon estandarizado que pocos se plantean repensar.
Es verdad que la lectura de la forma que hizo Heras no tuvo la claridad de los últimos gurús de la tradición germánica, como Celibidache, Wand o en nuestros días el propio Thielemann: el español concibió el discurso musical en grandes planos sonoros, los clímax impactaron más por su potencia intrínseca que por su significado estructural, y en las texturas brilló más el encanto físico del sonido que el material temático. Pero la música tuvo una frescura, una espontaneidad y un vigor inusuales. Sin dejar de ser Bruckner. Porque Heras equilibró las distintas secciones de la orquesta sin menguar la musculatura de los metales. Y los músicos le respondieron con intensidad máxima y pasajes para recordar, como el delicado fraseo de las cuerdas en la exposición del segundo tema del primer movimiento, primorosamente articulado; o ese tour de force para los trombones que contiene el finale. Las inseguridades de las trompas en algunos momentos son gajes del oficio que no empañan el resultado global.
Pero fue quizá en un trepidante scherzo donde el Bruckner de Heras encontró su plena realización. Tras los característicos trémolos de las cuerdas y las frases de las trompas, que parecen clamar desde la lejanía, la música creció para estallar en un fortísimo atacado por los metales con energía incontenible. Las voces de la orquesta, liberada del sobrepeso que tiene en muchas versiones, se agitaban como en un hervidero, haciendo justicia a la indicación del compositor: bewegt, o sea, movido, agitado. Y resonaban los ecos de otros románticos que Heras ya ha interpretado, como el scherzo de su Escocesa de Mendelssohn, esa música de elfos, que baila de puntillas, con texturas en continua ebullición.
En definitiva, un director con ideas propias, pasión y talento para realizarlas. Y una bocanada de aire fresco en un repertorio que también necesita la sorpresa y la heterodoxia. Habrá que estar atentos a esta alianza: Bruckner, Heras-Casado.
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