Alemania
Robert Carsen convierte en sencillo el Don Carlos
Juan Carlos Tellechea
Don Carlos, de Giuseppe Verdi, la producción aclamada este sábado en su estreno en el Aalto-Musiktheater, de Essen, es, en efecto, una ópera de la desgracia, la adversidad y el infortunio que aplasta a todos sus personajes. La puesta en escena de Robert Carsen, con dirección musical de Andrea Sanguineti, juega con la sencillez, la sobriedad y el deseo de desmitificar lo que a menudo se ha visto como un fresco histórico, un pretexto para lo espectacular.
Antes de comenzar la función, el intendente general del teatro, Hein Mulders, subió al escenario para expresar en un emocionado mensaje su condena a la guerra de agresión de Rusia contra Ucrania. “¡Decimos NO a la guerra, SÍ a la paz!“, subrayó Mulders.
Como artistas de más de 30 naciones que viven una interacción respetuosa en su cooperación diaria (en esta casa), queremos expresarlo claramente: La violencia no tiene cabida en nuestra forma de entender la democracia. En todo el mundo hay expresiones de solidaridad y la cultura también se posiciona en favor de Ucrania.
Acto seguido, la orquesta Essener Philharmoniker y el coro del Aalto-Musiktheater, dirigidos por Andrea Sanguineti, interpretaron la obra Ukraina - den Opfern des Krieges (Ucrania – a la víctimas de la guerra), del destacado compositor Eduard Resatsch (violonchelista de la Bamberger Symphoniker), escrita inmediatamente después del comienzo de la bárbara embestida rusa.
La obra, recomendada por la Asociación de Orquestas Alemanas (DOV) para ser ejecutada antes de cada espectáculo musical, es una plegaria en memoria de las víctimas que se ve interrumpida repetidamente por el sonido de disparos de armas de fuego, bombas y sirenas, así como por elementos del himno de Rusia y del Himno Europeo (Ludwig van Beethoven). La composición, que concluye con el himno de Ucrania, como un rayo de esperanza por la libertad y la paz, fue largamente ovacionada por el público, de pie tras la interpretación.
Volviendo al estreno de Don Carlos, la elección de la versión traducida al italiano de 1884, en cuatro actos, nos acerca algo a la verdad histórica y nos permite captar las implicaciones reales, aunque deja por sentado un cierto número de presupuestos (explícitos en la versión original en francés en cinco actos estrenada en París en 1867). Para algunos forma parte de la leyenda rosa (o blanca), para otros de la leyenda negra del reinado de Felipe II (el Prudente), encarnado por Ante Jerkunika.
Así, la llamada Acta de Fontainebleau, que ve cómo Isabel de Valois (Gabrielle Mouhlen) acepta casarse con Felipe II ante las súplicas del pueblo de Francia, aunque estaba prometida a su hijo el infante Don Carlos de Austria (príncipe de Asturias), al que da vida magníficamente aquí el tenor Gastón Rivero. O más tarde, la doble confesión de la princesa de Éboli (Nora Sourouzian) de su amor por el infante, de la traición de la reina, pero también de su aventura con el propio rey.
Carlos es el primogénito de Felipe II, fruto del opulento matrimonio con la infanta María Manuela de Portugal (princesa consorte de Asturias y prima por partida doble del monarca español, con consecuencias serias para la salud mental del infante), quien falleció tras dar a luz a su único hijo.
Orgullosa, decidida, apasionada, Éboli adquiere una profundidad que va mucho más allá de la seductora despechada y manipuladora. Otro ejemplo, cuando tras la muerte de Rodrigo marqués de Posa (Jordan Shanahan), surge un espantoso diálogo de rechazo entre hijo y padre, la trampa se cierra sobre Felipe II. Con gran legibilidad, la régie da vida, a menudo de forma impresionante, a esta tragedia por el poder.
La coproducción del Aalto-Musiktheater, de Essen, con la Opéra National du Rhin, de Estrasburgo, no busca citas decorativas (escenografía Radu Boruzescu; vestuario Petra Reinhardt). Carsen quiere hundirse en una cierta intemporalidad de la historia y captar sobre todo a los personajes. Porque, como suele ocurrir con Verdi, lo grandioso se codea con el drama íntimo de la elección entre el amor y el poder. Carlos, destrozado por la esperanza de una unión tan rápidamente defraudada, se convierte en un rebelde contra su padre.
Durante tres cuartas partes de la velada, la régie ofrece una puesta en escena de asombrosa sabiduría e inusual literalidad. La escenografía, desnuda y uniformemente oscura, es una especie de cárcel en la que se abren ocasionalmente puertas y ventanas y en la que, según el momento, aparecen algunos elementos significativos (el escritorio de Felipe II, los ataúdes, uno de ellos el de Carlos V y I de España, y una calavera que se repite como memento mori y que nos recuerda las similitudes que Carsen ve entre Hamlet y Don Carlo.
Los lirios que cubren el suelo del jardín del monasterio de San Jerónimo de Yuste, los libros que se queman en la hoguera en un siniestro recuerdo, reflejan claramente el encierro y el aislamiento de esta corte española, así como la constante vigilancia ejercida por un clero omnipresente y todopoderoso.
Efectivamente, hay algo de Hamlet en este joven enamorado de la soledad. Pero a diferencia del príncipe danés, una impulsividad visceral (resultado de esas relaciones incestuosas entre sus progenitores) le hace quizás más vulnerable. Esto es especialmente cierto en el caso de Felipe II, que parece sólido en su pasión por lo absoluto y en sus convicciones inquebrantables, y que, sin embargo, sigue dividido, aunque esté ansioso por no disgustar al dictado omnipresente de la Iglesia Católica.
Gracias a la ajustada dirección de los actores, ambientada en el toque inimitable de la iluminación espectral del propio Peter Van Praet, que modula infinitamente los estados de ánimo y las perspectivas de esta escenografía, la puesta en escena en blanco y negro deja al descubierto los terribles enfrentamientos en el corazón de esta ópera. Y esto es cierto incluso en la escena del auto de fe, más monumental que pomposa, encerrando a sus personajes realeza y príncipes en el centro, monjes y clérigos a su alrededor, en una multitud abigarrada.
El aspecto musical es aún más notable, bajo la dirección de
El elenco les hace plena justicia. No se trata de un reparto repleto de estrellas, sino de un conjunto brillantemente homogéneo (verbigracia los maravillosos dúos de
Ante Karl-Heinz Lehner), lejos de ser piezas de bravura, son momentos intensos de confrontación.
La interpretación de Jordan Shanahan del marqués de Posa es sencillamente cautivadora y vocalmente excepcional, con una articulación soberana al servicio de una pasión asumida. Esto culmina en el monólogo y el aria de la muerte de Rodrigo, modelos de sinceridad y modestia. El personaje está también bien templado y su indumentaria, la sotana con la que se viste el personaje a mitad de la ópera, parece cuestionar su profunda rectitud.
Al Carlos de Gastón Rivero no se le puede negar la convicción del héroe desesperado. La amplia y bien timbrada voz de tenor maneja con desenvoltura el abrumador y a menudo incómodo papel de los agudos. Un hábil matiz personal adorna las distintas facetas de su papel. Gabrielle
Nora
Para los momentos de enfrentamiento frente a frente entre los poderes religiosos y seculares, el tenebroso Gran Inquisidor de Karl-Heinz
Aquí, el marqués se levanta de nuevo; ha hecho un pacto secreto con el Gran Inquisidor (cosa que no nos extraña, conociendo el paño como lo conocemos) y ha organizado un simulacro de asesinato contra él para acelerar la decadencia del poder reinante. En el cuadro final, será coronado después de que el monje, ejecutor de los actos sucios, haya matado sucesivamente a Don Carlo y a Felipe II. Es encomiable el talento de Carsen para revelar el significado oculto de las obras, para poner de relieve las fuerzas secretas o cautelosamente ocultas que subyacen a la acción y al comportamiento.
La estatura de Christoph Seidl), como monje poderoso y sonoro, el juego y la dulzura de Liliana de Sousa como Tebaldo, la clara intervención del conde de Lerma (Christopher Hochstuhl) o la límpida Voz Celestial de Christina Clark, completan este reparto de muy alto nivel.
Por último, pero no menos importante, la interpretación del coro y del coro adicional del Aalto-Musiktheater es admirablemente precisa en el tono, completando un éxito total de la producción. El riesgo era inmenso, pero lo consiguieron todos, sin excepción, incluso el heraldo real (Rainer Maria Röhr), y los seis enviados de Flandes (Raphael Blume, Johannes Gsänger, Myong Ill Han, Benjamir Hewat-Craw, Mateusz Kabala y Jaejun Kim). Las ovaciones y los contundentes gritos de ¡bravo, bravo, bravo!, que ya clamaban entre en las más brillantes arias, se extendieron al final durante largos minutos con varias aperturas y cierres de telón.
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