Libros y Partituras

Romanticismo musical en la catedral de Burgos

José López-Calo (1922-2020)
miércoles, 14 de mayo de 2003
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José López-Calo: 'La música en la Catedral de Burgos. Vol. XIII. Música (IV). Siglo XIX (I)', Burgos: Cajacírculo, 2003. Un volumen de 170x240 mm. y 573 páginas (550 de partituras). ISBN 84-89805-10-5
0,0006948 Nota del editor: Acaba de aparecer el décimotercer volumen de la serie La música en la catedral de Burgos, un ambicioso proyecto editorial nacido en 1995 como extensión del convenio que el año anterior habían firmado la Caja de Ahorros y Monte de Piedad del Círculo Católico de Obreros (actual Cajacírculo) firmó un convenio con el Cabildo de la catedral de Burgos para subvencionar un programa cuatrienal de catalogación e informatización del archivo capitular de la catedral. Como no podía ser de otra manera, se encargó al Profesor Doctor Padre José López-Calo, S.J., la realización del catálogo del archivo musical de la catedral y la edición de la documentación musical del mismo y una amplia antología de obras musicales del archivo catedralicio.Reproducimos a continuación la Introducción de López-Calo a este primer volumen dedicado a las obras de Plácido García Argudo y Francisco González Reyero, al servicio de la capilla de la catedral burgalesa entre 1798-1831 y 1831-1861 respectivamente, una época marcada por las guerras hispano-francesas y civiles y las convulsiones sociales que produjeron profundos e irreversibles cambios en la estructura y funcionamiento de las catedrales españolas.1. El siglo XIX Hasta hace unos pocos años, el Prof. Emilio Casares repetía con frecuencia que la música del siglo XIX español era la menos conocida de toda nuestra historia. En cierta medida no le faltaba razón. De todas formas, para la música profana hoy ya no es así, gracias precisamente al enorme esfuerzo que el propio Prof. Casares ha hecho con sus numerosas publicaciones desde el ICCMU (Instituto de las Ciencias Musicales, de la Universidad Complutense de Madrid), que él dirige. No así para la música religiosa, que sigue siendo la gran desconocida de nuestra historia musical. Más aún: no es exageración afirmar que no sólo no es bien conocida, sino que es la gran denostada, desde que para Pedrell y el Padre Otaño, en las postrimerías del mismo siglo XIX y en los primeros decenios del XX, constituyera, la música del siglo XIX, o, para ser más precisos, la de Hilarión Eslava y sus seguidores, de la segunda mitad de aquel siglo, el gran enemigo a batir, en favor de la reforma que ellos con tanto fervor predicaban. De nuevo hay que decir que no les faltaba razón a esos dos grandes adalides de la reforma de la música sagrada en España, pero, de nuevo también, y como sucedía al Prof. Casares en su aserto, tan sólo “en cierta medida”, no en modo absoluto. Que la música religiosa del siglo XIX estaba inficionada con elementos de la profana, en particular de la ópera italiana, es evidente; pero no toda, ni mucho menos; y, desde luego, no más que lo había estado la de otros siglos anteriores, o al menos alguna de la de los siglos anteriores. Lo que sucedía era que, por ejemplo, determinados villancicos, y otros géneros similares, del siglo XVII, y aun del XVIII, que adolecían de las mismas taras, cuando no de otras todavía mayores, quedaban demasiado alejados para Pedrell y el Padre Otaño, y a lo mejor ni siquiera los conocían; mientras que Eslava y los demás compositores de la segunda mitad del siglo XIX sí que les eran bien conocidos, al menos relativamente, pues a veces, leyendo sus escritos, se saca la impresión de que en no pocos casos hablaban “de oídas”. Es claro, pues, que tenían razón, pero sólo “en parte”; y esta limitación no se debe entender solamente desde el punto de vista que se acaba de mencionar, sino por otro capítulo: porque esos dos grandes apóstoles de la música sagrada en España, llevados de su celo, y sobre todo de su carácter, pues ambos, sobre todo Pedrell, eran muy apasionados y tendían a exagerar sus puntos de vista, fueron demasiado radicales en sus apreciaciones y en sus expresiones. Por añadidura, el Padre Otaño, que consideraba a Pedrell como su gran maestro, tuvo a su disposición un medio eficacísimo para difundir sus ideas: la revista Música Sacro Hispana, que él había fundado en 1907 y que tuvo una enorme difusión en todos los ambientes eclesiástico-musicales; además el gran jesuita profundizó más y más en los grandes principios pedrellianos de reforma de la música sagrada y, ayudado de su extraordinaria inteligencia y de un estilo literario sumamente expresivo, ágil y bello, transmitió sus filias y fobias a todos los que en España se interesaban por la música sagrada, que eran muchos, en todas las regiones, ciudades y hasta pueblos y aldeas. Todo eso fue así, y forma parte de la historia, de la evolución histórica. Como tal debe aceptarse y juzgarse. Pero lo que no parece tan aceptable ni justificable es que hoy, después de casi ochenta años de la muerte de Pedrell y de casi cincuenta de la del Padre Otaño, cuando ya se conoce mucha más, muchísima más, música religiosa española de los siglos pretéritos, e incluso cuando tanto han cambiado los criterios respecto de la música religiosa, y hasta la música religiosa misma, se sigan repitiendo aquellos criterios, que parece que deberían depurarse no poco para dejarlos en una posición que parece sería más justa, desde todos los puntos de vista. La realidad es que, a mi juicio, el siglo XIX produjo mucha música religiosa buena, y aun muy buena y aceptable, míresela por donde se la mire, también desde el punto de vista litúrgico. No es, ciertamente, al menos en una gran parte, una música religiosa según los principios establecidos por el Papa San Pío X en su motu proprio, que marcó el comienzo de la gran reforma de la música religiosa a comienzos del siglo XX. Pero es que yo creo que, aun admitiendo, como ciertamente admito, y siempre he defendido, incluso con graves consecuencias personales, la total validez de aquellos principios para lo que podríamos llamar la música sagrada ideal, pienso que hay, además, otra música religiosa que también es perfectamente aceptable, que puede incluso producir los efectos más benéficos en las almas, desde el más puro y auténtico espíritu religioso, del que, desde luego, yo, sacerdote que he luchado toda mi vida en favor de la mejor música religiosa, no voy a renegar, ni ahora ni nunca.2. El siglo XIX en la catedral de Burgos Hay, pues, creo, en el siglo XIX mucha música religiosa buena, digna de ser conocida. Aunque no fuera más que porque ese siglo fue el que acabó definitivamente con los villancicos aquellos del siglo XVIII, con aquellas cantatas, integradas por insulsos “recitados”, literalmente tomados de la ópera italiana, seguidos de las aparatosas “arias”, igualmente imitaciones, y bien fieles, de las de las óperas del momento, y sustituyó unos y otras por los responsorios litúrgicos y sobre todo por los motetes al Santísimo. Sólo por eso merecería el siglo XIX un trato bien distinto del que tradicionalmente recibe. La catedral de Burgos, lejos de ser una excepción a esta regla, es una de las que pueden servir de modelo o de ejemplo de esta realidad. Porque si de los siglos anteriores conserva esta catedral ejemplares tan magníficos como los que quedan publicados en los tres volúmenes precedentes, en el XIX se superó a sí misma y produjo un muy alto número de composiciones, muchas de las cuales son de una notable calidad. De tal manera, que aun prescindiendo de que ya el último maestro del siglo XVIII, Gregorio Yudego, presentado en el volumen anterior, haya vivido hasta 1824 —pero ya queda dicho allí que su producción pertenece al siglo XVIII, y no sólo estilísticamente, sino también porque después de hacia 1810 compuso muy poco, por motivos de salud—, la cantidad y calidad de esa música conservada del siglo XIX hace que sea necesario dedicarle dos volúmenes: el presente, integrado por dos maestros, que cubren más de cincuenta años del siglo, y el siguiente por otro maestro, Enrique Barrera, que llena, él solo, la segunda mitad, y aun se extiende al siglo XX, y que completaremos con algunas composiciones representativas de lo que fue la música en Burgos desde finales del siglo XIX hasta el XX, en que la producción musical bajó espectacularmente en cantidad.3. Los compositores Dos, pues, son los compositores representados en este volumen: Plácido García y Francisco Reyero. Sus biografías quedaron ya resumidas, respectivamente, en las páginas 212ss y 249ss del vol. I. Aquí presentaré tan sólo, y de modo esqumático, sus datos esenciales. Parece que Plácido García Argudo era natural de Zaragoza, en cuya catedral fue discípulo del Españoleto, pues la primera noticia que por el momento se conoce de él es una carta del propio Españoleto, de 1798, recomendándolo al Cabildo de Burgos para suceder, como organista, a José López Jordán; de hecho, el acta capitular de Burgos del 23 de octubre del mismo año, al referir los nombres y ocupaciones de los opositores, dice que Plácido García era “de la metropolitana del Salvador de Zaragoza”. Fue elegido organista de Burgos ese 23 de octubre de 1798, por una aplastante mayoría sobre su coopositor Manuel Pascual: de 32 capitulares votantes tuvo 31 votos, consiguiendo el otro opositor sólo uno. En 1809 el Cabildo de Zaragoza le ofreció la sucesión de su maestro, el Españoleto, que había muerto heroicamente de peste sirviendo a los heridos del Sitio de Zaragoza; pero el de Burgos le ofreció un sustancioso aumento de sueldo, por lo que siguió en esta catedral. Unos años después sucedió, lejos de Burgos, una cosa importante, que demuestra la fama que tenía Plácido García en toda España: en 1822 murió el maestro de capilla de la catedral de Santiago Melchor López Jiménez; hubo oposiciones, se presentaron varios maestros, entre los que se contaban algunos de los más renombrados de España, incluidos Ramón Cuéllar, Francisco Reyero, José Pacheco y José Ángel Martinchique; pero el Cabildo, por varias razones, no se decidió a proveer el magisterio en ninguno de ellos y se lo ofreció a Plácido García - que no había aspirado a él, al menos de forma oficial. Entonces García, que ya había pedido al Cabildo de Burgos la sucesión de Gregorio Yudego, insistió en su pretensión y, finalmente, el 3 de febrero de 1825 fue nombrado maestro, tomando posesión de la plaza —que llevaba consigo el título de canónigo— aquel mismo día. Pero era ya casi un anciano, para lo que entonces se estilaba, por lo que el 10 de junio de 1829 pidió la jubilación, a la que tenía derecho, según los estatutos de la catedral, que la preveían para cualquier beneficiado que llevase más de treinta años de servicio ininterrumpido en la catedral. No consta que el Cabildo reaccionara, por lo que siguió desempeñando el magisterio. Pero en octubre de 1831 insistió, y, finalmente, el 23 del mismo mes y año le fue concedida. Para entonces estaba muy mal de salud, de modo que llevaba ya tiempo pidiendo frecuentes licencias por enfermo. Murió en Burgos en la noche entre el 13 y el 14 de julio de 1832. Francisco González Reyero era natural de León, en cuya parroquia de San Martín fue bautizado el 15 de junio de 1784. Los documentos originales que se refieren a él suelen omitir el primer apellido. También él solía firmarse, simplemente, Francisco Reyero. Fue primero músico en la catedral de su ciudad natal, sin que, de los documentos hasta ahora publicados, se deduzca con precisión cuál era su cargo allí. El 27 de octubre de 1813 ganó, por oposición, la plaza de maestro de capilla de la catedral de Zamora, y en ella permaneció hasta que, el 3 de junio de 1818, obtuvo, también por oposición, la de la catedral de Lugo, que llevaba anejo un canonicato. En Lugo tuvo problemas con el Cabildo, por lo que intentó irse: primero a Santiago (1824), sin lograr la plaza, y luego a Burgos, donde, en competencia con otros siete maestros, algunos de los cuales eran de los más eminentes de España, consiguió, y con una amplia mayoría de votos (20, de 31 capitulares votantes), el magisterio. Siguió en Burgos hasta su muerte, acaecida el 8 de julio de 1866. Pero llevaba mucho tiempo enfermo, hasta el punto de que desde 1861 le sustituyó su discípulo Agapito Sancho. Fue un gran maestro, dejando numerosas y muy valiosas obras, y un crecido número de discípulos, entre los que se cuentan compositores tan importantes como Agapito Sancho, Evaristo García Torres y Wenceslao Fernández. Él mismo era consciente del significado de sus obras, como lo demuestra esta frase de su testamento: “Siendo bastante numerosas las obras de música de mi pertenencia, y habiendo entre ellas algunas, que también son mías [se refiere a las partituras originales, y quizá también a las partichelas], que han tenido y tienen uso en la capilla de esta santa iglesia, quiero que mis herederos se valgan de alguno de mis adelantados discípulos para que las separen de mis obras y las coloquen en el archivo de música de dicha iglesia para que puedan servir al mejor culto de Dios”.4. Las obras del presente volumen. Criterios de selección y edición Como en los volúmenes anteriores, más que reunir composiciones dispersas, he procurado escoger aquellas formas musicales que me parecieron más significativas de lo que era la música en una catedral española, en concreto en la de Burgos, en la primera mitad del siglo XIX, pues aunque Reyero alcanzó a vivir hasta 1866, ya queda dicho que los últimos años tuvo graves problemas de salud, por lo que tuvo que ser sustituido en sus actividades de maestro. Entre las obras escogidas hay una misa, la segunda que se publica, después de la de Jalón en el volumen del siglo XVII. No presenté otras a causa de la extensión de esta forma musical. Pero me pareció que una, además de la de Jalón, debía incluirse, pues no en vano era casi la forma musical más importante, como más importante era, en la liturgia, la ceremonia de la misa. Igualmente incluyo un Magníficat, obra también extensa, pero también forma musical muy importante. Esa misa que hoy se publica tiene un significado muy grande en el contexto que hace un momento comentaba de lo que en realidad fue la música del siglo XIX; es decir, desde el punto de vista de la liturgicidad. Porque es claro que hay un abismo de diferencia entre esta misa y otras muchas del siglo XVIII —y también del XIX, por supuesto—. En efecto: muchas de esas misas incluyen orquesta completa, grandes solos, etc. En cambio, ésta —y otras muchas del siglo XIX— ya se ve que está compuesta en un estilo totalmente distinto; y no me refiero solamente al hecho de que el acompañamiento es sólo para el órgano, y no para la orquesta, sino que la diferencia es más profunda: es, en la práctica, tan litúrgica, casi se podría decir que tan conforme con el motu proprio, como cualquiera de las de Perosi o Ravanello o tantas otras compuestas después del famoso documento pontificio. Constituye, en definitiva, un ejemplo más del hecho, desconocido para la mayoría de los que se interesan por estos temas, pero realísimo, de que el “Cecilianismo” comenzó en España mucho antes de lo que habitualmente se dice y se cree. Mencionaba hace un momento que uno de los méritos mayores del siglo XIX fue el de haber acabado, definitivamente, con los clásicos “villancicos” de Navidad y Corpus, que en el siglo XVIII adoptaban frecuentemente la forma de “cantata”, o “cantada”, en clara imitacion de las “cantatas” italianas del mismo siglo, es decir, una sucesión de recitados y arias, en contraposición a la forma clásica del villancico, que constaba, como norma general, de introducción, coplas y estribillo, o repetición de toda la introducción o una parte de ella. De todo ello se habló ya en la introducción al volumen anterior, donde quedan publicados varios de estos villancicos y de los responsorios de Navidad que los sustituyeron. Para la otra festividad en que se usaban los villancicos, la del Corpus y su procesión, los villancicos fueron sustituidos por motetes litúrgicos en latín. Éstos son muy numerosos en el siglo XIX, en todas las catedrales, y adoptan muy diversas formas. Fueron muchos los maestros españoles que compusieron series, más o menos numerosas, de estos motetes al Santísimo; también Plácido García tiene una, de seis motetes. Insisto en que adoptan las más diversas formas: a voces solas o con simple acompañamiento de contrabajo o de órgano; para una sola voz, o para dos solistas; para cuarteto o para seis u ocho voces, con o sin orquesta ... Aquí presentamos unos ejemplos de esta forma, de los dos maestros a los que está dedicado este volumen. Las otras composiciones que hoy se publican no necesitan explicación particular, pues están en la misma línea editorial de las de los volúmenes precedentes. Una última nota sobre los criterios de edición. Es frecuente ver, en publicaciones similares a ésta, y tratándose de obras del siglo XIX, que el que las publica añada “Transcripción de...” A mí eso me parece innecesario e injustificado: la notación musical en el siglo XIX era exactamente la misma de hoy, como iguales a los respectivos modernos eran los compases y signos de las notas y silencios, así como sus valores. Por tanto, no hay que transcribir nada; simplemente, se copia. Cierto, hay algunos detalles mínimos que suplir, erratas que corregir, etc. Pero se trata de cosas tan sin importancia, que decir que se hace una “transcripción” de esa música me parece una presunción poco digna. Ni siquiera existen ya las claves altas, ni los signos de compás antiguos, ni nada que se parezca a la notación de los siglos XVI y XVII, en que sí había que hacer un trabajo de transcripción —y nada fácil, por cierto, como queda dicho en las respectivas introducciones, sobre todo en la del volumen XI— que implicaba no poca responsabilidad y decisión personal entre los varios criterios de transcripción posibles. Reproduzco, pues, la música tal como se encuentra en los materiales originales, tanto por lo que se refiere a los signos de compases como a las figuras de las notas, etc. Por ello también, como en el volumen del siglo XVIII, no se incluyen los íncipits musicales en las notas introductorias a cada composición, ni otros particulares semejantes.
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