Francia
“Povera gente”
Jorge Binaghi

En vez de insistir en el ‘canon’ pucciniano más popular
(y con más riesgos de no quedar dignamente servido en una fecha como el
centenario de la muerte del autor) hay teatros más inteligentes que se dedican
a creaciones menos ‘prestigiosas’ o que sólo han entrado a medias en el
repertorio habitual de títulos operísticos. Este, el primero de Puccini escrito
especialmente para los Estados Unidos y en particular para el Met neoyorquino, aunque se trate del tema de la fiebre del Oro y bien lejos de la orgullosa
ciudad del Este, tuvo éxito en su estreno pero no siempre fue bien recibido en
Italia y otros sitios pese (o debido a) a sus muchas peculiaridades. No sólo debido a su interés por los temas folclóricos, que luego reelaboraría a su gusto, sino
por sus innovaciones en la orquestación (que le valió la indignación de algunos
franceses por haberse atrevido con ‘su’ Debussy -al que criticaron cuanto
pudieron), por su insistencia (véase la complicada gestación del libreto, de lo
que no podemos ocuparnos ahora) en la brevedad y la dramaticidad.
Correspondientemente hay aquí una sola aria propiamente dicha (y corta, la
célebre ‘Ch’ella mi creda’ del tenor en el último acto porque las consideradas
tales son prácticamente ariosos, como la única del sheriff Rance ‘Minnie, dalla
mia casa’ y las dos de la protagonista en el primer acto, ‘Laggiù nel Soledad’
y ‘Povera gente’).
He acudido a las palabras iniciales de esta última porque
si bien se ocupa de personas sin importancia (buscadore de oro poco afortunados
y aquejados de melancolías y dolores diversos) su personaje femenino es el más
fuerte de todos (después de la accidentada carrera de Butterfly se encontraba poco inclinado a repetir el modelo) y el
que toma las situaciones en mano y las resuelve, al punto de que el final
‘feliz’ (y esta sí es una gran novedad en Puccini) depende tan sólo de su
intervención.
Para decirlo con palabras más importantes que las mías ‘Como
Tosca, La fanciulla del West es una
ópera de acción, pero construida en proporciones mucho más amplias, más rica en
acontecimientos y el ritmo es más rápido’. (Julian Budden, Puccini, cap.9, pág. 346, trad. italiana de G. Biagi Ravenni, 12ª.
reedición, 2021). Tal vez en eso resida su creciente éxito en los últimos
tiempos.
Pero aunque menos conocida no se puede hacer impunemente
una versión ‘más’, cuando el autor tuvo para el estreno la batuta de Toscanini
y las voces de Destinn, Caruso, y Amato. Y pese al tema, la vocalidad es
italianísima aunque la protagonista ha atraído, como Turandot, a voces
‘wagnerianas’ tipo Nilsson y Jones (que de todos modos sabían qué hacer) o una
americana como Steber (de canto italiano como la que más). Y por supuesto la
última ‘grande’ que le dedicó atención en su carrera fue la Tebaldi.
Lyon, cuyo festival de primavera de este año versó sobre
las barajas en la ópera, incluyó esta fanciulla
(la partida de póker del segundo acto es el momento más tenso y excitante de
toda la obra) junto a un título tan diferente como La dama de picas.
Primer detalle positivo: localidades agotadas y presencia
importante de gente joven (sin recurrir a ‘estrellas’, sin falsos modernismos).
La puesta en escena de Gürbaca, de quien me temía lo peor recordando cierto Macbeth vienés que tuvo que ser cambiado
a la siguiente reposición del título por el rechazo que había generado,
funciona desde el punto de vista teatral y de la caracterización de los
personajes, aunque no todos hayan respondido en igual forma.
Que los decorados (especialmente el del segundo acto)
sean más o menos desafortunados y feos, y que los trajes de la protagonista (en
el primer acto ni en los primeros momentos del color en el cine se habrían
atrevido con ese dorado de pies a cabeza; en el segundo un pijama que pedía la
presencia del Topo Gigio) causen más bien hilaridad (sólo el del tercero es
aproximadamente normal) no son problemas ‘teatrales’ más que en el sentido de
que molestan sin necesidad.
Más importante, la dirección de Rustioni (sobre el que
otras veces he expresado reservas) fue enérgica y teatral, pero pocas veces
‘visceral’ en el mal sentido del término, por lo que nunca puso en peligro a
los cantantes sin renunciar a la expansión de la orquesta que, insisto, aquí
exhibe una complejidad creciente. Tuvo nervio y ritmo, pero permitió las
expansiones más líricas como en el canto de los mineros (excelente el coro y
los solistas del mismo que tomaron parte en algunos papeles menores). La orquesta
estuvo pletórica.
Pero ningún título de Puccini puede considerarse
completamente cumplido sin una labor positiva de los cantantes. Aquí, además,
los roles pequeños abundan, pero no son fáciles.
Como no es cuestión de mencionarlos a todos en un
catálogo destacaré al otro personaje femenino, la india Wowkle (me pregunto si
en el Met se volverán a atrever con esta ópera o lo harán pidiendo disculpas
entre hipócritas e idiotas como vienen haciendo casi sistemáticamente) de la
simpática y presente Thandiswa Mpongwana. Entre los masculinos, el Nick
perfectamente caracterizado en todos los aspectos por Robert Lewis, el Sonora
de Allen Boxer y la -al parecer bellísima, pero la parte es corta- voz de Pawel
Trojak en Jack Wallace. Pero todos los otros cumplieron con creces sus
respectivos cometidos.
Sgura parece tener una especial afinidad con Rance: no
exageró sus aristas negativas, sino que propuso un personaje más matizado y
bien cantado con mucha presencia escénica.
Esta última quizá faltó un poco a Massi, que es una voz
importante a la que hay que prestar atención. Buena extensión (un agudo a veces
algo abierto que tendría que terminar de pulir), buen color, buena planta. El
fraseo no siempre fue variado y en este aspecto resultó el menos interesante
del trío protagonista, pero con cualidades que ya quisieran para sí algunos
nombres que hoy pasan por la ‘crema’ de su cuerda.
Y estaba la Minnie de Isotton. Una creación notable
empezando por los medios vocales, generosos, de cantante destinada al
repertorio 'spinto’ pero que no fuerza jamás (y la parte por momentos podría
incluso pedirlo), presenta un color homogéneo en todos los registros, una
considerable extensión, una articulación clarísima y una forma de decir que
valoró cada palabra y cada gesto y se permitió un enfoque algo distinto del más
común. Fue realmente una ‘fanciulla’ por la simpatía, la falta de empaque -que no
de seriedad)-, la naturalidad en las reacciones (pocas se han quejado tan bien
de la tortura de los zapatos en el segundo acto) y su consecuente negativa a
exagerar en los momentos más dramáticos. Hace su carrera lejos de los
reflectores de la publicidad -engañosa o no- y ojalá la pueda gestionar por
mucho tiempo de la misma tranquila manera.
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