Austria
La pesadilla del poder y el crimen: Macbeth en Salzburgo
Agustín Blanco Bazán
Fundamental para entender esta compleja y memorable producción es aceptar una propuesta todavía resistida por muchos tradicionalistas, a saber: un escenario puede no sólo reproducir un naturalismo de grabado antiguo; también puede ser un espacio donde nuestros sueños, confusos y arbitrariamente asociados con asfixiantes interposiciones de tiempo y espacio, son expuestos en busca de sentido. Frente a este tipo de psicodrama, la escena deja de ser reproducción de instrucciones históricas para transformarse en un aquí y ahora.
Cuando nos enfrentamos a mitos
teatrales, la ficción desaparece para confrontarnos con la “realidad” de
nuestra psique, que se burla de cualquier racionalización haciendo saltar
nuestra mente de un lado al otro. En el género operístico la confusión
(literalmente, “con fusión”) es mayor que en el teatro hablado por lo
estereotipado de una expresión alimentada por una impostación de voz artificial
y extrema en sus recorridos del grave al agudo y un comentario orquestal
constante que reafirma o se opone a lo que los cantantes nos están proclamando.
Y nada como un Macbeth verdiano para
sacudirnos con los extremos de maldad y sufrimiento, en este caso hábilmente
manipulados por Krzysztof Warlikowski.
La actualidad de esta saga de crimen y castigo es aquí prolijamente desarrollada por una regie de personas vestidas como usted y yo, y una “realeza” de hampones fastuosamente enlutados para una ceremonia fúnebre con pajes que acarrean el sarcófago del rey Duncan a su catafalco. Como en Los Soprano, esta fastuosidad alterna con asesinos de impermeable, anteojos oscuros y sombrero que despacharán a Banco y asistirán a los usurpadores hasta el final.
El mérito del cuadro escénico es el de ser tan confuso como nuestras pesadillas. Lady Macbeth espera ser admitida por su ginecólogo en un larguísimo banco que nuestra psique asociará con uno de esos de espera de cualquier estación de ferrocarril. Y mientras unas brujas ciegas entretienen a Macbeth y Banco en una especie de café de mala muerte, Lady Macbeth recibe con contenido dolor la noticia de su esterilidad.
Pero ha llegado la carta que le permitirá sublimar su frustración en un poder implacable, particularmente frente a esos niños que ella ve tan peligrosos como sus padres. Después de abrazarse al féretro de Duncan en un hipócritamente risueño ataque de dolor, nuestra anti-heroína canta su brindis como una estrella de comedia musical al tope de una entusiasta tribuna durante una fiesta de fin de año dedicada a gozosos parvulillos, entre ellos un hijo de los Macduff a quién Macbeth regalará una raqueta de tenis antes de que en el acto siguiente nos enteremos que lo ha hecho matar.
Pero, ¿donde tiene lugar este Macbeth?, se preguntaron algunos espectadores. ¡Pues en ningún lado y en todos, como en nuestras pesadillas! O, mejor dicho, en el escenario que, en este caso, evita la distracción de esoceses de falda y espada para encararnos con la realidad cotidiana del poder y el crimen. Durante el coro “Patria opressa!” un vídeo hace alusión al asesinato de los hijos de Macduff con un fragmento de la matanza de los inocentes del Evangelio según Mateo de Passolini. Y mientras tanto en la tribuna del fondo, una esposa y madre envenena a varios niños con un milkshake que también ella terminará tomando. ¿Magda Goebbels con sus hijos?
La regie de Warlikowski fue correspondida con la vibrante e inspirada dirección orquestal de Philippe Jordan. Los tiempos fueron rápidos, pero no indebidamente apresurados, y ello permitió a la Filarmónica de Viena cincelar cada detalle orquestal con insuperable riqueza cromática. Rubatos, acelerandos, pausas y diferenciación de voces instrumentales en los concertantes convirtieron esta versión en un arrebato similar al de la escena; y la masa coral fue proyectada con similar excelencia de claridad y color.
Asmik Gregorian, una soprano de extraordinaria versatilidad canora y actoral, convenció como una Lady Macbeth manipuladora y escalofriante en un cinismo al comienzo muy al estilo de la hipocresía buñuelesca de El discreto encanto de la burguesía. En otras palabras: una asesina que jamás deja de manipular como una gran dama siempre preocupada por vestir correctamente para cada ocasión, y en privado con una ansiedad feroz y sin límites. El programa de mano advierte que en escena se fumaba realmente, y … ¡así apareció esta Lady, consumiendo nerviosamente su cigarrillo mientras cantaba tratando de estabilizar a su marido luego del asesinato de Duncan.
El descenso a la locura, interpretado aquí como la caída en el alcoholismo fue magistral precisamente por la perdida progresiva de control hasta una escena del sonambulismo interpretada como la confesión más natural del mundo, sin dramatismo, con convicción, y sólo lastimera en su impotencia para quitarse la sangre que cree ver en sus manos. Grigorian culminó esta escena con un timbre luminosamente lírico y de intenso mordente, con un agudo que emitió sin filar ni apianar, sino en mezzo-forte y a plena voz, apoyado en un fiato de suprema seguridad.
Como frecuentemente ocurre, fue Lady Macbeth la que se impuso a este marido siempre ansioso e indeciso hasta la escena final. Pero en esta última es Macbeth quién termina imponiendo su protagonismo, y Vladislav Sulimsky, un inválido de uniforme militar y en silla de ruedas, alcanzó las alturas de Grigorian. En su desafío inicial a los “pérfidos” que se apresta a combatir, este Macbeth trata de abandonar su silla para caer junto a ella. Luego que su valet desistiera de levantarlo con una mirada burlona, Sulimisky cantó un “Pietà, rispetto, onore” inolvidable por su calidez de timbre, impostación de legato y solidez de squillo.
¡Y qué actuación! Primero trata de apoyarse en su elusiva silla móbil, a la cual propina un puñetazo al aludir por primera vez a la “bestemmia,” esa maldición que debe aceptar como destino final. Y durante la bellísima melodía siguiente (¿tal vez lo más bello que jamás escribió Verdi?) se arrastra hacia una expirante Lady Macbeth para tomarle su mano ensangrentada.
Jonathan Tetelman recibió el aplauso final con gesto de triunfador deportivo. No es para menos, porque todos ya lo ven como el sucesor de Kaufmann y lo cierto es que aquí cantó el aria de Macduff con excelente fraseo, sólida densidad de apoyo y cómodo pasaje del registro medio al agudo. La densidad fue más liviana en el caso del Banco de Tareq Nazmi, que de todas maneras compensó este problema con buen color y una expresiva línea de canto.
Muda, pero esencial para hilar el Destino que es finalmente el protagonista de la obra, fue una viejecilla de blusa roja y pelo blanco elegantemente peinado que ya vemos entre las brujas en la primera escena. Constantemente sobria y en segundo plano, la anciana reaparece como ayudante de cámara de esa Lady Macbeth siempre preocupada por cambiarse de joyas y vestuarios para no desentonar con sus cortesanos. Es la misma viejecilla quien, discretamente, aparta al hijo de Banco mientras asesinan a este y que en el desastroso final de la fiesta trae la bandeja con el plato principal: un niño asado que descubre cuando saca la campana. Otro hilo del destino es el prolongado cable de la lámpara que, en lugar de la vela habitual, Lady Macbeth usa durante la escena del sonambulismo. Es el cable con el cual ella y su marido serán atados para recibir el escarnio de los triunfadores.
Por favor, no dejen de ver en la tele o la computadora esta versión de Macbeth porque ¿para qué tanto Netflix, o Amazon Prime, si Arte les ofrece, como el niño en la bandeja, esta perturbadora producción de Salzburgo? Es así que podrán ver a los Macbeth atados a una silla, ella tan desafiante como Elena Ceaucescu, con una mano insistiendo en calmar a su tembloroso marido mientras lanza una socarrona mirada a Macduff, como diciendo: “¡no pude tener hijos pero te maté los tuyos!”
Hacia el final una muchedumbre vengadora se abalanza sobre los dos tiranos como si se hubieran decidido a acabar con ellos, pero no los vemos morir, porque, siento decirles, esta producción parece adherirse al concepto de acuerdo en el cual los mitos teatrales no mueren. El de estos dos villanos que se eterniza en las creencias de los espectadores y también fuera del teatro, en este caso en las ambiciones, guerras y asesinatos que parecen haber vuelto a ser moneda corriente en todos lados. ¡Tal vez habrá que pedir ayuda al mito de Romeo y Julieta! Mientras tanto, es gracias a producciones como esta que podemos revalorar la grandeza de Verdi. Una grandeza también incomparable su capacidad de musicalizar nuestras creencias y nuestros destinos.
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