Alemania
La ópera es más que ópera. Oropesa y Domingo en La Traviata
J.G. Messerschmidt
El día había sido gris y lluvioso, pero poco a poco las nubes se iban disipando. Cuando bajé del tranvía se veían en el cielo retazos de azul y un sol titubeante intentaba manchar de luz las fachadas. Después de dos años en que la vida teatral ha sufrido anomalías e interrupciones sin precedentes, me preguntaba si el Festival de Ópera de Múnich podría volver a ser lo que había sido.
A la distancia se veía ya, como fuera habitual en tiempos mejores, al público esperando en la escalinata, ante la columnas que casi ocultan la fachada del teatro. Al acercarme, pude por fin percibir los detalles. Distinguí a algunas mujeres enfundadas en largos y orgullosos vestidos de fiesta, a unos cuantos hombres en smoking y a un conjunto mayor de seres humanos de aspecto menos soberbio, pero elegantemente ataviados. Súbitamente me sentí aliviado y satisfecho. "¡Qué estupidez!" pensarán algunos, y quizá con razón. Pero mis motivos tengo, a lo mejor no tan estúpidos, para pensar y sentir de este modo.
En un artículo titulado La ópera no es sólo ópera y publicado en estas páginas hace (¡increíblemente!) 20 años intenté mostrar que la ópera es como el rostro de Jano: la acción teatral no sólo tiene lugar en el escenario, sino también ante él. Los dos elementos, la puesta en escena de los intérpretes y la de los espectadores, son necesarios para que ópera y ballet sigan siendo los últimos géneros dramáticos en los que el teatro es una fiesta y un ritual, como lo era en sus remotos orígenes. Una fiesta elitista, vanidosa, a la que algunos acuden por puro narcisismo (¿qué fiesta está libre de ellos?), pero también una fiesta auténtica y un rito necesario para mantener, en cierto modo, el orden del universo por medio de la existencia de unas formas de arte que aspiran a ser absolutas y, por lo tanto, redentoras o al menos consoladoras.
Desde hace décadas nos atenaza cada vez más un achatamiento totalitario incapaz de distinguir los tiempos que marcan el ritmo vital (labor, reposo, fiesta, rito, día, noche). En su forma más banal y evidente se manifiesta, por ejemplo, como una marea de chancletas, pantalones cortos y camisetas derramada por teatros, salas de concierto y otros lugares que antes les eran inaccesibles. Tras el apocalipsis pandémico, los despavoridos supervivientes parecen haber olvidado durante su salvífico confinamiento que hay otros atuendos y otras actitudes que el chándal y el despatarramiento en el sofá para mirar la tele.
Pero en la ópera, al menos en la de Múnich durante el Festival de verano, unos cuantos cientos de individuos se afanan en una resistencia numantina contra este populismo indumentario y consiguen que la función siga siendo fiesta y rito. De este modo realizan aquel ideal "performativo" y "progre" de un teatro en el que el público es partícipe activo en el espectáculo, pues ¿qué mayor participación que escenificar un rito propio en torno a la obra teatral? Desde luego en esta velada había motivos para una escenificación ambiciosa por parte del público: Lisette encabezaba el reparto y formaba parte de él. Así pues se trataba de una de las funciones más esperadas del Festival, a lo que contribuía la popularidad de la obra en cartel.
Después de rendir tributo a la tradicional espera en la escalinata, me siento en mi muy estratégica butaca de balcón. Delante de mí lo hace el intendente de la Ópera, . Me sorprende que no esté en el palco proscenio de la derecha, reservado tradicionalmente a los intendentes, mientras el del lado izquierdo corresponde a los directores musicales. Algo ha cambiado. Pensándolo bien, se ve y oye mucho mejor desde la primera fila de balcón que desde el suntuoso palco lateral. A mi lado una pareja muy joven y correcta, me saluda amablemente, una tradición muniquesa que a algunos parecerá arcaica o provinciana, pero que tiene un encanto irresistible.
Desde las primeras notas del preludio impresiona la dirección orquestal de Giedré , un nombre exótico que a mayoría de los lectores resultará seguramente desconocido. Se trata de una joven directora de orquesta lituana (nacida en 1989) que ha desarrollado su aún muy breve pero fulgurante carrera en la Europa Central. Este mismo año debutó en la Ópera de Baviera, donde actualmente es asistente del director musical, Vladimir .
La dirección orquestal de Šlekyté es de una precisión extraordinaria, y no sólo en su vertiente técnica y puramente musical, sino también en su configuración de una dramaturgia orquestal que refleja con exactitud el desarrollo argumental y las vicisitudes emocionales de la acción escénica. El único punto criticable es un tiempo excesivamente presuroso en el primer acto, con el que pone en aprietos a los cantantes. Los planos sonoros están finamente configurados y el discurso melódico no es menos diáfano. Lo que más sorprende en una directora tan joven es la seguridad y la muy poco común elegancia con la que interpreta la partitura de Verdi, sin dejarse llevar por patetismos excesivos (en los que han caído tantos grandes maestros en esta obra), de modo que obtiene una versión tan vigorosa como de refinado buen gusto.
Lo que personalmente más me interesaba de esta función era la presencia de Lisette Oropesa, a quien hasta el momento sólo conocía por grabaciones y por muchas y muy elogiosas referencias. En el primer acto su interpretación fue más bien crispada: voz no siempre homogénea, vibrato excesivo, alguna tirantez, coloraturas no lo bastante limpias y cercanía a la estridencia. ¿Bastan los tiempos acelerados dictados por la directora para explicar estos desarreglos? ¿O serían sus grabaciones simplemente milagros de la técnica fonográfica? Durante los primeros actos, y precisamente en sopranos líricas de extraordinaria calidad, he observado más de una vez este tipo de percance ocasional. Igual que otras cantantes de gran talla, Lisette Oropesa dejó atrás estas dificultades en los actos siguientes.
No es nada fácil describir con palabras su voz y su arte. Cuando se alcanzan tales alturas interpretativas toda reseña resulta torpe. Lisette Oropesa posee un instrumento verdaderamente excepcional. Belleza tímbrica, riqueza armónica, aterciopelada redondez, generoso fiato, gran extensión y volumen, una impostación impecable y una estupenda proyección son algunos de los factores que contribuyen a la altísima calidad de su voz. Pero estos aspectos no bastan para explicar el efecto que produce en el oyente. Hay algo más, algo indefinible que otorga a ciertas voces una irresistible fuerza de seducción. Por motivos cronológicos nunca pude oír a María Callas, pero naturalmente sí sus grabaciones. Ahora muchos pondrán el grito en el cielo: en la voz de Oropesa hay un no sé qué que la emparenta con la de . Sí, sé muy bien que Callas fue totalmente irrepetible e inimitable y nunca lo pondría en duda. Pero también es cierto que he conocido pocas o ninguna voz que, como la de Lisette Oropesa, me trajeran tales reminiscencias de la voz de María Callas, como ocurre en ciertos pasajes de esta Traviata; apreciación subjetiva, pero que no se puede silenciar.
Desde el punto de vista interpretativo, su Violetta no deja nada que desear. La línea de canto es muy pura, el fraseo impecable y adecuado al texto, la dinámica muy cuidadosa y bien dosificada. En el plano expresivo su excelencia no es menor, pues sabe dar a cada frase y al conjunto de su parte el significado y la muy marcada intensidad que libreto y partitura exigen. Como actriz convence igualmente, a lo que contribuye su propio aspecto físico, que otorga una infrecuente verosimilitud a su interpretación. Volviendo a la subjetividad, diré que La Traviata y su personaje protagonista nunca me habían fascinado o conmovido. Ni siquiera cuando estaba en escena una tan enormemente festejada Violetta como la joven Anna de hace dos décadas (recién llegada de su aclamadísimo debut en Salzburgo); y tampoco cuando la protagonista era una de mis sopranos favoritas, como por ejemplo la exquisita . Lo que ni ellas ni ninguna otra consiguieron, lo ha logrado Lisette Oropesa: mi fascinación y entusiasmo por esta ópera y por su personaje.
Del tenor Stephen no puede decirse mucho. Si en el primer acto los tiempos demasiado rápidos pudieron causar tropiezos a Lisette Oropesa, a Stephen Costello lo despeñaron. Por lo demás no es el tipo de tenor que uno esperaría encontrar en un reparto, un teatro y un festival como éstos.
Comienza el primer entreacto. Converso con la pareja que está a mi lado. Son nuevos en la ópera, pero ansiosos por aprender y por ver y oír a Plácido Domingo. Me recuerdan a una pareja que conocí un lustro antes de que comenzara el siglo y que por edad podrían ahora ser los padres de éstos... Me paseo por los salones del teatro, salgo a la escalinata que mira a la plaza, bebo una copa de espumoso. El público posee una elegancia de otros tiempos.
Entre todos sobresale luminosamente una señora de mediana edad. Es delgada, muy alta, rubia. Tiene un porte magnífico que atrae todas las miradas. Su maravilloso vestido de seda, de color bermejo de Holanda, larguísimo y de noble caída, con soberbios apliques de color oro viejo, le otorga una majestad y una muy leve extravagancia que la hacen parecer una hermana solar de la Reina de la Noche. Contempla el cielo, en el que las nubes se disipan dejando pasar el sol de la tarde. Su sonrisa es dulce y perenne. Toda ella es una aparición esplendorosa. Está sola. Nadie renuncia a admirarla discretamente, como rindiéndole homenaje, pero nadie se le acerca. Acaba la pausa, regreso a mi butaca, comienza el segundo acto y aparece Giorgio Germont.
Plácido Domingo ya no es un cantante, es una institución venerable y admirada. Las calumnias anónimas no han hecho mella en la devoción de su público. Su presencia escénica es igual de convincente que en el pasado. Como una noche con la luna asomando fugazmente entre las nubes, su voz se ilumina de vez en cuando con destellos de un viejo esplendor. Su interpretación de Giorgio Germont evidencia un conocimiento profundo de la obra y del personaje. Al lado de Lisette Oropesa, el contraste entre ambos resulta de una casi nunca vista verosimilitud.
El Germont de Domingo no es ni el cínico, ni el fariseo, ni el frívolo, ni el déspota que configuran otros intérpretes, sino un hombre torturado, debatiéndose entre su consciencia y su sumisión al qué dirán, entre una sensatez convencional y una benevolencia reprimida, alguien que no sabe por qué camino deben llevarlo sus buenas intenciones: un anciano frágil, agobiado, contradictorio y algo patético. No son raros en Domingo los excelentes retratos psicológicos del personaje; se diría incluso que la edad y, quién sabe, tal vez las amargas experiencias de los últimos años le permiten entender mejor a la figura, interiorizarla aún más y otorgarle una personalidad propia sin hacer concesiones a los rutinarios enfoques establecidos.
En la segunda pausa fumo un cigarrillo en la escalinata, contemplo la plaza y descubro en el cielo, ya vespertino y diáfano, el finísimo arco de la luna nueva. La señora esplendorosa vuelve a situarse junto a una columna. Dos hombres jóvenes pasan fugazmente a su lado y le dicen algo con gesto casi de vasallaje, a lo que ella responde con una sonrisa, una leve inclinación de cabeza y una o dos palabras. Otra señora, con la misma celeridad y respeto, alaba su vestido. La respuesta es de digno y amable agradecimiento. Y luego nada más, sigue sola, contemplada con admiración, sonriendo y mirando la plaza. Apago mi cigarrillo en un cenicero y emprendo un cauto acercamiento. Le dirijo la palabra. Se inicia una conversación.
La señora no es sólo una mujer de esplendorosa elegancia, también es exquisitamente cortés. Hablamos de ópera, de teatros, de Plácido Domingo, de ballet, de la luna nueva... Suena el timbre anunciando que se reanuda la función. Nos deseamos una agradable velada, le agradezco la conversación y nos despedimos para, seguramente, no volver a vernos jamás. Ha sido una charla que, pese a su fugacidad y su culta trivialidad, encierra altos y casi extintos valores: los de la civilización, lo galante y la cortesía. Mientras regreso a la sala me pregunto el por qué de la actitud de todos los demás, su distante admiración. ¿Y si la señora esplendorosa fuera una celebridad que, en cierto modo, los inhibe? ¿Cómo podría yo saberlo, si ni tengo televisor, ni voy al cine, ni presto atención a las fotos de personajes famosos? Una cosa es segura: su elegancia y sus exquisitas maneras excluyen que sea ministra o diputada.
Es hora de que nos ocupemos brevemente de la puesta en escena de , una labor que tiene ya sus años (se estrenó en 1993). Ni sus incongruencias llegan a deformar a los personajes, ni su falta de musicalidad estorba el canto, ni su aburrida lobreguez y sus tímidas libertades crean confusión argumental. Cumple pues con el mínimo de requisitos exigibles, lo cual paradójicamente es mucho, ya que permite al espectador ver una representación que grosso modo coincide con el contenido del libreto. Por último, nos queda decir que el coro canta estupendamente.
El aplauso final es una apoteosis. El público no quiere irse. Los saludos, las reverencias, los aplausos, los bravos, el telón que se abre y se cierra, el ir y venir de los solistas y la directora... Todo eso forma parte de la esencia de la ópera tanto como la música y la escenificación. Recojo la gabardina en el guardarropas, bajo a platea y me uno a los que desde la primera fila siguen aplaudiendo. Veo a Plácido Domingo y lo recuerdo en aquella función de hace veinte años, de la que ya he hablado. Como dice el tango, veinte años no es nada, fue ayer. Pero ahora Domingo es un venerable y venerado anciano y entonces era apenas dos años mayor que yo ahora. Es decir que dentro de nada, dentro de veinte años yo... Siento un escalofrío. Miro a Lisette Oropesa: la frente amplia, el óvalo del rostro, el sedoso, lacio cabello castaño. Y recuerdo a alguien a quien no veo desde que empezó el siglo, alguien que precisamente hoy, el primer día de julio, cumple años. ¿Cómo es posible que cumpla tantos?
En la plaza, delante del teatro, todo es como siempre después de una función. Pero en la esquina paso frente a un mendigo. En Múnich antes no había mendigos (ni tantos nuevos ricos). Lo dejo atrás y doblo hacia la Residenzstrasse. Hace mucho desaparecieron la tradicional confitería y sus suculentas exquisiteces, la galería que vendía magníficos cuadros antiguos y la que se dedicaba a objetos arqueológicos, y también la librería y la farmacia... Una horda de descamisados llena la calle, algunos gritan como hinchas en un estadio. También esto es nuevo. Todo pasa. Como diría Horacio fugaces labuntur anni... Pero la ópera todavía resiste, signo de que cierta vieja forma de civilización todavía no ha muerto del todo.
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