Suiza
Aplausos correspondidos y por corresponder
Alfredo López-Vivié Palencia
Programa festivalero donde
los haya el que Klaus Mäkelä y la Filarmónica de Oslo presentan esta noche. Y
encima con la presencia de la pianista china Yuja Wang (Pekín, 1987), una de
las estrellas más rutilantes de su instrumento en el panorama actual. No es de
extrañar que se vendieran incluso las localidades situadas tras la orquesta,
circunstancia poco frecuente en el Festival de Lucerna, y la sala se llenó
hasta la bandera. Ahora bien, en mi opinión el resultado artístico del
concierto fue desigual, yendo de menos a más.
Seguramente eclipsada por el
éxito de Romeo y Julieta, La Tempestad de
Chaikovski apenas se interpreta (Claudio Abbado le tenía especial cariño). Lo
cual es inexplicable, porque similitudes aparte (fuente literaria, duración y
estructura de las piezas) esta obra es tan buena como la otra. Aunque nadie lo
diría si la hubiera escuchado en la versión que hoy ofreció Mäkelä. Creo que
estaba poco ensayada, porque la orquesta no sonó ni de lejos tan bien como
anoche: desde el comienzo con el mar en calma (falta de concordancia en la
ondulación de las cuerdas, las trompas titubeantes), hasta los momentos
tormentosos (hubo ruido, claro que sí, pero aquello no sonaba empastado); se
salvó el tema de amor, bien cantado por los violonchelos.
¿Cuántos de ustedes han
escuchado en vivo el Concierto para la mano
izquierda de Ravel? Servidor nunca hasta esta noche. Y dudo que lo pueda
escuchar mejor servido, al menos en lo que a la parte solista se refiere. Tan
increíble es el mérito del autor para escribirlo (aunque al bueno de Paul
Wittgenstein nunca le convenció del todo), como el del pianista que se atreva
con él. Como de costumbre con Yuja Wang, lo primero que debe hacer uno es
olvidar su atuendo (aquello parecía el “Concierto para la mano izquierda y la
pierna derecha”), y centrarse en su toque todopoderoso.
La introducción orquestal (a
mí me resulta una mezcla entre el Preludio de Siegfried y el Preludio del Rheingold)
salió lastimosa, con un contrafagot al que le costó encontrar la afinación,
aunque poco a poco Mäkelä consiguió un potente crescendo de la orquesta. Y
ahí entró Wang, en la parte más oscura de su instrumento y con una fuerza que
quitaba el hipo. Al final, esta pieza tiene poco de concertante y mucho de
soledad pianística (y orquestal), como el intermedio jazzístico -que Wang
despachó sin demasiada cintura-, o esa enorme cadencia que sólo se puede creer
si se ve y se escucha en directo como la tocó Wang, con ese sonido seguro, amplísimo
y con un virtuosismo al alcance de pocos. Mäkelä -algunas imprecisiones en la
percusión aparte- fue encontrando el tono y respondió con valentía al desafío
del piano, y entre ambos atinaron con el carácter contundente de la obra.
Compuesto al alimón con el
anterior, el Concierto en Sol no
podía ser más distinto. Aquí todo es luminosidad y transparencia. Y aquí Mäkelä
sí acertó plenamente, de principio a fin, con una orquesta atenta al detalle
procedente de la solista y del director. Es más, Mäkelä demostró tener más
flexibilidad que Wang para jugar con todos los guiños estilísticos de la obra,
particularmente en los movimientos extremos, que Wang tocó impecablemente pero
con un sonido algo monótono. Otro cantar fue el hermosísimo Adagio: Wang no se
solazó en ninguna ensoñación, aunque tampoco fue necesario gracias a su toque
delicado -qué pianísimos- y un fraseo imaginativo sólo en determinados momentos
clave -qué inteligencia-, incluso cuando el protagonismo se lo lleva el corno
inglés.
Ahora toca hacer un
paréntesis de quince minutos. De reloj. Los cinco primeros, para referir la
ovación de un público enfervorecido mientras solista y director salían a
saludar varias veces, hasta que en la última salió sólo Wang, se acercó al
piano, volvió a saludar… y se marchó. Los cinco siguientes, para continuar con
los aplausos del respetable, que no se resistía a que Wang les dejara sin
propina, aunque ella ya no volvió a asomar la nariz por el escenario. Y los
cinco últimos, para que los utilleros de la orquesta recibiesen un abucheo que
no era para ellos mientras retiraban el instrumento y reubicaban atriles y
asientos de los músicos.
La versión que dio Mäkelä de El poema del éxtasis fue sencillamente
apabullante. Contrariamente a lo que sucedió al principio del concierto, esto
sí estaba trabajado hasta la última coma. Ante una orquesta que la partitura
requiere “au grand complet”, Mäkelä se mostró con las ideas claras, seguro de
lo que quería y de cómo obtenerlo, y con el aplomo necesario para enfrentarse a
semejante monstruo. Hubo, aquí sí, ensoñación en el arranque de la pieza
(suaves la madera y el metal); hubo tensión extrema en esos pasajes que llevan
al paroxismo suspendido mientras la trompeta una y otra vez vuelve a su tema
lleno de ansiedad (bravo por el solista Brynjar Kolbergsrud); y hubo maestría
en el manejo del crescendo interminablemente expansivo que conduce a la pausa
antes de llegar a una conclusión que Mäkelä edificó desde dentro, con un sonido
denso y potente.
“Eine leise Zugabe” (una
propina tranquila), anunció Mäkelä para corresponder la ovación del público. Y
tranquila fue, desde luego, y también extensa y cargada de poesía: El Cisne de
Tuonela (con mis felicitaciones al corno inglés Min Hua Chiu).
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