DVD - Reseñas
Rivalidad de mujeres
Raúl González Arévalo

El teatro, en cualquiera de sus manifestaciones, tiene un filón con las relaciones humanas. Un clásico, también en el cine, es la rivalidad de mujeres. Antes, la ópera dejó duelos imborrables: Norma y Adalgisa, Bolena y Seymour, María Estuardo e Isabel I, Isabel de Valois y la princesa de Éboli, Aida y Amneris, Turandot y Liù, Adriana Lecouvreur y la princesa de Bouillon, por citar unas pocas. Sin embargo, tanto por la época en la que se desarrollan como por la estructura dramático-musical de las óperas, es difícil que las mujeres actuales puedan identificarse con alguna de ellas.
No ocurre lo mismo con Vanessa, con mujeres de carne y hueso. Sin duda, la calidad literaria del texto, escrito por Gian Carlo Menotti, contribuye de modo decisivo a ofrecer personajes vivos, aunque me atrevería a decir que el libretista nunca tuvo a disposición un libreto propio que volara tan alto en sus propias óperas, que sí comparten con esta de Barber una fortísima carga de teatralidad. Si acaso, el espectador de cine clásico encontrará paralelismos evidentes con el género negro de mediados del siglo XX, el que se ve en películas icónicas de Hitchcock como Rebecca o Vértigo, con personajes obsesivos, atormentados por experiencias vitales que les marcaron. Lo subraya esta producción grabada en Glyndebourne, como declara expresamente Keith Warner en la interesantísima entrevista que incluyen las notas del DVD. Por mi parte, no pude evitar pensar en otras obras posteriores, como las del genial Tennessee Williams, en las que las relaciones personales conflictivas son cimas del teatro contemporáneo.
La partitura de Samuel Barber se estrenó en el Metropolitan de Nueva York en 1958, con un reparto de campanillas con Eleanor Steber en el papel titular, las mezzos Regina Resnik y Rosalind Elias como baronesa y Erika respectivamente, y el tenor Nicolai Gedda como Anatol. Tenía cuatro actos y la grabación del estreno (Sony) se convirtió en la referencia absoluta del título. Seis años más tarde, en 1964, el compositor revisó la obra y la redujo a tres actos, fundiendo los dos últimos. Esta es la versión que se emplea habitualmente en las escasas ocasiones en que sube a escena, como ocurrió el verano pasado en la campiña inglesa. Entre las razones argüidas para explicar la escasa frecuentación de las programaciones está la percepción de que no se trataba de una música de vanguardia. La maravillosa capacidad melódica de la que hace gala Barber fue considerada excesivamente conservadora, como la orquestación, en la que es reconocible las influencias de Puccini, Strauss o Berg. Más aún, en ocasiones ha sido descrita como “música de cine”, con toda la carga esnobista y peyorativa que conlleva la expresión. Con ojos y oídos del siglo XXI resulta indudable que hay innovaciones que han envejecido muy mal en otras obras, y partituras más clásicas que gozan de una actualidad envidiable. Indiscutiblemente, la obra maestra de Barber entra en esta última categoría.
La lógica de las programaciones en ocasiones es caprichosa, se empecina en ofrecer títulos que no merecen tanta frecuentación y no supera la indolencia que ha relegado otros de mayor mérito. Así se explica también que nos encontremos ante el primer registro audiovisual del título, una propuesta original de Opus Arte que entra por la puerta grande como grabación de obligado conocimiento entre las óperas más emblemáticas del siglo XX. Ciertamente, el reparto y la producción han hecho honor al título. El espectáculo dirigido por Keith Warner cuida hasta el último detalle, empezando por la gama monocroma de grises que domina la escena y el vestuario, y siguiendo por la espléndida dirección de actores y el juego de luces. Sencillamente brillante, contribuye de modo espléndido a recrear el ambiente claustrofóbico de este drama de mujeres, con rivalidades ocultas que van emergiendo conforme se desvelan secretos inconfesables -casi es lorquiana en este sentido–, de modo que en última instancia renueva la sensación de modernidad de la partitura.
Vanessa requiere una protagonista de fuerte personalidad, sabia como una Mariscala, con un poso de amargura al estilo de Blanche Dubois. No diría que Emma Bell sea exactamente carismática pero sí es una excelente actriz, lo que redunda en beneficio del papel. La composición es compacta de principio a fin, más allá de la conocida aria, y vislumbra un trabajo de caracterización, vocal y dramático, excelente, para explicar la evolución del personaje. La dicción impecable y el fraseo incisivo son la guinda de una musicalidad férrea. Una prueba mayúscula de una intérprete que, después de frecuentar un amplio repertorio de Mozart a Janáček, alcanza la cima con este Barber.
Opuesta como un reflejo joven en uno de esos espejos que tiene tapados en su casa, la Erika de Virginie Verrez se erige en revelación de la grabación y se hace apreciar por el canto impecable y la convicción dramática con la que aborda un papel que supone, además, su debut discográfico. En el extremo opuesto se sitúa la veterana Rosalind Plowright, siempre más apreciada en el circuito anglosajón que en el mediterráneo, por razones obvias. No es una verdadera mezzo, como la imponente Regina Resnik, pero aquí no tiene dificultades de extensión o tesitura, y el fraseo resulta plenamente idiomático. Pero impone sobre todo la composición de un personaje que requiere la extrema dureza aristocrática de la Zia Principessa de Suor Angelica o la Condesa de La dama de Picas. Con una estética digna de la condesa viuda de Grantham de Downton Abbey, la británica confiere una gran distinción a un papel que revela más por lo que calla que por lo que canta.
Entre los hombres llama la atención la presencia de Edgaras Montvidas como objeto de deseo y rechazo de las tres mujeres. El lituano se está labrando una carrera discográfica de todo respeto en la colección de ópera francesa patrocinada por el Palazzetto Bru Zane (Le tribut de Zamora, Herculanum, Dante), de modo que el cambio de registro estilístico es bienvenido por la versatilidad que confiere al tenor. Sin llegar al virtuosismo estilístico e idiomático de Gedda (pocos están a su altura), supera al sueco por la mayor seducción vocal, algo indispensable habida cuenta la naturaleza del personaje. A su lado, el viejo médico de Donnie Ray Albert tiene mucho menos que cantar, pero transmite a la perfección la nostalgia que invade al personaje.
Por último, no menos importante es la dirección de Jakub Hrůša al frente de la excelente Filarmónica de Londres. El checo hace fluir de manera natural la partitura, sin concesiones forzadas al lirismo más allá de lo que requiere la obra, de modo que maneja perfectamente los tiempos para ofrecer un drama conciso preñado de una violencia que explota sorda en el genial quinteto.
En definitiva, un clásico moderno que se estaba haciendo de rogar. Por una vez, los británicos baten a los americanos en su propio terreno, consagrando la primera grabación audiovisual de referencia de la que fue considerada la primera gran ópera americana.
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