Alemania
Apertura cerrada
Juan Carlos Tellechea

Imagine usted por un momento estar viviendo en el Buenos Aires de hoy. No. Estoy casi seguro de que no se lo puede imaginar. La absurdidad que plasmara Julio Cortázar en Nada a Pehuajó (1984), ambientada en la capital porteña, ha sido ahora extrapolada con todo acierto por el celebrado coreógrafo Demis Volpi a su nuevo y kafkiano ballet Geschlossene Spiele (Apertura cerrada), estrenado mundialmente por el Ballett am Rhein este viernes en la Ópera de Düsseldorf.
La atmósfera de fábula que crea con gran ingenio, valiéndose libremente de elementos escénicos, dancísticos (de diversos estilos), mímicos y musicales en esta personalísima obra es una experiencia tan divertida, ágil y perturbadora como la de aquella pieza teatral de Cortázar, estrenada (póstumamente) en París en 2003.
El escritor, fallecido en la capital francesa en 1984, solía decir que nunca se había ido de su país, porque su pensamiento seguía teniendo lógica argentina, mientras pasaba factura a la dictadura militar de turno en ese entonces.
Volpi se ha servido del término ajedrecístico que describe uno de los movimientos iniciales más comunes en este juego para dar título a su obra, Apertura cerrada.
El público queda tan atónito por lo que ve sobre el escenario (a mediodía en un restaurante bonaerense, con oficina de correos integrada y pintorescos personajes) que no sabe si reír o permanecer expectante, a la espera de que en algún momento se dilucide el hilo de esta extraña trama.
La situación sigue así hasta que los asistentes se dan cuenta por fin del disparatado collage de la puesta (escenografía Heike Scheele; vestuario Katharina Schlipf; iluminación Bonnie Beecher) y no puede contener la hilaridad. Al término de la representación un alud de ovaciones, con tres aperturas de telón, aclama merecidamente a todo el elenco, sin excepciones.
La actuación de los bailarines es emocionante y maravillosa, también histriónicamente: desde el hombre vestido de blanco (Orazio Di Bella) sentado ante una mesa y el cliente (Dukin Seo) que va y viene como un loco con sus maletas; el empleado detrás del mostrador (Michael Foster) que no da abasto para atender tantos asuntos administrativos y burocráticos a la vez; el jefe de los camareros (condenado a muerte y ejecutado) Carlos Fleta (Damián Torío), y sus serviciales subordinados (Tommaso Calcia y Edvin Somai).
En eso entra al local la típica turista norteamericana (Simone Messmer) con todos sus clichés a cuestas; el vendedor (Evan L'Hirondelle) propagandeando sus productos; el señor López (Eric White) y más tarde su mujer (Norma Magalhães), él un nuevo rico querellante patológico, carnívoro y deseando comer algo vivo, ella vegetariana por convicción. Se pasea también por allí el pollito (Miquel Martínez Pedro) que luego será asado al horno.
Poco después ingresan a todo vuelo la joven parejita arrolladora de Gina y Franco (Emilia Peredo Aguirre y James Nix); la estrafalaria y vieja dama de verde (Ruben Cabaleiro Campo) que trepa por los armarios y se encarama a un montante; así como el severo juez (Niklas Jendrics) autosometido a una estricta dieta de zanahorias hasta que la señora López lo convence de permitirse tomar una copa de helado.
Resulta que el susodicho magistrado es el que había sentenciado a la pena máxima a Fletas. La tensión dramática sube cuando aparece éste (o su alter ego) y entabla un duelo gestual con el juez de lo penal, quien intenta huir al verse acorralado e increpado por los clientes del restaurante. En fin, un magnífico y entretenido estudio de caracteres hecho a la medida por la compañía que se queda en eso, sin un gran patetismo ni suspense ni un final espectacular que cierre la historia redondeándola.
Esta forma abrupta de concluir la acción que admite varias interpretaciones (conjeturas o hipótesis) me trae a la memoria el filme Blow Up (1966), de Michelangelo Antonioni, con David Hemmings, Vanessa Redgrave, Sarah Miles, Veruschka y Peter Bowles, basado en el relato de Cortázar Las babas del diablo, aparecido en su libro Las armas secretas (1959) e inspirado en una narración del fotógrafo chileno Sergio Larraín.
Pero, el humor que fluye durante todo el transcurso de Apertura cerrada nos evoca también a aquellos sketchs de los tiempos de la edad de oro de la radiodifusión argentina o de las tiras cómicas de sus diarios y revistas. Del aparato receptor colocado sobre el mostrador del restaurante con ventanilla postal se escuchan las noticias (locutor Mario Pitz) sobre la condena a muerte y ejecución de Fletas, así como la interpretación de Manuelita la tortuga (que un buen día se marchó de la provinciana Pehuajó) de la cantautora y poetisa Maria Elena Walsh, todo un símbolo feminista y político contra aquella nefasta junta militar.
La música -excepto la que interpretan de forma brillante el pianista Alexander Ivanov a un lado del escenario, como el percusionista y timbalero Kevin Anderwaldt entre bambalinas- viene de los altavoces y es de diversos compositores: Elliott Carter, Ennio Morricone (Érase una vez en América) y Luciano Berio, entre otros. El pianista es uno más de los personajes que irrumpen en el local, descubre sus habilidades en ese instrumento y acompaña los preparativos desde un principio
La pandemia había desbaratado muchos de los planes de Demis Volpi, quien ahora vuelve a lo que más le encanta: contar historias a través de la danza, y ya está preparando para los próximos días el estreno de su versión de El cascanueces, que también reseñaremos aquí y es aguardada con gran expectación.
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